TAL VEZ UN CUENTO RUSO: DIAGHILEV
Le train blue, 1924
Es sabido que, entre los primeros entusiastas de los Ballets Rusos, se encontraba Marcel Proust. El escritor había asistido al estreno de Sherezade, el 4 de junio de 1910. Salió eufórico y entusiasmado por la novedad deslumbrante de un espectáculo que se le antojaba decisivo, crucial como signo de los tiempos que se avecinaban. No se le podían escapar a su sensibilidad, tan aguda, esos nuevos colores de extrema intensidad, chocantes y chillones, las nuevas armonías tonales que ellos propiciaban, o la profunda estilización de unas formas y unos ornamentos que procedían, al parecer, de la revelación de un mundo ignoto, exótico y deslumbrante en lo que tenía, también, de atávico, enigmático y lujurioso: decididamente saturado de Oriente, tal como lo entendían los parisinos de entonces. En mayo de 1913 volverá a repetir la experiencia con algunas de las producciones más emblemáticas de la Compañía, como La siesta de un fauno y La consagración de la primavera. (1) Enseguida apreció el escritor francés el carácter emblemático que los Ballets Rusos habían de tener en relación a una nueva tendencia estética y vital, en realidad con respecto a todo un espíritu de época cuyo carácter revolucionario no dejó de notar. Los Ballets Rusos –llegó a escribir– “en un arte acaso más ficticio que la pintura, realizaron una revolución tan profunda como el impresionismo”. (2)
1. Cfr. OSMA, Guillermo de, Fortuny, Proust y los Ballets Rusos, Barcelona: Elba, 2011.
2. Ibid., p.53.
Tal vez todo el secreto del asunto y de su éxito repose, justamente, en la ficción. Proust, como siempre, lo vio muy bien, al comparar –en la Recherche– el estilo de los decorados de los Ballets Rusos, especialmente los diseñados por la mano de Sert, Bakst y Benois, con los atuendos de su admirado Fortuny. Veía en ambos casos rasgos solares, casi epifánicos: un espíritu de resurrección y jovialidad que sobrevolaba sobre algo, por decir así, fragmentado, misterioso y complementario. Algo que provenía de un tiempo esplendoroso, pero del que había perecido todo; y era eso, justamente, lo que, a su juicio, los dotaba de su intensísima capacidad de evocación. Allí actuaba como una rememoración imaginativa –imaginaria: ficticia, al cabo– de épocas pasadas y de personajes y lugares remotos y, como dijimos, decididamente exóticos. Se ponía en escena un conjunto de materiales y de signos impregnados de ese singular espíritu, lo que no evitaba, sin embargo, que pareciesen tremendamente originales, renovados: innovadores. Tal evocación podría situarse, sin duda, del lado del salto dialéctico benjaminiano, pues al cabo consistía en rememorar algo que, en realidad, estaba por imaginar. Algo desaparecido que, por tanto, se echaba en falta, sin remedio. Pero, por ello mismo, el pasado mitológico o lo inmemorial recreado se juntaba, anacrónicamente, se relacionaba con provecho máximo con el propio esplendor del paisaje, el espíritu y el bullicio de la vida actual metropolitana. No sólo se complementaba con ella: la alimentaba, la vigorizaba en un frenesí de fuerza afirmativa y alegría creadora inédito acaso desde los tiempos de Nietzsche.
Todo en Diaghilev responde a este proceso de encarnación de un universo ucrónico, poderosamente espectral; gestado desde la pérdida, la ausencia o la destrucción, tal vez incluso desde la nada misma. Diríamos, adelantándonos en cierto modo a las conclusiones, que la dimensión absolutamente fascinante que los Ballets Rusos tuvieron para su época –y tal vez aún para nosotros– radica precisamente en esta estructura fantasmática donde es la falta misma la que captura nuestro deseo. Ninguna realidad empírica habrá de hacer mella en este universo sin tiempo. Como un ideal sublime e inaccesible todo reposa en un sector de fantasía que jamás se mancha, ni por asomo, con lo real. (He ahí, tal vez, la razón principal de la negativa de Diaghilev a dejar filmar sus representaciones). El mundo de los Ballets Rusos es el destilado de un proceso –muy refinado, muy sofisticado– de ficcionalización, donde los signos y su tramoya habrán de ocultar, por tanto, la carencia y el vacío. Pero donde al tiempo, también, es la propia ausencia y la falta lo que permitirá y propiciará una libertad máxima, una fuerza (re)generadora exonerada, por causa de la propia devastación, de toda dependencia arqueológica, historicista, mimética, realista o naturalista.
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