Botonera

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10.10.21

VI. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021



Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966)



[...] “No hay imágenes”, no pictures.

Si tuviera que quedarme con una respuesta en la magistral Blow-Up (1966), de Antonioni, sería la que tiene lugar en el curso de un intercambio entre Thomas, el fotógrafo de moda (David Hemmings), y un anciano que regentea una tienda de antigüedades cerca del parque donde se tomará la foto de un asesinato: 
 
¿Qué es lo que quieres? –Estoy mirando, eso es todo (just looking around). –No hay ningún buen negocio aquí, estás perdiendo el tiempo. –Bueno, echaré un vistazo. (I’ll just have a look). –¿Qué es lo que estás buscando? (what are you looking for?). –Imágenes (pictures). –No hay imágenes (no pictures). ¿Qué tipo de imágenes? (what kind of pictures?) –Paisajes. –No hay paisajes. Están vendidos. Todos vendidos. 
 
El anticuario es quien primero dirige la palabra a Thomas, que está echándole el ojo a los objetos en venta. No hay imágenes que comprar, dice en un tono a la vez molesto y perentorio a quien está allí para ver, no hay imágenes baratas para comprar, incluso no hay imágenes en absoluto. ¿Pero qué imágenes?, añade, contradiciéndose inmediatamente con una pregunta que es casi una oferta.  

Si esta respuesta singular insiste y persiste en mi recuerdo de la película es sin duda porque señala un motivo iconómico que la atraviesa de una forma tan discreta como constante. A Bill, el joven pintor abstracto que vive con su compañera Patricia al lado de la casa de Thomas, este le propone comprar una imagen, una pintura, una especie de Pollock puntillista. Poco después, mientras hace esperar a dos jóvenes modelos (una de ellas es Jane Birkin), Thomas juega largamente con una moneda entre los dedos. A Jane (Vanessa Redgrave), que quiere recuperar las fotos comprometedoras que le tomó con un hombre en el parque, Thomas le responde: “Yo cobro de más” (I overcharge). En resumen, como dice la muchacha que es la dueña de la tienda de antigüedades, “el dinero es siempre un problema” (money is always a problem). 

Sobre el fondo de este horizonte iconómico se dibuja la caza de imágenes que constituye la trama de la película. Pero no son solo las imágenes tomadas o capturadas por Thomas, el fotógrafo, las que se inscriben en una red de intercambios en la que tienden a adquirir una plusvalía por sobrefacturación. Es también, como veremos, la mirada misma la que interioriza el ritmo, la pulsación –el fraseo– de la circulación inherente al intercambio. Es en este sentido, sin duda, que debemos entender la respuesta del anticuario: no hay imágenes que ya no estén afectadas por una mirada que las destine al intercambio con otras imágenes. O mejor aún: que las endeude con respecto a las imágenes por venir.  
 
*
 
En La cámara lúcida, luego de haber mencionado Blow-Up como al pasar, Barthes insiste en lo que distingue al cine de la fotografía: 
 
La imagen fotográfica está llena, repleta: no hay espacio, no se puede añadir nada. En el cine, cuyo material es fotográfico, la foto no tiene sin embargo esta completitud (y eso es bueno para él). ¿Por qué? Porque la foto, capturada en un flujo, es empujada, traccionada sin cesar hacia otras vistas; en el cine, sin duda, siempre hay un referente fotográfico, pero este referente se desliza, no reivindica su realidad... (1)

1. STEYERL, Hito, “In Defense of the Poor Image”, revista e-flux,  n° 12, noviembre de 2009; retomado en The Wretched of the Screen, Londres: Sternberg Press, 2012, p.31 y ss. Los “condenados de la pantalla” a los que se alude en el título de la recopilación (jugando con el título del famoso libro de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra) son imágenes de baja resolución, que Steyerl denomina imágenes “pobres” (p.32): “La imagen pobre (poor image) es una copia en movimiento. Su calidad es mala, su resolución está por debajo de las normas (substandard). A medida que la imagen se acelera, se deteriora. [...] Las imágenes pobres son los condenados de la pantalla de hoy, los escombros (debris) de la producción audiovisual, la basura (trash) que encalla en los márgenes de las economías digitales. Dan testimonio de la violenta dislocación, de las transferencias y del desplazamiento de las imágenes –su aceleración y su circulación en el seno de los círculos viciosos del capitalismo audiovisual”. Cuando Steyerl propone “redefinir el valor de la imagen” en función de otros criterios (p.41), no está claro, sin embargo, en qué podría consistir esa redefinición. En efecto, Steyerl escribe: “Aparte de la resolución y el valor de intercambio (apart from the resolution and exchange value), uno podría imaginar otra forma de valor definido por la velocidad, la intensidad y la propagación (another form of value defined by velocity, intensity, and spread). Las imágenes pobres son pobres porque están extremadamente comprimidas y viajan rápido”. Pero, ¿qué es la mencionada velocidad o propagación de una imagen sino, precisamente, su valor de cambio? En otras palabras, esa “otra forma de valor” que Steyerl quisiera definir no es básicamente otra cosa que lo que Walter Benjamin denominaba ya el “valor de exhibición” de una imagen. Un concepto del que por otra parte Steyerl hace un uso muy poco riguroso cuando afirma románticamente: “La imagen pobre es [...] un lumpenproletariado en la sociedad de clases de las apariencias [...]. Transforma la calidad en accesibilidad, el valor de exhibición en valor cultual (exhibition value into cult value) [...]”. Debería decirse exactamente lo contrario: en términos benjaminianos, la accesibilidad es el valor de exhibición, mientras que la calidad se vincularía más bien con el valor cultual de una imagen.
 
