Botonera

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21.10.21

XI. "PINTORES DE LA VIDA MODERNA", de Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila 2021




SI SE ABRASA, ES QUE ES AUTÉNTICA.
SOBRE RILKE Y LAS MUÑECAS





[...] las muñecas, esto también parece evidente, simbolizan, asimismo, la orfandad y, en cierto sentido, cada una de ellas encarna –recordemos su falta de descendencia– también el fin de una raza. Son, estos, dos temas que obsesionan al escritor: “Rilke es, como pocos, un autor hijo de una radical orfandad”, afirma, con razón, Eustaquio Barjau. (5) En ese sentido, no puede haber más que una identificación posible entre el poeta y la muñeca: ambos se construyen desde la nada, ambos están hechos de mera negación, y por tanto, ambos han de verse como sospechosos, ausentes de la calidad y la solidez de una auténtica vida. Rilke no dejó de definirse como el último retoño de una larga descendencia, y como tal, alguien cuya inevitable debilidad se debía al hecho de portar una sangre ya muy fatigada. Podría encontrarse aquí una justificación continua para entender sus problemas de adaptación social y, con ello, las innúmeras frustraciones y aprensiones de su existencia. Y también, quizás, la causa última de que aventurase un (falso) árbol genealógico aristocrático: el hecho de pertenecer a un clan de alcurnia y tratar toda su vida con los círculos aristocráticos europeos debía de producir en él, al fin y al cabo, un mínimo sentimiento de pertenencia y seguridad. 

5. Cit. por BARJAU, Eustaquio, Rilke. El autor y su obra, Barcelona: Barcanova, 1981, p.28. Véase también PAU, Antonio, Vida de Rainer Maria Rilke. La belleza y el espanto, Madrid: Trotta, 2007, y  BERMÚDEZ-CAÑETE, Federico, Rilke. Vida y obra, Madrid: Hiperión, 2007. 

Las muñecas, nos dice también el texto, están “sobreprotegidas por sentimientos fingidos y auténticos”. De algún modo, Rilke fue de niño la muñeca de su madre. Sabemos –los Cuadernos de Malte algo dejan transmitir de los extraños juegos a los que la madre sometía al crío– que la progenitora lo vestía de niña, y entonces este había de llamar a la puerta de la habitación de ella y fingir ser Sophie, la hermana muerta que la madre quería recuperar en el muchacho. La madre, pues, trata al hijo como en el fondo hace el niño con la muñeca. Con sentimientos y gestos ambivalentes, en los se cruza el amor con la crueldad, la distancia con el afecto, el fingimiento con la sobreprotección. Ambivalencia es aquí la palabra, incluso yo dividido. Rilke no dejó de rechazar a su madre a lo largo de toda la vida y, al tiempo, de idealizar esa madre que no fue la suya, en la forma de lo que podríamos denominar “las madres de antaño”, las “buenas madres cuyas manos van de las flores a su hijo” que imaginó había habido en su familia, aunque no precisamente en su pasado más inmediato, del que, como decimos, se sentía un desheredado.

Por ello, y al tiempo, la madre idealizada e inexistente ha de ser contemplada como el polo opuesto de la hierática e indiferente muñeca, cuando el poeta –en el Malte– se la imagina reconfortándolo cuando niño: “no tengas miedo, soy yo”. Hay un papel consolador y protector en la madre –que la muñeca, efectivamente, no puede cumplir– que es muy importante en el Malte y que también aparece en las Elegías. Es el papel consolador en las noches pobladas de miedo, en las cuales la sola presencia de la figura materna sirve como pantalla protectora frente a todos los recelos y conspiraciones de la sombra [...]




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