Botonera

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2.10.21

VII. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021



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EL COBRADOR DEL OCASO
Adenda


HACE tres lustros que murió Antonio Saavedra, gato de Usera, león de Mayrit. Mi primer recuerdo me lleva a él. Yo perseguía lagartijas entre montañitas que eran dunas mágicas, montones de arena que los camiones descargaban en las afueras del arrabal, en las estribaciones del suburbio, montículos de excavadora, años setenta, boom de la construcción, barrios en el sentido cósmico de la palabra, constelaciones en la tierra del teniente coronel, urbanista de pobres, hacedor de colonias al sur de la metrópoli, multiversos en prosa, ciudades-dormitorio más allá, non plus ultra de la nada abigarrada, cinturones rojos de hebillas plateadas, boom de la procreación, olor a sardinas en las noches de verano, amatorios, montoneras, ratas bajando la cuesta, sillas en las puertas verdes de las casas bajas, vecinos subiendo la cuesta, olor a invierno en los pucheros, falta de alcantarillado al otro lado de la calle, chabolismo de clase trabajadora, emergente, casitas de renta baja, señoras en bata, sopa, mucha sopa, metales baratos, armas blancas, guirnaldas, banderitas, cables de alta tensión por los que desfilaban gorriones bajo el nido de la cigüeña, frases hechas que sonaban a fórmulas recién descubiertas, láminas cortantes, homicidas, hachas y cuchillos, maldiciones en los tejados, redadas nocturnas y un loro, “guarro, guarro” profería, productos de matanza a domicilio ponderados en balanza antigua, Justo el panadero, Lucio el juguetero, Tomasín que murió atropellado, y un bonobo que acompañaba a una pareja de mudos, ¡cómo discutían!, mucho amor, un poco de rabia, coraje y chulería, ajo, chorizo, morcilla, enemigos sagrados, amigos a la vuelta de una espina, pestañas y pétalos, herramientas oxidadas, aunque, en honor a la verdad, no recuerdo que hubiera alambres ni hierros retorcidos que pusieran en peligro mi pequeño cuerpo de Lawrence de Arabia*** Viajábamos en metro a ninguna parte, yo no despegaba la frente del cristal. Me encantaban la negrura fluida del túnel, la velocidad plasmada en estelas grises tras la ventana y el olor a espíritus calientes que desprendían los arcenes, las escaleras eléctricas y los carteles. Una vez levanté la vista y contemplé la mirada de mi abuelo fija en mí, una mirada de amor incontestable que nunca olvidaré. Me sonreía mientras los amarillos de la siguiente estación empezaban a refulgir y me percibí percibido, consciente de él en mí, de mí en él, un poco de vergüenza recuerdo que sentí, y amado, muy amado me supe, visto me contemplé, como si mi abuelo contuviese los universos pasados, futuros y por venir y me los regalara, la mejor versión de los universos, que en sus ojos pardos incluía mucha materia blanca alrededor de las galaxias en fuga*** Tuvo suerte en la guerra; le volaron un dedo el primer día en el frente y no pudo volver a combatir. Yo jugaba con el muñón de su pulgar. Me parecía mentira que, donde tenía que haber un dedo, naciera un bulto redondo y mayor que el dedo ausente, comparado con el pulgar de la otra mano. También me atraía su ombligo herniado; en lugar de agujero, tenía un bulto asimismo redondeado que, al poco de adquirir yo conciencia de los peligros contemporáneos, asemejaba un botón nuclear y luego, adquiridos los rudimentos clásicos de la cultura, el ónfalo de Delfos, un betilo incrustado en la panza de mi abuelo numinoso, tótem de mis estilos inconclusos, en la niñez pergeñados*** Nos íbamos de tapas por los bares de Usera, boquerones y claras muy espumosas, noventa por ciento gaseosa, una chispa de cerveza, antes de cada sesión doble en el