PRESENTACIÓN
Las brujas, contra viento y marea
MONTSERRAT HORMIGOS VAQUERO
La maga erótica de abundantes curvas en el cuadro de Luis Ricardo Falero
Brujas yendo al Sabbath (1878)
Sin duda la figura de la bruja y sus representaciones en las diferentes expresiones culturales es un tema fascinante de análisis, pero también un atractivo reclamo que puede caer en las garras de la mistificación, la espectacularización y la frivolización si el estudio no se basa en un análisis lo más riguroso y respetuoso posible de las fuentes y el contexto histórico, así como de la iconografía y sus significaciones. Porque, ¿qué es la bruja?, ¿quién es una bruja? La brujería plantea serios problemas de terminología, cronología, ámbito geográfico, historiografía, simbología, significados e interpretaciones. Ni siquiera la historiografía más seria y académica se pone de acuerdo: es miembro de una sociedad conspirativa tal como la describe la Restauración, una rebelde social como nos quiere hacer ver la visión romántica liberal de Michelet, una sacerdotisa de una religión pagana y precristiana centrada en el culto a la naturaleza y la fertilidad femenina como afirma Margaret Murray, una adicta a la belladona y la datura que recupera ritos extáticos de la antigüedad, una víctima o una mujer empoderada (según donde ponen el foco los diferentes análisis de género y las teorías feministas), o son histéricas y enfermas mentales, tal como advierte el psicoanálisis freudiano. El problema es que tenemos pocos testimonios de aquellas que fueron acusadas de brujería y, además, sus confesiones fueron arrancadas a sus cuerpos bajo tortura y siempre según el tamiz ideológico de aquellos que las juzgaron, tal como demuestra la caza de brujas histórica.
Si nos centramos en la brujería histórica, lo más sintomático es que la persecución eclesiástica y civil de las hechiceras arreció en momentos históricos de fuertes crisis demográficas, económicas, socio-políticas y religiosas. Un periodo que va del siglo XIV al XVII y que incluso alcanza con sus sombras al Siglo de las Luces y la Ilustración, donde se sucedieron terribles y desasosegadores acontecimientos: el flagelo de la peste negra, la pequeña edad del hielo y la hambruna consecuente por las bajos rendimientos agrícolas, pero también profundos cambios en las estructuras como la transición del sistema feudal a las monarquías absolutistas o las guerras de religión derivadas de la Reforma y la Contrarreforma –donde ambos bandos ven al rival como la encarnación del Anticristo. ¿Fue entonces la bruja un chivo expiatorio? ¿Fue instrumentalizada por los poderes para acallar y someter las conciencias? Los muchos delitos por los que las acusaron nos llevan a la comprensión de sus supuestas capacidades que, básicamente, se pueden resumir en un control absoluto sobre la naturaleza (también en lo relativo a la condición humana) y sobre la materia. Si tenemos en cuenta que muchas de las acusaciones se basaban en sus supuestos crímenes sexuales y reproductivos, en un momento en que la fémina se contemplaba como sujeto de deseo ajeno, la pregunta es ¿fue el estereotipo de la bruja también un medio de control social y de género?
La bruja y su mundo hunden sus raíces en los orígenes de la cultura occidental, en el ámbito grecolatino, de donde en muchas ocasiones extrae sus características y actividades principales, y demostrando una salud de hierro, contra viento y marea, sigue perviviendo en los discursos culturales e imaginería visual (literatura, expresiones artísticas, cine, documentales y series de televisión) siglos después. Este estudio, desde la humildad de las y los que saben que es un tema inagotable e inabarcable en su totalidad, se basa en desentrañar el modo en cómo se las ha representado en las expresiones artísticas a lo largo de la historia, ya que la bruja fue y es una especie de lienzo oscuro donde cada quien proyecta sus propios miedos, ansiedades, anhelos e intereses.
De ella se ha tratado en los manuales religiosos, los códigos legales y las obras literarias, ya sea para demonizarla, satirizarla, vilipendiarla o imputarla, o para usarla como excusa de una trama ficcional o de recreación histórica con mayor o menor veracidad. En las artes plásticas, la figura de la bruja se presenta enmarcada en dos grandes bloques. De un lado tenemos a ancianas de carnes ajadas, vetustas y feas, ya sean esqueléticas y tísicas, de una escualidez repulsiva, u orondas, hidrópicas o esteatopigias, desnudas o vestidas con andrajos o ceñidas de negro manto, de una palidez espectral, con narices ganchudas –reminiscencias de sus transformaciones en aves carroñeras y harpías de todo plumaje-; todo lo cual pone al descubierto su condición atávica y bestial. De otro, las magas eróticas, jóvenes y de una belleza perversa, ya sean sensuales telúricas y ctónicas a lo Hécate, mujeres fatales o dominatrix de sinuosas curvas, carnalidad desnuda o dechado de lujo y artificio. La mayoría de ellas, excepto algunas pelonas o con greña escasa e hirsuta, se muestran con largas cabelleras desmelenadas, remedos de la serpentina guedeja de la Medusa. Algunas son claramente masculinizadas y la mayoría simbolizadas como castradoras. La historia del arte nos la muestra en su actividades: volcadas sobre infectos calderos, retozando con diablos de toda condición, recolectando plantas tóxicas, preparando ungüentos, en danzas levógiras, surcando cielos tormentosos en sus escobas o sobre bestezuelas, y perpetrando todo tipo de crímenes. Tampoco nos ahorra las escenas de suplicios y torturas, alimento para el ojo que busca placeres morbosos.
