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Decías antes que a los dieciséis años ya tenías claro que querías dedicarte a algo relacionado con el cine. La salida más obvia por aquel entonces era, claro está, dirigir películas. Es por eso que, como otros muchos cinéfilos de tu generación, te planteas ingresar en la Escuela Oficial de Cinematografía de Madrid (EOC) pero encuentras cierta resistencia en tu familia. El acuerdo al que llegáis, corrígeme si me equivoco, es que primero terminarías las carreras de Ciencias Económicas y Derecho en Deusto y después, si todavía seguías interesado, podrías presentarte al examen de ingreso de la EOC. El caso es que al terminar los estudios universitarios sigues queriendo ser director de cine y te presentas al examen, como hizo también, por cierto, Paulino Viota. Finalmente, ninguno de los dos sois admitidos y, en tu caso, es ahí donde comienza a cerrarse una vía que de todos modos sí que acabará teniendo cierto recorrido. Me refiero a tu colaboración en algunos de los primeros proyectos de Viota como cineasta. Aunque en alguno de estos trabajos figuras como guionista (por ejemplo, en Contactos) me consta que tu participación en esta primera etapa de la obra de Viota fue bastante más allá. Casi se podría decir que el germen del que brotan y la concepción final de algunos de estos trabajos (tal sería el caso, por ejemplo, de Duración) es esa suerte de conversación ininterrumpida que mantenéis desde que os conocisteis en el Salón San Vicente.
Todo lo que cuentas fue así. Visto en términos retrospectivos entiendo la desconfianza de mi familia que, cómo es lógico, veían mi vocación cinematográfica como una forma poco segura de ganarse la vida. Fracasado el intento de entrar en la EOC –a la que, por cierto, poco antes había accedido un antiguo compañero de colegio, José Ángel Rebolledo algo mayor que yo y que conocerá una carrera cinematográfica y docente dilatada, y que también estuvo implicado en alguno de los filmes de Viota– me encontré en una situación similar a la del personaje del relato kafkiano “Ante la Ley”. Relato que conocía muy bien porque Welles lo utilizó como prólogo para su versión de El proceso: se había cerrado definitivamente la única puerta que estaba destinada para mí. Lo que sucedió entonces es que conseguí una beca para estudiar economía en París durante un año a partir de septiembre de 1970, y entre mi doble licenciatura en 1969 y ese momento se produjo el punto álgido de mi relación cinematográfica con Paulino. De hecho, cuando le conocí estaba metido de hoz y coz en el rodaje de Fin de un invierno (que se proyectaría en el Festival de Cine Documental y de Cortometraje de Bilbao de 1968). Recuerdo que invertí una parte importante de mi tiempo discutiendo con él determinados aspectos de esta película, alguno de cuyos planos se rodaron en Bilbao.
Con todo, el momento decisivo se sitúa en los últimos meses de 1969 y los primeros de 1970 cuando Paulino, ya instalado en Madrid, se embarca, con financiación familiar, en un proyecto de largometraje de ficción con guion de su primo Javier Vega, quien había sido y continuaría siendo luego uno de sus cómplices más fieles. Manteníamos un contacto estrecho vía epistolar (Paulino conserva en sus archivos personales algunos restos de este diálogo) en buena medida destinado a dar forma al filme que luego se llamaría Contactos, proyecto en el que siempre me sentí implicado de forma directa pese a la distancia física.
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Como en el caso primero mi participación en el proyecto, del que resultó una película suficientemente glosada en los últimos años (lo mismo en España que en el extranjero) tras un eclipse que parece ha quedado definitivamente de lado para siempre, se realizó no diré en los márgenes del mismo pero sí en su periferia y a distancia. Mientras se rodaba el filme en Madrid, yo seguía intentando cerrar mis obligaciones académicas con la Universidad Comercial y mi forma de participación en su concepción se realizó por vía epistolar. Toda una serie de cartas (en los meses recientes al momento en que escribo estas líneas he vuelto a leer alguna de esas misivas escritas hace ya cincuenta años) en las que, a veces de forma esquemática, se hacían propuestas y sugerencias que luego Paulino aclimataba a su particular manera de ver el cine, mezclándolas con las realizadas por Javier Vega o nuestro común amigo José Ángel Rebolledo, cómplice fundamental en la operación en marcha.
No glosaré el filme tal y como existe en la realidad porque hay, a estas alturas, abundante bibliografía sobre el tema, sino que me limitaré a acotar desde dónde surgían las ideas que yo proponía para su posible inclusión en la película. Como ya he escrito más arriba, compartía con Paulino la admiración por las ideas de Oteiza, la fascinación por la materialidad del objeto fílmico tal y como, al menos para mí, se había hecho evidente tras la lectura de Noël Burch (sí, ya lo sé, hace tiempo que el crítico abjuró de su “formalismo”, pero como pasó con Galileo, nada de este arrepentimiento quita un ápice de valor a su trabajo) y, por último, la pasión compartida por las obras de Malevich (recordemos la noción de “unidad Malevich” acuñada por Oteiza) y Mondrian. Si desde el momento actual trato de reconstruir la idea que me iba haciendo de Contactos a medida que el intercambio epistolar avanzaba y la película iba cobrando forma lejos de mi alcance, no puedo menos que señalar que para mí la película debía tener algo de esa geometría a un tiempo rigurosa y ascética que admiraba en la pintura de Mondrian, pero en la que se podía palpar la materialidad de un trabajo manual extraordinariamente paciente. Los 33 planos que acabaron componiendo Contactos debían ser como esas pequeñas celdillas que Mondrian trazaba sobre la superficie de sus lienzos: piezas de un ensamblaje perfectamente estructurado en el que se declinaban infinitas posibilidades combinatorias en una sola forma perfecta y definitiva. A lo que habría que añadir una idea de la que entonces no era suficientemente consciente: la noción de plano-secuencia tan traída y llevada en todos los estudios sobre Contactos, estaba presente en mi cabeza de una manera muy distinta a la convencional (repito, estoy hablando de lo que yo pensaba o pienso, para bien o para mal). Hoy sustituiría (cuando releo ese documento llamado de una forma tan absolutista como pedante Cinema y que lleva fecha del 20 de enero de 1970) esa noción de plano-secuencia por la que acuñó Jean-Marie Straub al hablar de plano bioscópico (cualquier plano cinematográfico no es sino un bloque, de mayor o menor duración, de espacio-tiempo). Lo importante no es la “larga duración” del llamado plano secuencia sino la posibilidad de combinar imágenes de distinta duración. Por la sencilla razón que cualquier plano cinematográfico es un plano-secuencia. No hace falta decirlo, para mí entonces (y me temo que ahora lo sigue siendo) el cine era cosa mentale [...]
Imagen portada: Santos Zunzunegui ante la tumba de Yasujiro Ozu
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