LA ESCRITURA, LO APOCALÍPTICO, LA VIDA.
TRES NOTAS SOBRE WITTGENSTEIN
Andrei Tarkovski, Sacrificio, 1986
1. El libro quemado.
“La felicidad de quemar no es inferior a la de publicar”, escribió Byron el 9 de enero de 1821, después de arrojar al fuego una de sus obras. Se sabe que Kleist quemó algunos de sus manuscritos, entre ellos varios dramas y una novela de dos tomos. Conocemos también el caso de Gogol, con la segunda parte de Almas muertas, y, claro, la recomendación final de Kafka. De la época anterior a la I Guerra Mundial no se conserva ninguno de los diarios del joven Ludwig Wittgenstein, y parece que existían muchos. Quizá fueron destruidos en 1919, por expresa indicación suya a Russell. Hubo, también, una última destrucción de manuscritos el año anterior a la muerte del filósofo. Algunos cuadernos se salvaron porque no se hallaban con Wittgenstein en Viena. Ese feroz, inhumano trabajo de negación sobre sí mismo, la voluntad tan violenta de borrar sus huellas, persiguió al autor del Tractatus a lo largo de toda su vida. En 1937, por ejemplo, todavía se prescribe a sí mismo: “Hay que demoler el edificio de tu orgullo. Y esto exige un trabajo terrible”. Da la sensación de que, como sucede en la conocida secuencia de la película Sacrificio de Tarkovski, el filósofo debe destruir su intimidad, erigida en la forma de una edificación personal –su casa, el edificio que su orgullo ha levantado– para alcanzar la ansiada liberación, el comenzar, acaso, desde cero, y la imposibilidad, asimismo, de volver atrás.
Con razón, uno de sus biógrafos, McGuinness, llega a comentar que, cuando se leen los cuadernos de notas de Wittgenstein, “siente uno como si escuchara la confesión de un moribundo”. (McGuinness se refiere a los apuntes de guerra, pero el tono agónico de su escritura más personal durará hasta el fin de sus días). La destrucción puede significar, entonces, la liberación máxima, al tiempo que la anulación, tan catártica como definitiva.
En febrero de 1937, sus diarios manifiestan una creciente obsesión por la quema de sus manuscritos. Siente una dependencia –injustificable para él, puesto que no depende de él mismo– con respecto a Dios. Como si todo su trabajo filosófico fuese únicamente un regalo divino, dependiese enteramente de Dios. La sensación de incertidumbre e impotencia alcanza por momentos tintes neuróticos: como tal don, en cualquier instante se le puede negar; o, incluso, se le puede pedir –la misma entidad que produce la donación– el sacrificio, la quema de sus papeles, tal como Dios pidió a Abraham que matase a su hijo Isaac. Parece que la tentación del sacrificio –esta es, por cierto, la expresión que Wittgenstein emplea– es grande, pues constituiría la gran prueba y, en definitiva, la unión precisa y determinante con Dios. “¿Estaría dispuesto a sacrificar mi escrito a Dios?”, llega a preguntarse.
La idea del libro ofrecido a la purificación de las llamas existe con fuerza, como es sabido, en la tradición hassídica. Valente ha comentado, por ejemplo, el caso del gran maestro Rabbi Nahman de Braslaw, que decidió quemar uno de sus libros, que “acaso –escribe el poeta gallego– adquirió así más intensa forma de existencia bajo el nombre de El libro quemado”. En esta tradición, nos cuenta también Valente, la acción de incendiar el libro simboliza la idea de que la autoridad del texto no debe ni puede generar un discurso impositivo o totalitario. “Más aún, en el orden de simbolizaciones de esa misma tradición quemar el libro es restituirlo a una superior naturaleza. Naturaleza ígnea de la palabra: llama. La llama es la forma en que se manifiesta la palabra que visita al justo en la plenitud de la oración, según una imagen frecuente en la tradición de los hassidim. Y, por supuesto, la Tora celeste está escrita en letras de fuego.” (“La memoria del fuego”, en Variaciones sobre el pájaro y la red).
Que, en Wittgenstein, la quema es una acción contra sí mismo, y una prueba de implacable exigencia respecto de sí mismo, también parece claro: “Si no estás dispuesto a sacrificar tu trabajo a algo todavía más alto no tendrá bendición alguna…la vanidad destruye el valor del trabajo”. Así que, de no atreverse a dar ese paso, su vida –cree– se convertiría para siempre en una huida hacia delante. Una farsa.
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