Ahí tenemos al gran maestro en escenas brujeriles Hans Baldung Grien, los grabados de Brueghel el Viejo, la obra de Durero o las brujas de Salvatore Rosa, que implantan un código visual ampliamente imitado y reconocido. O la brujería doméstica de pintores flamencos como David Teniers el Joven o Frans Francken con escenas “costumbristas” donde lo sobrenatural invade la cotidianeidad y damas vestidas decorosamente a la moda de la época –cofias incluidas– vuelven el mundo al revés desde sus cocinas. Sin olvidar la imaginería de pesadilla de Goya, sus Caprichos y Pinturas negras, con sus covens de brujas animalescas, rostros de risas histéricas o gritos salvajes y muecas desgarradas. Pero también hay brujas eróticas, las de los prerrafaelitas, o la femme fatale de los simbolistas –claro ejemplo es la producción de Félicien Rops–, las que muestran una sensualidad atávica como las protagonistas de los cuadros de Paul Ranson e, incluso, las hechiceras biomecanoides de H. R. Giger. Mujeres de sexualidad activa, mercancía erótica de las tinieblas, siervas devotas de los goces que les propicia Satán. Parece que algunos se empeñen en demostrar que las brujas no son más que juguetes veniales del Demonio (y por ende del espectador), no hay más que asomarse al cuadro Brujas yendo al Sabbath (Luis Ricardo Falero, 1878), con un enjambre de voluptuosidad carnal, poses libidinales y miradas ardorosas.
Las brujas se incorporan al siglo XX de la mano de las vanguardias, sobre todo del surrealismo y su gusto por lo esotérico, y también invaden las pantallas de cine y televisión con resultados dispares. Pero el giro copernicano viene de la mano de la reivindicación de la figura de la bruja por parte de los feminismos, en un intento de recuperar una genealogía femenina de resistencia al discurso predominante patriarcal, con la importancia en los estudios académicos de la denominada Herstory, es decir, el análisis con perspectiva feminista de la historia, pero también a través de la búsqueda de una nueva espiritualidad femenina por parte de la Wicca y del ecofeminismo. Existe así una larga lista de artistas contemporáneas que se apropian de la figura de la hechicera como mujer de conocimiento y poder y espíritu libre. Estas creadoras rescatan a las brujas de las hogueras ya sea para deconstruir y subvertir el arquetipo, para convertirlas en nuevos iconos feministas, o llevar a cabo piezas de homenaje y conmemoración, en ellas late el deseo de arrinconar el dictamen de la mujer como cuerpo del diablo para reivindicar una política corporal libre y los derechos sexuales de las mujeres. Se trata de ser provocadoras, no provocativas e, incluso, las hay que se autodenominan pintoras hechiceras.
La bruja llega al cine desde los fríos países nórdicos y en muchos casos con vocación documental y un posicionamiento coincidente con el feminismo ilustrado. Pronto encuentra terreno abonado en el cine de terror clásico, donde se prefiere a la hechicera atractiva y deseable, más próxima a la vampira y al mito de la mujer sexualmente insaciable, estela seguida por la Hammer, con filmes donde las antiheroínas son tratadas como juguetes sexuales y el sadismo de los inquisidores se usa como pretexto argumental que juega con el cuerpo sufriente femenino y el voyeurismo sádico para el placer de la mirada masculina. Y desde el estreno y éxito de El proyecto de la bruja Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick, 1999) se instala definitivamente en el folk horror y en el terror forestal, donde la hechicera opera como trasunto del pánico a los espacios incivilizados de densos bosques donde anida la magia y lo sobrenatural. Hay brujas para todos los gustos, desde la hiperbólica caracterización de la malvada bruja del Oeste de El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), pasando por la Asa de Mario Bava, que recuerda a las oscuras y bellas heroínas de Poe, hasta llegar a la hechicera de instituto y estética gótica que encarna Fairuza Balk en Jóvenes y brujas (The Craft, Andrew Fleming, 1996), dentro de lo que el mundo anglosajón denomina Teen-witch. Pero también es protagonista de comedias sentimentales de enredo y series televisivas de consumo familiar desde la década de los ‘40 y sobre todo a partir de los ‘60, donde renuncia a sus capacidades y poderes en nombre del amor romántico, volviendo al tiesto de la familia burguesa, poniendo en juego una magia blanca pícara y sensiblera que desactiva cualquier potencial maléfico. También podríamos destacar aquí la irreverente comedia de Álex de la Iglesia Las brujas de Zugarramurdi (2013), donde se muestra a una sorgiña softcore (quien se masturba con un palo de escoba colocada de bufotoxina), que solo es capaz de desatar los elementos mediante sus tormentas emocionales de joven inestable, y cuya amenaza es neutralizada por un morreo del héroe. Un esperpento grotesco de brujas mostradas como histéricas frustradas y resentidas, excusa para la plasmación de la “guerra de los sexos”. El cine español también tiene prototipos de enjundia, claros ejemplos serían la bruja etnográfica que encarna la Almunia de Akelarre (1984) de Olea, y la Dolores (Terele Pávez) de 99.9 (Agustí Villaronga, 1997), la bruja de tenebrismo goyesco que reina en el primitivo paisaje de Jimena. A las brujas se han acercado insignes maestros del cine como Dreyer, Bergman, Welles, Kurosawa o Polanski –estos tres últimos en sus adaptaciones del Macbeth de Shakespeare–, o Argento, y existe una prolífica producción cinematográfica de los procesos históricos más resonantes como el de Juana de Arco o los juicios de Salem, demostrando las fascinación que siente por ellas el séptimo arte. Incluso hay aproximaciones feministas al mito, tal es el caso de A very curious girl (1971) de Nelly Kaplan.
