[...]
En el número 12 de Contracampo (mayo, 1980) publicas una crítica larga y muy elogiosa de La verdad sobre el caso Savolta (Antonio Drove, 1978). En dicho texto se atiende a la dimensión política e ideológica del filme de Drove echando mano, por ejemplo, de las ideas de Bertolt Brecht. Aunque en el caso de esta película concreta la aproximación política era casi obligatoria por su mera condición de filme político, lo cierto es que una de las constantes de tus textos en el Contracampo de la primera época es que nunca olvidan la dimensión política y los efectos ideológicos de las películas. Como tantas otras cosas, esa manera de abordar las películas no es exclusiva tuya, sino que la compartes con el resto de la redacción de la revista. Siempre suelo decir que uno de los aspectos que más me gusta de Contracampo es que tiene una línea editorial bien marcada y, en buena medida, compartida por todos sus colaboradores. Aunque también es verdad que, como siempre, la voz de cada uno de los redactores de la revista tiene también un timbre personal, una sonoridad propia. El interés de la revista por los efectos ideológicos viene –como explicaste tú mismo en un capítulo titulado “El fondo del aire es rojo: cine/ideología/política en el entorno de mayo de 1968” que escribiste en 1988– de los Cahiers y de aquel artículo (excelente, por cierto) de Comolli y Narboni cuyo título recuerda, y no por casualidad, al de tu capítulo: “Cinéma/Idéologie/Critique”. Dicho de otra manera y yendo, sin duda, demasiado deprisa, a Contracampo le interesan la dimensión política del hecho cinematográfico y los efectos ideológicos de las películas porque es hijo de su tiempo. Los redactores de la revista sois, en cierta medida, hijos de mayo del 68 y de todos sus debates teóricos y políticos y os habéis hecho adultos en una época (la que va de los estertores de la Dictadura a los primeros compases de la Democracia), en la que la política está en el “aire de los tiempos”. Y esto se nota también en otras revistas de la época. Por ejemplo, en Cinema 2002 e, incluso, en algunos textos de Dirigido por. Pero a partir de mediados de los ochenta, puede que incluso antes, entramos en un periodo que llega hasta nuestros días en el que el problema de la ideología desaparece completamente de las revistas de cine. Esto se percibe, incluso, aunque con matices, en vuestros textos de la segunda época de Contracampo. En vuestro caso creo que esto se explica porque la revista a partir de 1984 comienza a renunciar a la actualidad y en cierta medida a aquella parte de su discurso (la que atendía al “hecho cinematográfico”) que era la que le vinculaba de una manera más clara con la realidad política de su tiempo. Se da la circunstancia añadida de que algunos de los redactores de la revista se convierten por aquel entonces en profesores universitarios y sus dinámicas de trabajo dejan, en consecuencia, de estar condicionadas por las urgencias de la actualidad y me da la impresión de que eso aleja su práctica crítica del terreno de la intervención política. Al menos, de esa política de combate y trinchera que caracteriza al primer Contracampo y que lo mismo se traduce en un texto breve que denuncia las pésimas condiciones en que se exhibe un filme en un cine concreto que en la organización de un debate para reflexionar sobre las implicaciones de la retransmisión televisiva del 23F. ¿De qué manera hace cuentas tu trabajo posterior con esa dimensión política que está muy presente, como digo, en tus años de Contracampo?
A la vejez viruelas. Como veremos más adelante el encuentro con algunos cineastas actuales me ha hecho volver a pensar y, no sé en qué medida actualizar, viejas posiciones. O al menos es algo que me gustaría creer. Es verdad que durante muchos años me he dedicado a desentrañar cómo funcionan las películas, coincidiendo con mi cada vez mayor implicación docente, hecho que afectó también a Contracampo. En la medida en que una parte importante de los que la hacíamos éramos profesores universitarios pensamos (equivocadamente) que una mayor relación con la academia podía repercutir de forma positiva a la hora de ampliar las bases lectoras de la revista. No éramos capaces de percibir que el interés por lo que entonces se llamaba el “audiovisual” iba a desembocar en un puro acercamiento utilitario a las distintas derivas tecnológicas de la imagen sin que muchos entendiesen lo que el cine (cierto cine, seamos serios) podía ofrecer de resistencia ante el diluvio que nos venía encima de imágenes cada vez más banales y narcisistas. La implantación masiva de Internet acabó de cambiar las preguntas que había que hacer, obligando a volver a pensar el papel y el lugar del cine en el nuevo ecosistema comunicativo. Dicho rápidamente, el interés por la imagen pasó de su comprensión y desentrañamiento a cómo gestionarla para hacerla rentable.
