ANOTACIONES PESSOANAS II:
CONTINUA MUDANZA
Pessoa
Cuando Pessoa piensa en las cosas, estas se vuelven quiméricas. En verdad, el poeta rumia su morada, el mundo entero, como si fuesen entes de ficción. Hay algo apocalíptico en estas meditaciones sobre la vanidad de lo levantado por la mano del hombre, incluso del hombre mismo. Una sensación extrema de provisionalidad, pues todo al fin se desvanecerá o caerá: “Todo se me evapora –confiesa Bernardo Soares en el Libro del desasosiego. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo”.
La inanidad de la morada o de la casa también se corresponde, acaso, con la necesidad de apartamiento. Pessoa es por ello un caminante urbano y perpetuo, que encuentra en la anonimia y el leve ajetreo distante de las calles su dominio natural: “Amo –escribe en el Libro del Desasosiego– estas plazuelas solitarias, intercaladas entre calles de poco tránsito, y sin más tránsito, ellas mismas, que las calles. Son claros inútiles, cosas que esperan, entre tumultos distantes”. Pessoa vaga por la ciudad de Lisboa como el flâneur de Baudelaire, “un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito”. Como si tan solo aspirase a vivir de prestado, de pensión en el mundo y dentro de sí mismo, si es que algo de esto último llegase a existir. Su continuo errar por estancias alquiladas acredita –como en el caso del propio Baudelaire, o de un Wittgenstein– una voluntad de no participar; de no tener, en fin, lugar, o hueco o morada, en un mundo tan pleno de irrealidad que quizás ya esté condenado aun antes del Juicio Final. El ojo inquisitivo del poeta –frío e impasible– registra de esta forma una realidad a la cual él mismo no pertenece del todo; en la cual nunca está él como propietario. Un universo que corresponde, como la obra literaria o poética y el sujeto mismo, al orden de los seres que no son, y solo son fingidos. Por momentos, el escritor parece desear el vuelo metafísico definitivo, romper todas las amarras que lo atan al tortuoso muelle de la realidad empírica, escapar a un definitivo afuera: “¡Navío, navío, ven! / Lugre, corbeta, barca, carguero, paquebote, / barco carbonero, velero de mástil, cargado de madera, / barco de pasajeros de todas las naciones más diversas, / tú, navío de todos los navíos, / navío posibilidad de ir embarcado en todos los navíos / indefinidamente, incoherentemente, / a la busca de nada, busca de no buscar, / a la busca solo de partir, / a la busca solo de no ser, / primera muerte posible aun en vida / –y el alejamiento, la distancia, separándonos de nosotros mismos” (Álvaro de Campos). Aunque, como él mismo apunta, siempre acabará por retornar a su ciudad: “¡Sí, ay de mí, que a pesar de todo siempre cogí el tranvía, / –siempre, siempre, siempre. / Siempre regresé a la ciudad, siempre regresé a la ciudad, tras especulaciones y desvíos, / siempre volví con ganas de cenar” [...]
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