5.
SHCHORS
(Alexander Dovjenko, 1939)
Hace ya años la gran cineasta belga Chantal Akerman se preguntaba por cuál era la tarea de los cineastas en el momento del cambio de milenio. En un mundo sepultado por imágenes insignificantes y repetitivas, en un mundo anestesiado por la banalidad del consumo masivo, dónde el narcisismo es pauta de comportamiento admitida, en el que la técnica y estética de la comunicación audiovisual parece cada vez más sometida a los dictámenes de la publicidad, la tarea parecía evidente: no contribuir a aumentar el flujo de imágenes banales, irrelevantes, indiferentes. Y lo formulaba con una expresión irrefutable: no hay que fabricar imágenes idólatras.
Me parece que esta sencilla proposición puede servir para explorar algunas de los múltiples problemas y contradicciones que se vivían en la URSS en la ominosa década de los años treinta del pasado siglo cuando se consolida el poder omnímodo de Stalin y brota, irresistible, el culto a la personalidad del líder omnisciente en el que se hace carne el sentido de la historia. Y me parece que uno de los nombres más interesantes para poder entender, al menos en alguno de sus aspectos, los complejísimos entresijos del debate cultural (y político) que se jugaba por aquellos días (durante un breve tiempo de manera explícita, luego de forma, como veremos, implícita pero no menos relevante, al menos para un observador actual) entre el poder político y sus exigencias de construcción de lo que luego iba a denominarse con el eufemismo de “socialismo real” y cual podría (inmediatamente sustituido por “debería”) ser el papel de los artistas en esta tarea, no es otro que el de Alexander Dovjenko (Viunyshche, actual Ucrania, 1894 - Moscú, 1956).
Una mirada superficial a la historia del cine soviético puede tomar nota rápida del “martirologio” (autocrítica incluida) al que fue sometida la figura señera de S. M. Eisenstein por sus supuestas desviaciones de la “línea correcta” marcada por el PCUS tras sus primeros éxitos cinematográficos. Por el contrario la misma mirada superficial podría constatar que un gran cineasta como Dovjenko (quizás, visto con perspectiva, el mayor autor de aquel cine junto a “Su Majestad” Eisenstein) si no evitó del todo los encontronazos con el sistema vigente (del que, por otra parte, se consideraba un ferviente servidor) supo gestionarlos de tal manera que el precio que pagó por su “singularidad” fue menos gravoso que en el caso del maestro de Riga. Y, por supuesto, muy inferior al de aquella gente del cine que conoció directamente las delicias del GULAG (1) cuando no la “justicia revolucionaria” del fusilamiento o el despectivo tiro en la nuca. Es precisamente la manera en que Dovjenko gestionó la relación entre sus pretensiones y logros como artista (al servicio, no lo olvidemos nunca, de la Revolución) con los compromisos que tuvo que adoptar lo que nos interesa aquí, sin por eso dejar de revisar algunos lugares comunes (las acusaciones de “nacionalismo ucraniano” o “panteísmo”), que juegan su papel en lo que podría calificarse de tragicomedia si no se levantara sobre una pira en la que se amontonan innumerables vidas destrozadas.
1. Acrónimo de Glavnoe upravlenie ispravitel’no-trudovykh lagerei (“central administrativa de los campos de trabajo correccionales”).
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Desde este punto de vista una película como Shchors es reveladora. Por supuesto, por sus cualidades cinematográficas intrínsecas (que las tiene y no pocas). Pero, sobre todo, porque supone el final de un recorrido que comienza con la tercera película del artista (Zvenigora, 1928, saludada de forma entusiasta por Eisenstein y Pudovkin) y que alcanza en el filme que nos ocupa un cierto final de trayecto. (2)
2. Trayecto que conocería una doble coda, primero con la realización en 1948 de Michurin y, después, con la situación creada, cuando tras la segunda guerra mundial, Beria trató de “co-optar” al cineasta para que se convirtiese en un agente suyo en los planes sanguinarios que había trazado para Ucrania. Puede leerse esta instructiva historia en Nikita Kruschev, Memorias, Barcelona: Ed. Euros, 1975.
Dovjenko realiza Shchors tras Aerograd (1935), la que es, hasta ese momento, su película que más parece satisfacer a las autoridades soviéticas [...]
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