Botonera

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21.11.21

XIV. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




EYES WIDE SHUT, LA NOCHE ENMASCARADA


MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ


Eyes White Shut (Stanley Kubrick, 1999)



La primera imagen de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) encuadra un plano lejano y fijo en el que vemos de espaldas el cuerpo perfecto de Nicole Kidman, mientras se desprende ante el espejo de un vestido bajo el que no lleva ropa interior. La película exhibe así intenciones metafóricas, aunque el sentido de sus metáforas sea esquivo y enigmático. 

Desde ese instante, sin contemplaciones ni distracción alguna, se nos sugiere que la película tratará de personajes que se obligan a contemplarse desnudos ante las imágenes, deformadoras en ocasiones, que los espejos les devuelven. 

Solo un rótulo de contundente tamaño, con el título de la película, separa ese plano fijo de otro en movimiento que acompaña al doctor Hardford (Tom Cruise) por las estancias de su confortable y elegante piso. También la primera vez que lo vemos a él es de espaldas. Mira por una de las ventanas, como si fisgoneara algo que ocurre en la calle, lo que nos adelanta el tortuoso camino que lo conducirá desde los protectores interiores neoyorquinos hasta las calles invernales, frías y desapacibles, en las que buscará experiencias novedosas para su moral pacata. La iluminación que se filtra del alumbrado exterior es azulada, gélida, impotente, aunque enmarcando el cuadrado de la ventana, como un convenido escenario doméstico, hay una cortina roja, recogida a los lados con alzapaños. Un momento antes hemos visto el cuerpo de su mujer acariciado por una luz rojiza. El cromatismo esencial sugiere las pulsiones respectivas de la pareja y la distancia simbólica de su relación. 

En esas primeras escenas, Kubrick dispone detalles en la puesta en escena que interrelacionan, que encadenan a los dos miembros del matrimonio. En el citado primer plano de la película, a los pies de la señora Harford, extrañamente colocadas para que las veamos aunque parezcan pasar desapercibidas, hay dos raquetas apoyadas en la pared, junto al espejo, con empuñaduras de distintos colores que nos hacen pensar en un mundo de aficiones compartidas, en el triunfo de una armonía doméstica. El doctor Harford, por su parte, busca su cartera en distintos muebles y le pregunta a ella, a voces: ¿puede su mujer darle lo que él necesita? Poco después, ambos comparten baño, vestidos de fiesta. Ella está sentada en el inodoro, limpiándose entre las piernas con papel higiénico, lo que introduce matices terrenales en su aprendida sofisticación de clase acomodada. 

Lo primero que hemos visto son los ritos del matrimonio. 

Y los dos, tras dejar a su hija a cargo de una niñera, abandonan juntos el apartamento, bellos y dominadores de la escena: un matrimonio perfecto dispuesto a deslumbrar en la fiesta de los Ziegler y a lucir su exitosa conexión conyugal. 

Eyes Wide Shut saqueará toda esa confianza mutua y dejará a sus personajes a la intemperie. Durante una profunda noche interior, el doctor Harford −modelo de frialdad profesional, que nunca confundiría el trato a sus pacientes con el deseo, aunque no tardamos en intuir que es igualmente gélido en su vida marital− recorrerá las calles de Nueva York y vivirá distintas situaciones sexuales, que él buscará sin llegar a quererlas, de las que se alejará siempre cuando por fin le son ofrecidos los placeres que conllevan, en un repetido rechazo de la tentación quimérica, del cáliz pecaminoso, porque la noche del doctor Harford no es oscura, del alma, sino un rito teatral con el que busca la voladura controlada de su matrimonio, la escenificación masculina de la acusación marital, el «tú lo has querido» y «los celos me llevaron hasta aquí». 

Sentimos un placer fáustico cuando se nos da la oportunidad de seguir de cerca a un personaje en un viaje nocturno. Que hunda su cuerpo en aguas fangosas y que siete plagas agujereen sus camisas de seda. Podemos asistir a su degradación sin que nada de la suciedad que a él lo ahoga llegue a provocar un mínimo temblor en nuestra respiración. 

Nos encanta acompañar la ruina [...]





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