Volviendo un par de pasos hacia atrás (esperamos que para luego poder dar al menos uno hacia adelante) el interés en entender y ser capaz de explicar para que otros entendieran cómo les hablaban los filmes, podía parecer apartado de la política ya que a veces los ejemplos manejados no eran obras de temática explícitamente “política”. Y para algunos si la política (en su dimensión más utilitaria) no está claramente señalada no existe. Me parece que en esto el tiempo ha dado la razón a mi manera de trabajar aunque no pueda vanagloriarme de haber convencido a mucha gente de que no hay nada más importante que conocer con pelos y señales cómo se nos manipula, entendida la palabra manipulación en el sentido estrictamente semiótico de la misma, como un hacer hacer. No se me ocurre mejor referencia que aludir a las ideas de Gadamer cuando señala que entender un texto es desentrañar la pregunta de la que es respuesta, en la medida en que su sentido no está en su literalidad sino en la perspectiva que abre esa pregunta, todos esos espacios conceptuales y reales hacia los que apunta. Todo un programa de trabajo sobre el que se puede y debe volver. Además, siempre me he llevado de uñas con ese pensamiento (por llamarlo de alguna manera) al que se le caen de la boca, hablando de cualquier cosa, palabras como “fascismo” o “genocidio” para nombrar problemas que, de esta forma, acaban sin entenderse en su verdadera manera de funcionar. Nada hay más tranquilizador que tener un vocablo arrojadizo listo para ser utilizado. Vistas las cosas así, creo que mi trabajo ha sido siempre político, aunque a veces no lo pareciera y a alguno le haya podido parecer incluso reaccionario. Pero como también creo en la división del trabajo y soy muy consciente de que trabajo sobre hombros de gigantes, debo decir que lo que he intentado hacer, con mayor o menor fortuna, es algo muy modesto: no se trata de impartir lecciones de política al uso, ni de agitar espantapájaros vistosos, sino de fabricar (mejor habría que hablar de contribuir a afinar) un modesto instrumental que nos ayude a no quedarnos con la boca abierta ante cualquier tontería proferida desde las instancias del poder establecido. Que, por cierto, no siempre residen donde parece. Los mandarines están en cualquier lado, casi siempre disfrazados de benefactores de los oprimidos, como bien ha aprendido la gente de mi generación.
Pero no quiero irme por los cerros de Úbeda. Da la impresión que hoy más que nunca la crítica universitaria es extraordinariamente política. No estoy tan seguro de esto. En este sentido los efectos del estallido del sujeto y la explosión del culto exacerbado a la diferencia (inaugurado en el territorio conceptual por el llamado pos-estructuralismo) se visten con hábitos cómo el de la post-política, multiplicando los estudios de tipo sectorial para mejor perder de vista la globalidad de los problemas y abismarse en lo singular y específico, en lo que nos separa y no en lo que nos une. Confundiendo la identificación de problemas, sin duda muchas veces reales (la condición subalterna de la mujer en el mundo, los problemas de los pueblos indígenas en muchas partes del mismo, las formas de la sexualidad y el respeto que se les deben, el rol que juegan las religiones en el atraso de muchas sociedades, etc.) con que cada uno necesite una teoría específica para pensarlo. Por si este problema no fuera grande, se le añade la afirmación, probablemente interesada, de la irreductibilidad insalvable de las diferencias culturales. El resultado (ya sé que voy demasiado rápido) conduce a un fracaso epistemológico que se reconduce a diario con una nueva segmentación de los problemas que afectan al ser humano. Acabo de enterarme hace unos días del nacimiento de una nueva opción que se postula como teórica (me temo que la noción subyacente a este uso de la palabra “teoría” nada tiene que ver con la que manejamos nosotros, suponiendo que tenga algún contenido) nombrada con la horrible expresión de “estudios etarios” (se ocupan de las discriminaciones por motivos de edad) y que supongo recubre el intento de búsqueda de un lugar al sol para un nuevo chiringuito universitario como hay tantos nacidos con el pretexto de dar innovadoras perspectivas a muy viejos (y nunca mejor empleada, en este caso concreto, la expresión) problemas. Solo se me ocurre como terapia la lectura intensiva de un libro no demasiado extenso: Sapiens de Yuval Noah Harari.
Curiosamente esta manera de ver las cosas (los más listos ya llevan tiempo reivindicando la denominación de post-política) conduce a la disolución de las luchas políticas sumergidas en una explosión de reivindicaciones cada vez más sectorializadas y a la carta, perdiendo de vista la dimensión global de los problemas que afectan a nuestras sociedades. En el fondo no son sino una muestra del poder de corrosión de un individualismo y un narcisismo feroces que solo buscan obtener satisfacciones lo más individualizadas posibles diluyendo cualquier patrimonio compartido entre los seres humanos. Yo, mi, me, conmigo.
Retorno al cine tras esta excursión improvisada con un asunto que conoces bien y que me permite enlazar con la apertura de esta respuesta. [...]
Imagen portada: Santos Zunzunegui ante la tumba de Yasujiro Ozu
Leer