PRÓLOGO
JUAN ANTONIO SÁNCHEZ LÓPEZ*
Por propia naturaleza las palabras poseen la cualidad de denotar y connotar simultáneamente. Bien cuando estas resuenan en nuestros oídos o cuando las leemos, son muy pocas las que hacen gala de poder llegar a hacerlo con tanta intensidad como “bruja”. La denotación remite al significado aséptico de una palabra aislada, fuera de contexto y contemplada en la definición-marco de un diccionario. Sin embargo, la connotación abre la puerta a una pléyade de significados subalternos, en cuanto sujetos al sentido específico que esa palabra adquiere dentro de un enunciado, en función de criterios afectivos, parciales, interesados, tendenciosos, aduladores, peyorativos... pero, en cualquier caso, siempre subjetivos y condicionados por un contexto particular y/o las intenciones de quien habla o quien escribe.
A lo largo de la Historia, la bruja ha venido siendo un personaje recurrente del imaginario colectivo hasta convertirse en uno de los mitos que más hondamente han calado y penetrado entre los intersticios de la cultura popular. En torno a su figura han ido surgiendo matices, asociaciones, lecturas, referencias y juicios contradictorios que desde el componente religioso, mistérico, mítico, gnóstico y aún místico derivaron hacia lo siniestro, abyecto, diabólico, sádico y lúbrico. Incluso en el mundo moderno, la sombra de la bruja se reinventa y se reafirma en toda su esencia poliédrica perdurando en la memoria textual y la órbita visual gracias a los cuentos, las novelas, las películas, las series de televisión, el merchandising y los discursos publicitarios, así como a través de ciertas fiestas populares y una amplia gama de registros culturales que continúan prestándoles mil y una máscaras.
Desde que fuimos niños y niñas, nos han rodeado las brujas. De hecho, nunca nos han abandonado. Atrás en el tiempo quedaron otros mitos de nuestro más temprano imaginario. Es más, apenas ya casi si nos acordamos de los animales humanizados protagonistas de fábulas y cuentos, de ogros y lobos feroces, de caperucitas, gatos con botas, cerditos, hanseles, greteles y pulgarcitos, de soldaditos valientes y frágiles princesas a quienes cada vez menos chicos y chicas quieren imitar. Pero ellas siguen aquí y ahí estarán.
Brujas, magas, meigas, hechiceras, wiccas, curanderas, brujas blancas y también las hadas (que no dejan de ser, por cierto, brujas ‘buenas’) no son sino las imprevisibles facetas de un maravilloso poliedro, pletórico de infinitas contradicciones, pasiones desbordadas y desbordantes, excesos maravillosos, inaccesibles arcanos, desafíos imposibles e infinitas sinergias con lo maravilloso, oculto, misterioso y prohibido. Sus protagonistas fueron, son y serán mujeres a las que el patriarcado, las religiones y demás leyes no escritas dictadas por las estructuras de género y la arbitrariedad humana señalaron, marcaron, juzgaron, sentenciaron, condenaron, demonizaron y devastaron en el plano de lo simbólico y el conocimiento de las cosas. Ciertamente para los discursos misóginos, no podía existir nada ‘peor’ que una mujer empoderada en la sabiduría y el dominio de las claves de acceso a lo sobrenatural, lo telúrico, lo sagrado y aún a lo divino.
En definitiva, a las brujas bien podríamos decirles ¿quién te ha visto y quién te ve? O, tal vez, recordando aquel aforismo tan idiosincrásicamente barroco, considerarlas auténticas víctimas de un Finis gloriae mundi que las precipitó inmisericorde desde la ominipotencia a la miseria. En otras palabras, la historia de las brujas la escriben relatos de diosas y sacerdotisas, de mujeres poderosas o bien de celosas guardianas de saberes primigenios que fueron reducidas y derribadas por el establishment patriarcal a la condición de proscritas, de seres viles y clandestinos, de mujeres fuera de la ley... de toda ley.
Como dignas hijas de la Antigüedad clásica, las hechiceras suelen ser hermosas y sofisticadas, además de mujeres poderosas, libres y autónomas, equiparándose sin complejos a las mismísimas diosas del Olimpo. La fuerza de la palabra les vale para invocar el poder de las profundidades mediante la invocación, la ceremonia y el conjuro. Algunas como Circe ejercen de “mujeres fatales” con la seguridad propia de quien ostenta y domina el poder de la magia y sabe cómo administrarlo; en su caso, al convertir en cerdos a los chulescos compañeros de Ulises permitiéndole actuar como vengadora de las mujeres, por no decir como castradora de un androcentrismo griego más que crónico. Medea encarna y anticipa la “locura de amor” actuando implacable contra Jasón y su propia prole atrayendo sobre ellos la implacable mirada de Hécate.
De Morgana son famosos sus rifirrafes con Merlín y a Wendelin le gustaba tanto ser quemada que se dejó capturar no menos de cuarenta y siete veces con distintos aspectos. Sin duda, es esta una interesante forma de dejar en evidencia a quienes durante tanto tiempo se dedicaron a perseguir y asesinar cruelmente a tantas y tantas de sus compañeras las brujas, más rústicas y aficionadas a desempeñar ese poder vicario de lo profundo mediante la apostasía que les lleva a echarse voluntariamente en brazos de lo diabólico por su pacto con Satán.
Todas las referidas y muchas más nos esperan en estas páginas, que responden a cualquier inquietud, duda, expectativa o suspicacia de quien pudiera pensar qué hacen unas chicas como ellas en un libro como este. Sus autores y autoras nos ofrecen un exhaustivo estadio de la cuestión, invitándonos a un maravilloso paseo desde el mundo antiguo a la cultura visual pos-posmilenial. En el planteamiento de los textos, ellos y ellas conjugan de modo impecable ese rigor siempre deseable en los trabajos de carácter científico con unas metodologías de trabajo de vanguardia, sin olvidar la mejor frescura literaria que los aleja de esa Historia del Arte “de siempre”, más que fosilizada, momificada por sus propios prejuicios y estrechez de miras.
De ahí que resulte un gozo para el conocimiento y la lectura ir adentrándose en cada uno de los senderos de ese figurado itinerario por las historias de las brujas y detenerse en su tratamiento iconográfico, en los entresijos del horror fascinante y esa kalokagacía pintoresca proclive a la subversión del género, en la personalidad de las artistas-bruja y la de las brujas y embrujadas, en la desmitificación y cuestionamiento de los tópicos, en el neopaganismo y el entronque de la bruja con la etnología y las claves de la cultura popular, en sus conflictos con la ginofobia y la comunión con lo dionísiaco. En definitiva, un auténtico ‘espectáculo’ de libro, ante cuyas páginas solamente cabe formularles una invitación: ¡Pasen, lean y disfruten!
* Catedrático de Historia del Arte
de la Universidad de Málaga
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