EL GRITO DE LAS IMÁGENES
«Para abrir los ojos, hay que saber cerrarlos. El ojo siempre abierto es un ojo seco. Para mirar bien, nos son precisas –paradoja de la experiencia-, todas nuestras lágrimas[…]. Conocer una imagen es convertir en inteligible una experiencia sensible»
Las imágenes gritan, se quejan, muestran los lamentos, la angustia, la desesperación, el duelo; si lo hacen por sí mismas, Georges Didi-Huberman (Saint Étienne, 1953) las hace hablar, gritar y expresarse con más intensidad si cabe, dejando clara su habilidad que, recurriendo a una comparación frutícola, sería la de quien usa un exprimelimones con tal apretura que alcanza hasta lo blanco que recubre el fruto, y lo hace ampliando su mirada a los detalles más nimios, pero esenciales para la interpretación, además de buscando apoyo en un sin fin de pensadores de la imagen, de la política y la comunicación; verdaderas lecciones de lectura de imágenes. Es obvio que las imágenes no son inocentes (la elección del objeto y el encuadre ya son política) y la representación comunica o elude la comunicación según los casos y las intenciones de quienes las muestran y cómo lo hacen. No es la primera vez que el historiador del arte, teórico de la imagen y profesor en la parisina École des Hautes Études en Sciences Sociales, deja constancia de su erudición y su puntillosidad al enfocar las imágenes imbricándolas con la realidad política en la que surgen. Tal empresa hace tiempo que la lleva adelante y de ello he dado cuenta en anteriores ocasiones.
La Asociación Shangrila sigue con la encomiable tarea de presentar en castellano las obras del pensador, tocándole ahora el turno a «Ninfa dolorosa. Ensayo sobre la memoria de un gesto», obra que no da descanso al lector, manteniendo el pulso a lo largo de trescientas páginas pasadas, sin que ninguna de ella pueda ser considerada de relleno, en todas ellas se encuentra miga, materia de rumia y cruce de informaciones, deudoras de diferentes especialidades que van desde lo comunicacional, lo cinematográfico, lo artístico, lo iconográfico, hasta lo histórico, pasando por lo sociológico y lo antropológico. Como es hábito en las obras del autor, las ilustraciones abundan -en la presente ocasión ochenta-, imágenes de cuadros, esculturas, fotografías, cintas fílmicas, que acompañan al discurso de Didi-Huberman, y que en el caso de los editores, marca de la casa, cuidan estas reproducciones con mimo y fidelidad.
Bajo el manto de las ninfas, y continuando la búsqueda de Aby Warburg acerca de tales personajes míticos, esos seres dotados de espíritu divino en la mitología griega, su presencia es constatada y rastreada en diferentes épocas de la historia del arte por Didi-Huberman. Si ya anteriormente había dado cuenta de los diferentes disfraces, o rostros -podría hablarse de advocaciones-, adoptados en su maleabilidad: fluida, moderna, profunda, y… ahora dolorosa. No es tarea fácil dar cuenta de lo que el libro expone y no por que carezca de importancia sino, al contrario, por el exceso de información y de los enfoques poliédricos que ofrece respondiendo a una mirada que por momentos deviene caleidoscópica.
