POE: EL DELIRIO DE LA LUCIDEZ
Manet, ilustración para El cuervo de Poe, litografías, 1875
Al parecer, durante sus años de infancia británica, Poe, cuando el tiempo era bueno, copiaba los epitafios de las tumbas alineadas contra el santuario de Irvine, en Escocia. En esos signos, el joven lector confirmaría que la escritura, en cierto modo, resiste a la muerte, pero que también habla desde la muerte misma, o como ella. El retorno imposible, pero anhelado y temido, de la amada muerta constituye el motor, como es sabido, de la poética más intensa de Poe. La escritura habla, tal una lápida, de esa imposibilidad. Y al hablar de ella, o por ella, no solo se agita lúgubremente en torno al cuerpo perdido, también en cierto modo lo re-encarna, aunque sea en el magro y descarnado cuerpo de la letra. He aquí, tal vez, el ideal estético del escritor.
En El cuervo Poe define la naturaleza del arte –o de su arte– como la expresión de un impulso negativo, igual que en otras ocasiones lo ha definido como la expresión del demonio de la perversidad. Tal vez no se hallen demasiado lejos ambas manifestaciones. El tema de este poema es el olvido, o mejor: la imposibilidad del olvido. De olvidar la pérdida. Por eso aquí el cuervo es claramente un animal simbólico. Pero no simboliza la posesión o lo satánico, como parece en algún momento el texto sugerir, sino más bien la presencia de la poesía: la poesía misma en tanto que negación. El cuervo aparece, como el espíritu, donde y cuando quiere. Su torva y enorme sombra proyectada sobre la habitación y la cabeza del escritor acompañará todos los instantes del poeta, de la misma forma que anteriormente –se nos dice– se había posado indiferente –y hasta displicente– sobre el busto de la diosa Palas, divinidad de la razón. La presencia mostrenca del animal es más que nada la de su palabra hierática y sentenciosa. Nevermore: nunca más. Pero de ese susurro sin progresión o progreso el poeta hará su verbo; con él iniciará toda su experiencia paradójica. Se hará poeta, precisamente, por esta negación, a partir de ella.
Y entonces comprobamos que, si el cuervo es el espíritu protector del impulso poético, lo será en la medida en que él despliega un propósito claramente sádico, destructivo. ¿No habrá en la poesía –no solo en esta– la oscura tentación de torturar al oyente? ¿No hay un deseo ciertamente perverso en la predilección poética por los enigmas, los estribillos como retornos neuróticos y los circunloquios, en el rechazo o la resistencia a la mera voz de la razón? La poesía no solo dice siempre y machaconamente su insidioso nevermore. Existe porque la nada se da, o cuando la nada se da. Frente a la razón, efectivamente, la poesía es demoníaca, no quiere salvación. El poema no quiere el ser. Perverso, ha optado por el no-ser. Porque el ser no es poético.
Animal del nihilismo, el cuervo; cuyas alas sombrías no han dejado desde luego de revolotear sobre nosotros. Aunque su magnífica negatividad es proverbial ya desde el Génesis: Noé, en el arca del diluvio, envió un cuervo para que le comunicase el estado de las aguas, pero el animal nunca regresó con la novedad. Prefirió entretenerse devorando los cadáveres de los ahogados. Es en esto que en Poe –el tío de América, como lo llamó con gracejo inesperado Julien Gracq– nace, si queremos, la Modernidad. Se trata del impulso de destrucción que estremeció los nervios de Baudelaire o Lautréamont. Que fue, como el propio Mallarmé reconoció, su Beatriz. Aire mefítico, analítico; dado que todo análisis implica una descomposición. Aire de método, lo llamó el propio Poe; que alcanza a Manet y Valéry y, metódica corrosión –ofensiva más que defensiva–, culmina en Nietzsche y en Dadá y aun en el Situacionismo y el punk. Visto así, parece como si Poe emergiera, usando una expresión de Adorno, en calidad de “faro... de todos los modernos”. Pero un faro del fin del mundo [...]
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