Liceo, al borde del barrio, camino del matadero, al fondo Mayrit, el núcleo atómico, el centro centrifugado, donde vimos aquella película que marcó mi destino, el concepto difuso en que fueron encajando exactamente mis metáforas, la marca del azar en la necesidad incipiente del niño, Jasón y los argonautas en busca del vellocino; quilates de fantasía poblaron la imaginación y un trabajo enorme después, de filtrado y destilación, que no acabará mientras viva, alimentando el hambre de las harpías. Los efectos especiales aún me parecen de muy buena magia. Madre mía, qué azul. Madre mía, qué esqueletos. Qué desamores más fieles al honor y a la hazaña. Ahí, en el centro de la meseta, yo era el favorito de mi abuelo; cierta religiosidad comenzó a dejar posos en los sótanos de mi alma, pues ¿qué es el alma sino una red subterránea de pasadizos secretos? Hipogeo del cielo a escala propia, un coloso en el Coliseo, asediado por las fieras, que nacen de uno mismo y te devoran a poco que te descuides: celos, jactancia, ira. Mas el pulgar ausente siempre apuntaba hacia arriba*** Debajo del Puente de la Princesa, saboreando despojos, reinaban las prostitutas*** Atisbé muy pronto la idea de que los dioses se aburren eternamente y por ello disponen de las vidas de los mortales y les organizan aventuras y les cambian los planes de la organización, les tienden emboscadas, amores increíbles, islas con bruja incluida y un poeta que todo lo cante. Yo los dibujaba, a los mortales increíbles, a los dioses previsibles, junto al chiscón del patio de la casa de Usera, en los suburbios de Mayrit, donde habitaban, en la oscuridad del cobertizo, una salamandra que por la mañana se desenroscaba y un gato tuerto que bajaba del tejado por las noches y se aovillaba sobre colchones de arañas redondas, telarañas felices, como el muñón del pulgar republicano, pues ¿qué es el mundo sino el relato de un abuelo?*** Aunque me llamaba bolchevique, era más blanco que rojo, al servicio del Estado legítimo, cuando me hablaba de la guerra, suscitando el enfado de mi abuela, producto de un pánico antiguo, la Paca del Albaicín: “Antonio, ¡cállate!”. Siendo muy niña, la Paca vio cómo se formaba el rostro de su padre muerto en el cortinaje del zaguán, riéndose a carcajada malvada. Ella lo contaba con la pulcritud científica que el caso exigía. A los niños se les perdona la credulidad del fanático adulto, que nunca cree “a” sino “en” (hombres buenos, hombres malos). Eso explica el amor y las violencias infinitas y los errores hermenéuticos de los analistas. Cuarenta años después, sufrí el influjo del bisabuelo una noche en Granada, de madrugada limpia, subiendo la Cuesta de los Chinos camino de la Alhambra. Me entonteció lo suficiente, medio perdí la conciencia de mi ser, diluido entre las sombras de los cipreses, chupado por la luz peligrosa de la luna y la cara oculta del sol, juntas y mareadas, corriéndome por la sangre negra, muy negra. El bisabuelo quería sentir el rubor de la vida entre sus piernas, y bien que lo hizo, me aprovechó, entre los muslos de mi compañera, por un fantasma poseída, ¡dale Francisco y cierra Granada!*** Mi abuelo tuvo diecisiete hermanos, lo mismo que la Paca, unos cuantos muertos por el camino, que así fue como la Rita, mi bisabuela, descansó cuando el Paco, Francisco de Baza, el padre de la Paca, las palmó para refugiarse en la cortina, tan malo como era, que se jugó la barbería en una timba y la perdió, y con su muerte dio descanso a la familia, emigrada a una vega sureña del centro, del centro de la nada, donde la niña Paca recogía patatas, cambiando el Darro por el Jarama*** De los hermanos de Antonio no tuve conocimiento. De los de mi abuela recuerdo al Cojo, que nos visitaba a menudo bajo un son de trompetas sordas, clarines