Georges Didi-Huberman nos sitúa en Kosovo, allá en los Balcanes término que según se nos cuenta, que se cuenta en el lugar, tiene su origen en dos palabras turcas que significan sangre y miel (acritud que era resaltada por Ismail Kadaré en su relatos kosovares; de cuyos relatos, por cierto el autor ofrece unos lúcidos análisis), escenario que de uno u otro modo no será abandonado, y la escena de unas mujeres, captada por una fotografía por Georges Mérillon, mujeres que lloran ante un cadáver, el del hijo, hermano, esposo…la obra de 1990 lleva el título de la Pietà de Kosovo, fotografía que habiendo sigo encargada por el Times al final no la publicó, siendo publicada más tarde por otra publicación y siendo premiada con el World Press Prize al año siguiente; la obra que dio pie a no pocos comentarios e interpretaciones, al tiempo que alimentó la creación de otros artistas como Pascal Convert que transformó la foto en escultura. El gesto de las mujeres va a abrir la puerta al estudio del gesto y de su permanencia a lo largo del tiempo, a su duración, como marca o huella de un tiempo, de un lugar y de unos hechos. El autor se detiene en la utilización y la dosificación de las imágenes que se realiza en momentos de conflicto bélico, que convierte este terreno en otra arma que completa la que se libra en los campos de batalla: balanceo entre dos polos, demasiado cerca o demasiado lejos, desde la sobreexposición a las imágenes fugaces y/o centradas en un solo personaje, o en un cúmulo de ruinas de las que se sustrae la presencia humana, como cierta forma de negacionismo de la realidad, deshumanizándola y escorando la mirada al trampear lo visible y convertir en invisible la magnitud de la tragedia. Imágenes que en su escore pueden provocar o bien un fogonazo que alcanza únicamente al pathos de los sentimientos, resultando así su huella fugaz, o provocando en el espectador cierto sentimiento de impotencia y pasividad, de la que habla Giorgio Agamben (indignado pero impotente), logrando una despersonalización impulsada por los avances técnicos que originan un desplazamiento de los acontecimientos en los ojos del espectador, como señalasen Gilles Deleuze y Félix Guattari. La habitual presencia de sangre y fuego en las pantallas que nos rodean provocan cierta insensibilidad, fomentando el espíritu de derrota y de desafección de la que hablase Bernard Stiegler. En el terreno de la representación fotográfica o artística se corre el peligro de la estetización del desastre, de su embellecimiento, riesgo que tanto preocupó a los supervivientes de los lager nacionalsocialistas a la hora de dar testimonio de la experiencia concentracionaria.
Si señalaba líneas arriba que Kosovo, y la guerra que allá se libró, da ña señal de salida, las escenas y su estudio se amplían a otros horizontes y casos, en lo que hace al tiempo y lugar – la Shoah, Argelia, Afganistán, Chechenia, Ruanda, Irak…- y así somos llevados a visitar los Desastres de Goya, u otras representaciones bélicas de reporteros varios a los que no solamente se presta espacio a la presencia de su obra sino también a sus palabras que explican la óptica adoptada en su quehacer (Robert Capa, Sebastiâo Salgado, Stanley Greene, Arget, August Sanders, Raymond Depardon, Luc Delahaye etc.); sin olvidar a Antígona y su grito rebelde en pos de la justicia (gesto mantenido, y repetido, por la hermana del asesinado, Aferdita, que enterró la peligrosa imagen, de la pietà kosovar, mientras escapaba de las milicias serbias). Occidente o Oriente son visitados, el cristianismo y el islam, el modelo trágico y las maneras adoptadas en lo que hace a la expresión del sufrimiento en los textos bíblicos (detallando y comparando los diferentes rituales en diferentes áreas culturales en el penúltimo capítulo de manera especial: , dando cabida a las diferentes formas que adopta el llanto, la compasión, o la indiferencia, que provocan, en un balanceo que combina el sueño (Traum) y el trauma en la guerra de imágenes que se libra, y que hace que algunos reporteros tras su experiencia en primera línea de combate, ya sea en Vietnam o en otras zonas de conflicto, se retirasen a otras formas de exposición más benignas y placenteras.
El tiempo y su permanencia es también analizado, como factor que hace que las imágenes dejen una huella profunda o que solo afecten al momento de primera observación, al depender de su inmediatez; Georges Didi-Huberman no olvida Kosovo y la guerra que se desarrolló en los años noventa y entra en temas acerca de las diferencias que allá se daban ante la pretensión por parte de algunos de imponer un relato genealógico común, lo que originó un abismo entre diferentes y sus diversas maneras de interpretar los orígenes, cada cual barriendo para su casa e intentado que el relato coincidiese con la genealogía que se arrogaban las partes, reclamando unos derechos históricos y unas fronteras que respondiesen a un supuesto pasado que había sido luego contaminado por diferentes migraciones.
