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El cine sueco, un cometa errante
Puede que la crónica reticencia a incluir a Sjöström en el grupo de los más grandes (al lado de Ford, Lang, Rossellini, Dreyer o Hitchcock) no se deba a un solo motivo, sino a un conjunto de factores. En 1939, Bengt Idestam-Almquist, decano de los historiadores suecos, constataba que el cine de su país era considerado “un fenómeno inexplicable y un poco trágico: un cometa que sale inesperadamente de las tinieblas, hace una rápida aparición en el mundo cinematográfico hacia 1920 y desaparece sin dejar rastro”. (10)
10. Bengt Idestam-Almquist: Cine sueco. Drama y renacimiento. Editorial Losange (Buenos Aires, 1958), p.22. Este libro, único del autor traducido al español, compendia en realidad varios de sus textos, como Vidden Svenska filmens vagga (Junto a la cuna del cine sueco, 1936) y el referido Den svenska Filmens Drama, Sjöström-Stiller (1939).
¿Realmente fue así? ¿En verdad se trata de una estrella fugaz? Al echar la vista atrás, Dreyer afirmaba que “toda Europa aprendió del cine sueco”. (11) ¿Cómo pudo entonces iluminar el planeta cinematográfico con una luz extinta?
11. Carl Th. Dreyer: Lidt om filmstil (Breves consideraciones sobre el estilo cinematográfico), publicado en Politiken, el 2 de diciembre de 1943.
Nadie discute, por ejemplo, la perdurable influencia del cine revolucionario ruso o del expresionismo alemán: sus señas de identidad son muy evidentes y se aprecian en el uso montaje y del decorado, en sus formas provocativas y los llamativos encuadres. De esas escuelas habrían de salir alumnos reconocibles, como Orson Welles. En cambio, la influencia del primitivo cine sueco es mucho menos evidente; pese a ello, su ascendente es amplísimo, se prolonga en el tiempo y se extiende a numerosos países. (12)
12. King Vidor da fe de este raro fenómeno en el fragmento de una carta enviada en 1980 a Bengt Forslund: “Qué influencia directa tuvieron sus películas en el cine americano es bastante difícil de precisar, pero no hay duda de que sus filmes (…) fueron una influencia para otros cineastas de entonces”. Forslund, Victor Sjöström, hans liv och verk (Bonniers, Stockholm, 1980), p.363.
Y es que mientras Griffith ejerció una influencia directa e inmediata en todo el cine posterior, la de los pioneros suecos, y particularmente la de Sjöström, no es perceptible en primera instancia ni se detecta enseguida; pasa por intermediarios hasta reaparecer por sorpresa en la Alemania de Weimar (Die Geierwally, Dupont, 1921) en la Suiza de Ramuz (Rapt, Kirsanoff, 1934) o en algunos de los mejores “westerns” norteamericanos de los años 50. Y es posible que John Ford nunca viese una película de Sjöström, pero merece la pena comparar sus jaleadas composiciones en interiores con las que hizo Sjöström en Suecia (pienso en la escena del regreso al hogar de Terje Vigen o las reuniones en el comedor de la granja de Karin Ingmarsdotter). El hecho de que múltiples huellas se hayan superpuesto a la del director sueco y de que su herencia haya pasado por tantos tamices explicaría por qué los historiadores han optado siempre por la solución más cómoda: exaltarlo y pasar de largo.
Tanto Stiller como Sjöström acuñaron una nueva forma de expresar los conflictos de conciencia, de mirar el paisaje, de relacionar visualmente al hombre con la naturaleza, de representar la figura humana en escenarios dominados por las montañas, el agua y la nieve. Sus enseñanzas fueron aplicadas en primer lugar por los directores franceses de la postguerra, alentados por Delluc. Pienso en el Marcel L’Herbier de L’homme du large (1920), en el Abel Gance de La roue (1923), en el León Poirier de Jocelyn (1922) y La Brière (1924), en el Jacques Feyder de Visages d’enfants (1925). La deuda contraída con Sjöström fue reconocida por varios de ellos.
Por su parte, los directores rusos surgidos tras la revolución asimilaron esas mismas enseñanzas y las transformaron en un mundo regido por leyes propias. Ello no impide escuchar algunos ecos: el drama de Los proscritos resuena en la tundra enloquecedora de Po zakonu (Dura lex, 1926), de Lev Kuleshov, mientras que los bosques dalercalianos de Ingmarssönerna reviven en la naturaleza pregnante de Zemlya (La tierra, 1930), de Dovzhenko.
Donde se bebió abiertamente de la espita abierta por los maestros suecos fue, claro está, en los países escandinavos. Películas fundacionales como la finlandesa Anna Liisa (1922), de Teuvo Puro y Jussi Snellman, o las noruegas Fante-Anne (Rasmus Breinstein, 1920) y Markens Grøde (1921), de Gunnar Sommerfeldt, esta última basada en La bendición de la tierra de Knut Hamsun, no habrían sido posibles sin la avanzada sueca. En Dinamarca, el maestro de maestros Carl Dreyer reconoció cuánto le debía a Sjöström (el tiempo cinematográfico de La voz de los antepasados le marcaría decisivamente, como demuestra Ordet); en agradecimiento, Dreyer le entregaría al cine sueco su primera obra maestra, Prästänkan (La viuda del pastor, 1920) mientras que en su posterior Vredens dag (Dies Irae, 1943) revisitaría algunos temas de La prueba del fuego y La letra escarlata.
Qué decir de Ingmar Bergman. El director de Persona confesó en memorias y entrevistas el profundo impacto que le produjeron la inventiva y el desnudo sentido dramático del maestro, cuyo cine descubrió durante su periodo de aprendizaje. Al cabo del tiempo, Bergman no solo confiaría a Sjöström su último gran papel, el del profesor Isak Borg en Fresas salvajes (1957), sino que volvería sobre su figura en dos de sus trabajos para televisión: Bildmakarna (1990) y Sista skriket (1995), esta última dedicada a la relación del productor Charles Magnusson con el tercer genio del cine sueco de la edad de oro, Georg af Klercker.
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