y pasquines, como si recién llegara de la guerra. Tenía aires de comandante en jefe de los parias de la tierra con su traje gris y una esposa de ojos azules muy seria, amenazadora como un cepillo de púas, que producía más temor que respeto, si son cosas distintas, y me acuerdo de los golpes de bastón del Cojo sobre la tarima prehistórica del pequeño salón, llamando a la involución, de revoluciones ahíto estaba el comandante de los parias, mientras su señora asentía y mudaba el azul de sus ojos por un glauco de lago de bosque o peor, mucho mejor, de pantano casi ciénaga*** Antonio fue soldador amén de soldado, suboficial del Estado en armas; licenciado del soplete, ejerció de cobrador a domicilio de una compañía de decesos que anda multiplicada, pescando muertos en vida, según los nuevos tiempos que todo lo proveen, planes y miserias. Jubiloso yo, de la mano del jubilado, que así “unas perras” llevaba a casa para tapar medio agujero. “¡El cobrador del Ocaso!”, exclamaba alegremente cuando preguntaban “quién es”. Abrían la puerta y allí estábamos nosotros. Le pagaban y él entregaba un recibo a cambio. “¿Por qué la gente paga por morirse?”, le pregunté un día. Me respondió: “Para enterrarse bien”. La respuesta no provocó ninguna erupción en mi pequeña alma telúrica*** Una vez le sorprendí desnudo en el baño, de espaldas. Giró la cabeza y reprobó mi descuido. Luego supe que una escena parecida sucedió con Noé, pero él, mi abuelo, nunca se emborrachó en mi presencia ni creo que lo hiciera en la suya propia. El episodio produjo muchas dudas, esta vez sí, en mi cabecita de bolchevique, allá por el ocaso de mi niñez, cuando los recuerdos ya han cuajado y las expectativas levantan la cabezota. ¿Qué pago era este? ¿Por qué un descuido merecía la reprobación del hombre que soldaba los huesos crecientes de mi infancia? Los ojos pardos de mi abuelo eran insondables, en ellos se ocultaba la clave de todos sus cuidados, incluido su extremo pudor, disimulado al ritmo tranquilo del habla. Ni un grito, ni un aspaviento, ni un quejido. Puro tono, poca labia. Todo en regla, orto y doxa*** No fue a la escuela. Aprendió a leer solito fijándose en los carteles de las calles, en las placas, en los papeles caídos que la lluvia no emborronaba. No entendía yo cómo es eso posible y sigo sin verlo claro: “¿cómo supiste que la A es A y que la B es B?”. Tampoco él se acordaba. Mi abuela, que era analfabeta, le daba a leer las cartas que recogía del buzón, mientras ella echaba las cuentas, que en eso ningún Pitágoras la engañaba. Le recuerdo leyendo una novelita tras otra de Marcial Lafuente Estefanía o eran las novelitas las que lo interpretaban, a él, poseyendo al lector del salvaje sur, impertérrito cual filósofo del sudeste no asiático, estoico con un toque de Lucrecio, así son las naturalezas de las cosas, del cardo y la amapola, del multiverso encogido, con un aire nostálgico de norteño exiliado, resbalando en las Españas para caer en el medio imantado por una fuerza centrípeta, aherrojado en las órbitas del suburbio, remero de mis sueños. ¿Quién eres tú?, preguntó la soga al cuello. Mi abuelo era el sheriff del condado, el pistolero, el juez, el cuatrero, el yanqui negro, el caballero confederado. Era el patíbulo y la llanura, la horca y el ferrocarril, el indio y el vaquero*** Me enseñó a hacer raíces cuadradas cuando con diez años y algún día regresé, hepatitis mediante de su hija, mi madre Carmen, hija de la gran Paca, cambiando mi colegio casi libertario de maestros comprometidos con la causa del obrero (había una clase de conciencia), del electricista, mi padre, apodado Jabeque, del que su nombre recibí, no sus mañas, demiurgo de trenes y plataformas y tortillas de patata, del mecánico, del fontanero, del fresador, del proletariado