Y la travesía va de las imágenes a los hombres de carne y hueso que a veces se ausentan en las imágenes televisivas como si se estuviesen ante un inocuo videojuego, a sus dolores y lamentos y la capacidad de contagio que estos puedan originar en los espectadores siempre que éstos estén dotados de criterios morales, en principio todos los humanos lo estamos, sentimientos que llamen, a la compasión, a la solidaridad, a buscar el bienestar y la felicidad de los otros, en vez de provocarles el mal y el crimen, más allá de las proclamas del marques de Sade. Y las páginas son recorridas con la constatación de la potencia desubicadora de las imágenes aisladas, que en su proliferación, deja de lado a los hombres, mujeres y niños, limitando su efecto a retales, a pequeños extractos de realidad haciendo que los árboles no nos dejen ver el bosque en esta sociedad del espectáculo y el simulacro; Guy Debord y Jean Baudrillard al apoyo. Y el autor nos conduce del nivel propio de la crisis de imágenes a las imágenes de la crisis, evitando que la compasión empañe la información, nos invita a implicarnos en el dolor de los seres que se lamentan, que expresan su dolor y su duelo, manteniendo la mirada en los ojos llorosos que son expresión de unas situaciones, esos ojos que reclaman nuestra atención y que han de convertir el lamento en trampolín para la sublevación, en ese mundo común que es tanto el de los que lloran como el de los espectadores que ven sus lágrimas.
No me importa repetirme al subrayar que las derivas del libro nos llevan por las esferas de la estética, la ética, la política y la antropología, lo psíquico y lo literario, y el apoyo de, además de los ya nombrados, Walter Benjamin, Bertolt Brecht, Friedrich Schiller, Jacques Derrida, Hannah Arendt, Theodor W. Adorno, Georges Bataille, Luc y Christian Boltanski, Ignacio Ramonet, Sigmund Freud, Georges Simmel, Hans Blumemberg Carl Schmitt, Roland Barthes, Jacques Rancière, Jean-Luc Godard, Michel Foucault, Émile Zola, Gustave Flaubert, Victor Hugo, Franza Kafka, y un larguísimo etcétera, sin que falten ciertos ajustes de cuentas o puntualizaciones con Susan Sontag, Samuel Hungtinton, Paul Virilio, o…y la profusión de imágenes que van de los retratos kosovares a los llantos del Cristo yacente de Bellini, u otras escenas de dolor como las de Giotto, Niccolò dell´Arca, de Caravaggio, Donatello, el Gernika de Picasso, reproducciones de los Bilderatlas de Warburg, el Potemkin de Eisenstein, escenas de mujeres enlutadas hispanas y/o italianas, o vasijas, cartelería, fotografías, o lápidas funerarias que dan fe de la presencia y memoria del gesto analizado.
Me permito concluir, a pesar de lo limitado del empeño ante la amplitud rizomática abarcada en la obra, nombrando los apartados del libro, con la pretensión, admito que vana o incompleta, de dar una idea de las diferentes etapas de la travesía recorrida por Georges Didi-Huberman: Pietà de Kosovo o cómo construir una duración, Imágenes de crisis, o cómo desplegar un acontecimiento, Cuerpos de dolor, o cómo responder a un muerto, Gestos reminiscentes, o cómo transmitir un origen, Velos del duelo, o cómo proteger una desaparición, Relatos de sufrimiento, o cómo compartir una genealogía, Protestas de mujeres, o cómo sublevar la política y Queja, pregunta, poema.
Recorrido al que se pone punto final con una aclaración de Adorno (el paso de la escritura de Paul Celan ocupó su lugar en ello), ante su manida afirmación post-Auschwitz, frase entresacada,…«Estoy dispuesto a conceder que, de la misma manera que dije que ya no podían escribirse poemas después de Auschwitz -fórmula con la que quería indicar que la cultura resucitada me parecía hueca-, debemos decir también que hay que escribir poemas, en el sentido en el que Hegel explica, en la Estética, que mientras exista una conciencia del sufrimiento entre los hombres también debe existir el arte como forma objetiva de esa conciencia».