[...]
"Así pues, no era solo por mimetismo esnob que compraba los Cahiers desde hacía dos años y compartía boquiabierto sus comentarios con un compañero –Claude D. – del liceo Voltaire. No era mero capricho si, a principios de cada mes, pegaba mi nariz a la vidriera de una modesta librería de la Avenue de la République. Bastaba que, bajo la banda amarilla, la foto en blanco y negro de la portada de los Cahiers hubiera cambiado para que me diera un vuelco al corazón. Pero no quería que fuera el librero quien me dijera si la revista había salido o no. Quería descubrirlo por mí mismo y pedirla fríamente, con voz neutra, como si se tratara de un cuaderno borrador. En cuanto a la idea de suscribirme, jamás se me pasó por la cabeza: me gustaba esa espera exasperada”. Sé, porque lo has contado en alguna ocasión, que tu relación juvenil con los Cahiers se parece bastante a esta que describe Serge Daney en Perseverancia.
Como es lógico mi caso replica en el fondo la experiencia de Daney con las modificaciones esperables de la situación de un joven cinéfilo español de provincias cuya probabilidad de ver muchos de los filmes que se jaleaban en Cahiers du cinéma era escasa cuando no nula. Para mí la escena se organiza a partir de la impaciente espera del correo que una vez al mes me traía desde la lejana París el ejemplar de los Cahiers. A partir de ahí, escrutar las referencias a filmes accesibles (los menos) y fabular en torno a los que quedaban fuera de mi órbita (los más). Hay que indicar que para entonces mis padres, visto el cariz que comenzaba a tomar mi afición y como era un muy buen estudiante que había ingresado con beca en la muy prestigiosa Universidad Comercial de Deusto gerenciada (esta es la palabra exacta) por los Jesuitas, me pagaron una suscripción a la revista. Suscripción que vino a coincidir, con unos pocos meses de diferencia, con el momento en que la misma daba un giro que era a un tiempo tanto de aspecto exterior como de contenido. Estoy aludiendo al periodo que se abre en noviembre de 1964 cuando los nuevos jóvenes que tomaban a su cargo la gestión práctica de la revista (de manera muy especial, Jean-Louis Comolli, pronto convertido en Redactor Jefe, y Jean Narboni) auspiciaron una mesa redonda sobre el cine americano incluida en el nº 172 (noviembre de 1965) de la revista (número que se abría con una bella cita de René Char que no podía ser ignorada: “En fin, si tu détruis, que ce soit avec des outils nuptiaux” / “Por eso, si destruyes, que sea con utillaje nupcial”) con el objetivo de cuestionar las dos nociones claves que habían servido de ariete para la “nueva crítica” que se había incubado durante los años cincuenta: la noción de mise en scène y la politique des auteurs. Varias razones sostenían este viraje. Simplificando un poco, diríamos que estábamos ante el fin de la trayectoria de los grandes maestros del cine que alcanzaban en esos años el estadio terminal de su periplo creativo, frente a la crisis del cine americano considerado en su conjunto y, last but not least, en presencia de la emergencia por todo el mundo de ese fenómeno que se iba a conocer como “nuevos cines” y del que, precisamente, la Nouvelle Vague, cuyo núcleo duro lo formaban cineastas que habían velado sus armas como críticos en la propia Cahiers, se iba a convertir en su expresión más visible.
Lo que quiere decir que el establecimiento de mi contacto directo y continuado con los Cahiers se produce en plena mutación de los intereses de la revista. Creo que esto es interesante porque tiene una consecuencia que, pensada en términos retroactivos, quizás explique algunos aspectos de mi forma de acercarme al cine. Lo que quiero decir es que soy hijo directo de esa idea que aparecía en la mesa redonda antes aludida (“no hay que dejar de acompañar al cine en su descubrimiento de sí mismo”) y que me obliga a hacer cuentas directas con lo nuevo sin que esto suponga en absoluto renunciar a explorar, por mi cuenta y riesgo, lo que hasta entonces había venido siendo la doxa cinefílica construida por los Cahiers amarillos, lo viejo. De hecho, cuando iba repasando el “panteón” de cineastas que habían sido jaleados por la “política de los autores”, me veía en la obligación de ver si era posible trazar una línea directa entre esos cineastas y los jóvenes que venían a sustituirles. No quiero quitar importancia en este trayecto a mi visionado televisivo de Crónica de Ana Magdalena Bach que, entre otras virtudes posee la de señalar de forma clara y meridiana (hay que saber mirar el filme o, al menos, hacerlo sin prejuicios) los problemas de la filiación entre cineastas: no ver en el cine de Straub la huella de alguien como Griffith o como John Ford, impide reconocer que tras cualquier ruptura (ya lo señaló Octavio Paz) se esconde una forma de restauración.
“Por otra parte, el cine es un lenguaje”, había señalado Bazin en 1945. Y ahora esto comenzaba a tener efectos prácticos en la revista. Ya en los últimos Cahiers amarillos, bajo el ala protectora de Jacques Rivette, la revista había [...]
Imagen portada: Santos Zunzunegui ante la tumba de Yasujiro Ozu
Leer