aplicado (pero nada sanguinario), del repartidor, del quiosquero, del buen patrón, que también tiene su figura y su derecho, y del policía municipal, apostado en el paso de cebra, cambiando mi colegio casi libertario donde las zarzas ardían según la naturaleza del fuego, mudando la libertad no carente de disciplina, de amor y rigor, por el sótano de una escuela privada y desalmada, en el barrio tan pobre que a los pobres se confiaban los filántropos de buena familia, cambiando una cosa por otra, cardo y amapola, hasta darme cuenta de la esperanza en ciernes, social, histórica, que me pasaba desapercibida, de la mala fe de un pasado que yo, hasta ese momento, naciendo a lo largo de su muerte, de la muerte del pasado, muy francamente, no había conocido en carne propia ni en hueso ajeno*** Le acompañaba a la oficina, recaudados los pagos del mes. La sede suburbial de la compañía de decesos parecía sacada de una película de cine clásico, un extracto siciliano de Nueva York o un campamento de gánsteres rehabilitados. A cada vida le llega su ocaso. Aunque eran los años setenta, parecían los cincuenta. Lo recuerdo en blanco y negro. Los empleados, orondos, llevaban pantalones grises, camisas blancas y tirantes. Olía a cinta de máquina de escribir, a celulosa y a café cargado. Y a colonias de la época. A cada varón, su dandi. Recuerdo a uno que parecía a punto de reventar los pantalones y a otro, el único flaco, a punto de arrojarse por la ventana; eso me temía. Su delgadez era la tristeza del hombre aburrido; quiero pensar que escribía poemas entre los balances, las cuentas, los archivos, los desamores profundos de su existencia. Miraba yo fijamente a ese hombre hasta que un día se dio cuenta y me sonrió. Descubrí entonces el desgraciado valor de una mentira piadosa*** Uno de los maestros se paseaba entre los pupitres dando capones a discreción. No hacíamos nada para merecerlo; esa era la clave, el quid de la cuestión. Nos hacía daño el muy cabrón. El tipo era joven, lo que resultaba más sorprendente y macabro. Al final de cada jornada, aparecía un charco de pis en el suelo. Nos orinábamos en el sitio con tal de no pedir permiso para ir al baño. De esta manera la institución aseguraba su autoridad, el poder sobre los acongojados caletres de los niños. Porque no hacíamos nada para merecerlo, precisamente por eso los capones y las meadas cumplían su función. Es el poder, rumiaba yo, la potestas sin auctoritas, supe más tarde, traduciendo a Julio César, a Salustio, a Cicerón, el más político de los poetas, el más previsible de los Brutos, rétor dulzón, instructor de las buenas conciencias que, justo castigo, acaban perdiendo la cabeza. El sueño del cabrón era nuestra pesadilla, el sueño del capataz, Al Capone de alma seca, sin dogma ni ley, a juego con su impotencia, que así declaraba el muy incapaz, nudillos como látigos, su agresivo mecanismo de defensa: “¡este soy yo, llamadme Escipión, el terror de vuestras coronillas!”. Qué delito, qué injusticia, qué hijoputa*** Empecé a fingir enfermedades, cada mañana, para librarme de ir al colegio privado, para pobres de confianza, y desalmado, donde el cura impartía más penitencia que perdón, dos días a la semana. Mi abuelo me llevaba al médico. Apurados los órganos del tórax, las extremidades y la mocha, un día pretexté dolor de testículos. El médico, harto de mí, pero condescendiente con mis fingimientos, me tocó los dídimos y le dijo a mi abuelo: “a este niño no le pasa nada, nada que tenga que ver con el cuerpo”*** Acabé el curso y volví a mi colegio casi libertario, pero nunca olvidaré a aquel niño enorme que se sentaba a mi lado, pasillo mediante, sonrisa de lado. Yo le miraba con el mismo amor con que mi abuelo me contempló, aquel día, entre las estaciones de Legazpi y Usera, o algo parecido, porque aquel amor era demasiado; y él, mi compañero, del que me separaba el estrecho conducto por donde se paseaba el abyecto maestro, matón de coronillas, se avergonzaba al saberse objeto de mi mirada amorosa, que entendía como una muestra de compasión, creo, ya que se movía con mucha dificultad y yo lo imaginaba muerto de un día para otro. ¡Quiera Dios que los dioses le hayan dotado de tantas aventuras como kilos acumulaba su alma bendita! En cuerpo de paquidermo. ¡Por la gloria de Aníbal!