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Pero no piense el lector o la lectora que la brujería como elemento socio-político de calado es un hecho de un pasado histórico remoto. La última condenada a muerte por brujería fue una niña ejecutada en el Cantón protestante de Glarus (Suiza) en 1783, pero la última acusada lo fue en plena Segunda Guerra Mundial. La médium escocesa Helen Duncan, que comenzó a practicar su magia adivinatoria necromántica para salvaguardar de la miseria a su prolífica y humilde familia y era solicitada incluso por la aristocracia, se vio inmersa en una trama que puso en jaque al mismísimo Servicio de Inteligencia británico. Duncan, en una de sus sesiones contactó con el espíritu de un marinero muerto en el acorazado HMS Barham, orgullo de la armada británica, cuyo hundimiento por parte de los nazis frente a la costa de Malta el Almirantazgo había mantenido en secreto por cuestiones de propaganda. Nunca sabremos si se trató de una verdadera “conexión” o si algún alto mando de los que acudían a sus servicios se fue de la lengua; la cuestión es que el MI5, por miedo a que se tratase de una espía y en un momento crítico de la guerra para los aliados (y con los preparativos del desembarco de Normandía), la juzgaron por la Ley de Brujería de 1735 que todavía estaba vigente en pleno siglo XX y la encarcelaron, si bien sus días de reclusión parecen extraídos de un sainete. En su celda recibía usuarios en busca de predicciones e, incluso, fue visitada por el mismísimo Winston Churchill. La Ley de Brujería del XVIII no fue derogada hasta 1951. En el marco de la Segunda Guerra Mundial también destaca la “leyenda” (y lo entrecomillo porque se trataba de mujeres de carne y hueso) de las Nachthexen, las brujas de la noche, las aviadoras del 588º Regimiento de Bombardeo Nocturno de la Unión Soviética, que sembraron el terror entre las filas del ejército nazi. Un grupo de mujeres que no superaba la media de edad de 22 años y que sobre sus “escobas voladoras” –que más que un eufemismo o metáfora describe a aquellas obsoletas avionetas que pilotaban, los Polikarpov U-2, de madera y lona, sin radio ni paracaídas y que habían sido usados para fumigar los campos– realizaban vuelos rasantes entre los bosques y al amparo de la oscuridad, con los motores apagados, ante el horror del ejército enemigo. Muchas de ellas fueron condecoradas por el hombre de acero, el mismísimo Stalin. Y ahí tenemos a la red estadounidense de grupos feministas WITCH (Women’s International Terrorist Conspiracy from Hell), creada en 1969 y con un papel destacado en la fase inicial del movimiento de liberación de las mujeres, que entre sus actividades subversivas incluso han proferido maldiciones orquestadas contra el capitalismo o el ahora expresidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Este libro aspira a demostrar la buena salud de la que goza la bruja como atractivo arquetipo para la cultura popular, no solo en sus representaciones consideradas más excelsas, sino también en su amplia influencia en ámbitos tan mediáticos, mercantiles y prosaicos como la publicidad y la moda o en su expansión virtual en las redes sociales. Pretendemos arrojar algo de luz sobre la figura de la bruja, otredad femenina absoluta, ser liminal y polifacético, cuyas implicaciones y lecturas sociales, políticas y de género son más profundas de lo que pueda parecer a simple vista. Su instrumentalización, mistificación o banalización, no debe hacernos olvidar que las llamas de las hogueras siempre pueden estar prestas a prender con los rescoldos de la intolerancia, la discriminación, el dogmatismo, el fanatismo o la estrechez de miras. Ya sea usada para denigrar a cualquier mujer que se salga de los cánones establecidos por el sistema –las rebeldes, las independientes, aquellas que se vuelvan respondonas o contestatarias–, ya sea como reclamo erótico, o en contrapartida, ya sea reivindicada por los feminismos justo por su posición de mujer libre y antisistema; la bruja proyecta su larga sombra sobre la actualidad como enigma implacable del orden simbólico y arquetípico.
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