Podría suceder, no obstante, que Blow-Up hiciera vacilar esta distinción, no solo al mostrar que la imagen fotográfica también está condenada al desplazamiento y por lo tanto a los flujos del intercambio –aunque estos sean más lentos que los de las imágenes de cine– sino también al poner en escena la movilidad de la mirada que hace de toda imagen aquello que Bresson llamaría un valor de cambio. “No hay valor absoluto de una imagen”, decía en efecto Bresson, como recordamos, en sus Notas sobre el cinematógrafo. Y este enunciado lapidario bien podría valer, justamente, para el valor de las imágenes en general, ya sean fotográficas o cinematográficas. O pictóricas, de hecho (recuérdese el fresco bajo el fresco en Obsesión). 

Sigamos por un momento el argumento de Barthes, cuando hace del punctum el rasgo distintivo de la fotografía frente el cine. 

¿De qué se trata?

Barthes describe primero el mencionado punctum como una especie de picadura-acontecimiento que emerge desde la foto: “es ese azar que, de por sí, me golpea” (p. 49). De esa flecha que brota desde la foto como un detalle que me atraviesa, de esa saliente o saliencia de la imagen fotográfica, Barthes dice entonces que es un “suplemento”, una especie de añadido, aunque interno: “es lo que añado a la foto y sin embargo ya está ahí” (p.89). Sin embargo, de lo que el cine adolece es precisamente de la posibilidad de aquello que podría denominarse ese apoyo de la imagen (pp.89-90): 
 
¿Es que en el cine añado algo a la imagen? –No lo creo; no tengo tiempo: ante la pantalla, no soy libre de cerrar los ojos; de lo contrario, al abrirlos de nuevo, no encontraría la misma imagen; me veo obligado a una voracidad continua [...]. 
 
Esta misma glotonería icónica inherente al cine es la que también lo priva de punctum en el segundo sentido que Barthes confiere a esta palabra. Existe en efecto, más adelante en La cámara lúcida, aquello que Barthes denomina “otro punctum” (p.148); ya no el “detalle” por el cual la foto se hace punzante sino el “estigma” que la marca con un “lo que ha sido”, a saber, la puntualidad del acontecimiento pasado, de la que la foto da testimonio de un modo “inflexible”, porque “nunca puedo negar que la cosa ha estado allí”, frente al objetivo (p.120). Pero este segundo punctum –el de la puntuación referencial– es lo que le falta a la imagen fílmica, que, como hemos leído, no tiene la oportunidad de pronunciarse “en favor de su realidad” (p.140). 

En suma, si la fotografía difiere entonces del filme, es en la medida en la que este último no da a la mirada el tiempo de detenerse, de posarse en el fotograma. Pero entonces uno tiene derecho a formular a la distinción barthesiana entre la fotografía y el cine las preguntas que Blow-Up no cesa de poner en escena en todas sus formas, a saber: ¿qué es posar la mirada?, ¿quién podrá medir su duración o estabilidad? y ¿qué garantizará que cuando volvamos a abrir los ojos encontraremos, de nuevo, “la misma imagen”? 



Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966)


Blow-Up podría describirse como una serie de variaciones sobre el gesto fundamental de la captura o la toma fotográfica, a saber, la obturación. (2) Durante la célebre sesión de fotos con Veruschka (una conocida modelo de alta costura de la época, que hace de sí misma en el filme), son los saltos en el ángulo del plano, son los jump cuts los que integran, por así decirlo, la interrupción fotográfica en el flujo cinematográfico. Más tarde, durante otra sesión con un grupo de modelos de alta costura, Thomas les pide que cierren los ojos (close your eyes, les dice) mientras aprovecha para eclipsarse, como si les impusiera un guiño, un parpadeo o una obturación que durara más de lo esperado, que se fijara en la espera ciega (que podría ser infinita) de una suerte de juego de escondite [...]

2. STERNE, Jonathan, mp3. The Meaning of a Format, Durham: Duke University Press, 2012, pp.1-2 (la traducción me pertenece).


 
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