*** Un mostrador de madera noble atravesaba de este a oeste la oficina. El hombre de los pantalones a punto de reventar se paseaba a este lado de la frontera, del lado de los clientes. Al fondo, el hombre enjuto tecleaba; la máquina, un tren; humo, las frases negras. Olía a papel, a yemas manchadas de tinta, carbón de la escritura. “¡Qué tarde se muere la gente hoy en día!”, dijo el hombre que parecía un globo, “¡eso nos beneficia!”, se respondió a sí mismo, y el hombre delgado se aflojó el nudo de la corbata (me descubrió la desgracia de las ficciones baratas)*** El chico se llamaba José Trabada, Pepe lo llamábamos. José se trababa, Pepe se tramaba alrededor de una risa que intentaba ocultar lo obvio: Pepe no era feliz, y debía parecerlo. Rubicundo, ojizarco. Ciento veinte kilos en diez años de vida. El día que le tocó mearse en el sitio, lo pillaron. Decidieron pillarlo, darnos un escarmiento en sus carnes extensas, generosísimas, planetarias. Siempre fueron conscientes del terror urinario que ellos mismos alimentaban, pero ese día decidieron crucificar al más débil con las lágrimas que de su amor emanaban, siempre sonriente, nunca displicente, travesaño fiel de las buenas conductas. El universo se trabó, la trama se descubrió y el chico, muerto de miedo y pena, lloraba como una Magdalena gigantesca. Pepe, te quiero. Pepe, estoy contigo. Pepe, ya pasó. Hermano putativo, José de mi alma, elefante incrustado en mi corazón, queridísimo Trabada. Había una señorita, también debo decirlo, que me descubrió que hasta en el infierno cuecen paraísos; era guapa, dulce y pequeña. Nos trataba con delicadeza, sin confianzas, con seriedad y un poquito de ternura. Nos enseñó los nombres de las partes pudendas, de los aparatos reproductores masculino y femenino, y nadie se rio cuando dijo “pene, vulva, testículos, vagina”. Yo no anduve atento a la explicación, concentrado en la señorita, y, acostumbrado a los nombres de mi colegio casi libertario que la buena educación me permite omitir ¡qué cojones!, a la mañana siguiente le dije a mi abuelo: “no quiero ir al cole, me duele la vulva”*** Cuando Antonio murió, hace tres lustros, una pareja de bobos veía la tele en la misma habitación, un programa de mierda con el volumen alto y la inteligencia tan baja como Dios no les dio a entender; no hace falta ser malo si se es gilipollas. Paco, el hijo de la Paca, hermano de mi madre y arcipreste de todas las Useras (Nicolás, Isabelita, Marcelo), me cedió la vigilancia para irse a comer, a eso de las tres, que es hora maldita (a. m. y p. m). Antonio dejó de respirar, yo le miré fijamente, los bobos se dieron cuenta y quitaron la tele. Ya es mala suerte ver morir cuando en nada te toca. ¿Qué dices, qué haces? A mí me tocó de lleno, y a fe que lo sé. Prefiero no hablar de la boca de la verdad, que es la boca de la muerte. Prefiero no hablar de la muerte. En verdad, con la vida ya tenemos bastante. Lloré mucho para dentro y un poquito para fuera*** Paco, el hijo de Antonio, murió en la siguiente estación, con elegancia de barrio y sutil maestría. El tío, con la destreza de un relojero suizo, mi tío, colocaba el ojo desprendido en la cuenca del gato tuerto, ¡qué tío!, cuando de alguna riña salía malparado, y el gato se confiaba, se