PRÓLOGO
JOSÉ LUIS MOLINUEVO
Con frecuencia una categoría es la suma de malentendidos asociados a un nombre. Este libro nos introduce en algunos explorando de manera paradójica muchas de sus posibilidades. Raro es el creador que se reconoce en una etiqueta que le ubica para sus contemporáneos y le momifica para los siguientes. Siente que le roba lo que más aprecia, la relación inmediata con su público, envolviéndolo en una madeja de conceptos emocionales vacíos, pero le garantiza el paso a la posteridad. Es el óbolo textual de Caronte. Revisarla es, en cierto modo, revivirlo. Es lo que hace este libro.
Su título es escueto, pero no simple ya que apunta a una realidad compleja: la vinculación de alguien catalogado como genio y un tópico que siempre le ha acompañado y del que reniega parcialmente, el expresionismo. El autor, como muestra de respeto no muy frecuente, ha procedido a contrastar las opiniones del Lang con el análisis icónico de la obra antes de sumergirse en la ingente literatura producida en torno a ella. Quizá esto no se perciba en la obligada presentación lineal del libro y es necesario subrayarlo pues constituye uno de sus múltiples aciertos. Raramente la exposición, que parte de resultados, reproduce la investigación que va siguiendo ilusionada hipótesis nacidas de la percepción de las imágenes. Desarrollarla implica un doble esfuerzo argumentativo: textual e icónico. Merece la pena detenerse en ello.
La argumentación textual descansa en el conocimiento de la literatura especializada y de la cita oportuna. Ambas cosas se encuentran de entrada en un grado no habitual incluso para los estándares académicos. Pero, a diferencia de estos, el autor no se limita a reproducir y acumular, sino que tiene criterio, dialoga y toma postura ante los temas controvertidos de una forma tan clara como matizada. Eso explica la diáfana estructura del libro, la llamada de atención al lector sobre sus diferentes partes y el camino recorrido y por hacer junto con la precisión en las afirmaciones, a veces en apariencia demasiado taxativas, inhabituales en este tipo de textos, pero en modo alguno gratuitas. Vienen sustentadas en lo que ha sido el substrato de la investigación previa, no solo en el contraste con la literatura especializada, sino de modo particular por el análisis minucioso de las imágenes y de los recursos estilísticos empleados. Junto al diálogo sostenido con otros intérpretes cabe destacar, sobre todo, la argumentación icónica bajo la forma de mostrar, describir, aquello de lo que está hablando mediante las “correspondencias” explícitas de las imágenes. Afinidades y diferencias de estilos y etapas quedan así iluminados en el claroscuro. No estamos ante el típico libro que habla de imágenes sin que estas aparezcan en él, deban ser imaginadas por el lector, o sirvan de mera ilustración a los conceptos ya preconcebidos. Insiste el autor en que el suyo es un análisis estético, que parte de la obra, no de la teoría y logra transmitir al lector el placer inteligente de su percepción.
La estética de una época es su tiempo en imágenes. La insistencia de Marcos Jiménez en la atención debida al contexto ya sea social o artístico, no es baladí. Bastan dos de las imágenes que introduce de Moloch, sus correspondencias en Metrópolis y Kubin, para darse cuenta de ello. A una Europa convulsa de comienzo del siglo XIX por las guerras napoleónicas le corresponde otro en el siglo XX con la Primera Guerra Mundial. Ambos casos suponen la crisis y final del idealismo, pero no del romanticismo en sus múltiples versiones, incluso bajo el nombre de modernidad estética y vanguardias. El autor pone el acento con razón en ello. Los primeros manifiestos del cine que celebran el que “ha llegado el tiempo de la imagen” (para el que se sentían tan poco preparados entonces como ahora) creen ver en el cine el único arte capaz de expresar directamente su época, sin mediaciones, sin traducciones, un nuevo “esperanto” dirá Fritz Lang, en la crisis del final de las artes, la literatura y la filosofía. En su reverdecer francés no podrá por menos de considerarse un “dinosaurio” de ese proyecto mirando melancólicamente las cabezas tintadas de los dioses en El desprecio. El paso del cine como arte a la industria más o menos cultural fue devastador para esa generación.
Como bien explica el autor, Lang vivió en lo que se ha dado en llamar el “tiempo de los dioses”, no necesariamente el mismo para todos y los mismos dioses. La caracterización de su cine como la lucha del individuo contra el destino y las circunstancias, interpretado en clave griega, se beneficia de ello. A la crisis del romanticismo clásico cuando el individuo se siente abandonado por el infinito, dios o la naturaleza se une en el romanticismo oscuro el rechazo de la sociedad. Los nuevos héroes trágicos no conservan la grandeza equívoca de los antiguos, pero los enriquecen con su ambigüedad llena de claroscuros no ejemplares. Es el fruto del mestizaje de las dos líneas estéticas de luz y oscuridad cuya dialéctica ha enhebrado Marcos Jiménez como aportación original más allá del tratamiento estrictamente cinematográfico o biográfico. Y es así como la palabra Destino con mayúscula se concreta en la palabra circunstancias, en apariencia minúsculas, pero tan paralizantes como los hilos de Gulliver, ya sea el vecino maledicente, el trabajo alienante o la injusticia que desata la venganza. El autor ha utilizado muy bien esa oscilación entre el destino y las circunstancias para trazar un puente entre las dos etapas, la alemana y la americana.
Conviven, pues, en Lang tanto la clave mitológica, el retorno de los dioses a través del “poder de las imágenes”, como la crítica social con bases documentales. Lang se remite a las gestas de un equívoco y moderno Prometeo, pero también recurre a la crónica de sucesos amarillista para nutrir los imaginarios de sus películas. Ello ha propiciado una obra compleja tildada a veces como contradictoria, sin sacar todo el jugo a la palabra y condicionando su recepción: unos simplifican destacando la vecindad con lo totalitario y otros no ven la crítica social si no es a través de la denuncia explícita, verbal, a ser posible. El autor da un paso más allá de la contradicción evidente y utiliza en su análisis estético la categoría del fin de las categorías, la de lo interesante, ambigua y llena de posibilidades de conocimiento. Se entiende así mejor esa atracción poco “ejemplar” en el arte por la fuerza estética de lo negativo, trágico, por el mal, en definitiva, a la vez que la rebelión contra esa condición humana atrapada por un inexorable destino antiguo llamado ahora imprevisible circunstancia.
Fritz Lang, acaso pensando en el Fausto de Goethe, dijo que cuando alguien teoriza sobre algo es que ya está muerto, pero no se ha resistido a tejer su propia leyenda prometeica para la posteridad, perfilándose con monóculo vintage y coqueto parche negro de pirata, recreándose en sucesivas variantes sobre los motivos de su exilio, ejerciendo de genio tirano en los rodajes y posando de humilde trabajador del medio en las entrevistas, dejando un puñado de filmes irrepetibles que han pasado a la historia del cine y se siguen viendo con asombro aún entre los jóvenes. Marcos Jiménez, autor de este libro singular y lleno de matices, le ha hecho beber en él, como Ulises en la Odisea, la “negra sangre” de la teoría y lo ha revivido estéticamente para nosotros en toda su complejidad.