dejaba dar cuerda. Miau Tic. Miau Tac. Ojo por ojo, ente por ente. ¡Di, di! Basta*** El resto del ser no importa demasiado: no es historia, es página en blanco, filosofía en potencia*** Nunca se está a la altura del resto. Yo no lo estuve*** Sin embargo, mi abuelo murió suficientemente viejo y murió conmigo, me esperó en su último aliento. Castizo y parsimonioso era él. Gato maragato: sus padres, provenientes de Astorga, oriundos de Lugo probablemente (para los pobres, la genealogía no importa), de donde nace el apellido, la “casa antigua” de la que Antonio fue señor a su manera, discreta y parda, jamás grandilocuente, aunque ciertas cosas la Paca no se las perdonó quizá, pero eso atañe a la cuenta de los dioses, de las hechiceras y de las islas venturosas o malaventuradas que un hombre va encontrando en su camino*** Era clavadito a Henry Fonda*** Le vi la espalda*** Salamandra es un nombre mágico*** Galaxias en fuga*** Enterrarse bien*** Cuatro cuerpos bajo una sola lápida, un hueco a la espera: mausoleo del pobre, ingenio del alma que el tiempo se cobra. (Yo no presumo de pobre, como a un príncipe me criaron en el Reino de los Almendrales, provincia de Usera, donde la usura brillaba por su ausencia: véase el conocido verso de Ezra). El último deseo cumplido, cerquita del Reino, en Carabanchel. Donde cabe uno, caben tres: la Paca, el Paco y él*** Nunca supe cuáles eran sus creencias más allá de sus discretas declaraciones; con el tiempo he sabido que respondían a una estrategia amorosa, ya que todos podemos transmitir resentimientos en vez de convicciones y firmezas, incluidas potentes debilidades, fragilidades hermosas, eso es muy sencillo, y él no lo hacía sino que, más bien, en su condición íntegra y amable, se tragaba las palabras para que la lengua siguiera su marcha, rumbo al mejor destino, entre túneles negros y dunas mágicas*** Claro que tengo mis dudas. Es de agradecer que siembren algunas en tu cerebro. Por ejemplo: ¿qué hacer con una salamandra cuando se te acerca? Por ejemplo: ¿cómo vivir lejos del mar? Por ejemplo: ¿qué se te pasaba por la cabeza, Antonio, cuando de aquella forma la bajabas? En dirección al pulgar ausente, enredada en su propia telaraña, la cabeza augusta del Saavedra*** Sobre todo: es importante que siembren algunas certezas en tu corazón. Cuando eres niño, el corazón es un gigante que necesita muchas vitaminas. Luego las cosas serán de otra manera. Y quedará la cuestión vulgar, aunque eterna, mientras el corazón bombea, sobre si es conveniente armonizar poder y autoridad, hasta qué punto respeto y temor son el azul y el glauco, del mar y del lago, y cuándo el pantano es una ciénaga o la extensión se hace intensidad y el lodo impide los movimientos y el bosque es un desmedido matorral, si puede haber imperio cordial y esos asuntos más propios de un viejo general que de un espíritu alegre, raso, atrincherado en arenas movedizas, montoneras, chiscones y claraboyas, bajo la luz peligrosa de la luna, en las mareas de la cara oculta del sol, iluminando la sangre negra, muy negra, iluminándose, deambulando por los sótanos de la existencia, por el mundo y por el alma. ¿Quién soy yo?, pregunta el cuello a la soga, la razón a la devoción, el silogismo al dogma*** Sé lo que fui, cómo lo fui y lo que seré cuando el tiempo, irremisible, haya doblado la esquina, aviniéndose conmigo, con los pétalos y las pestañas, con los amigos sagrados, con los enemigos en calma, los amores reposados y las traiciones en la balanza, cuyo fiel me sonríe entre Legazpi y Usera*** Me bastaba con ser el pequeño objeto de su buena fe*** Nunca habló de sí mismo como siendo algo distinto de lo que callaba, tampoco esbozó su pequeña teoría
                a la salida del cine (sí,
                aquella vez).