El dinero (Robert Bresson, 1983)
[...] La imagen y su reverso, la imagen y el dinero, la imagen y la deuda, la imagen y el tiempo: esto es lo que exige pensar la frase iconómica de Deleuze a la que tratamos de prestar atención. Releámosla en su enunciado completo: “El dinero es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y edita al derecho, de modo que las películas sobre el dinero son ya, aunque implícitamente, películas dentro de la película o sobre la propia película”.
En torno a estas palabras gravita, en La imagen-tiempo, una constelación de cineastas y películas que han tratado de poner en escena ese reverso de las imágenes fílmicas, de tematizar su reverso monetario: Wim Wenders, Marcel L’Herbier y, por supuesto, Robert Bresson, cuya última película, realizada en 1983 y titulada El dinero, tal vez nos permita ver la alegoría por excelencia de esa íntima parte fiduciaria que, al ocultarse detrás de cada imagen de cine, la haría posible.
¿Qué sucede, en efecto, en el inicio de El dinero? La puerta de un cajero automático se cierra hasta convertirse en el fondo metálico, la pantalla negra sobre la que se proyecta una escritura de luz, en la que desfilan horizontalmente unas estelas luminiscentes (los reflejos de los faros de los coches que pasan por la calle) y aparecen las letras blancas de los títulos de crédito. Como si esa puerta abierta y luego cerrada fuera la condición de posibilidad de todas las imágenes futuras. Acto seguido, un primer plano muestra una puerta vidriada que forma un ángulo con otra. Un muchacho (Norbert) da un paso adelante, golpea contra el vidrio y abre la puerta. Estamos a comienzo de mes y viene a pedirle a su padre su dinero de bolsillo mensual. Los billetes se acumulan sobre la mesa del escritorio paterno, como si por un instante viéramos resurgir en la historia, es decir, en el espacio diegético, la moneda fiduciaria que el cierre inicial del cajero parecía querer confinar en lo extradiegético, fuera del filme y como si fuera aquello que lo hace posible. Pero cuando Norbert pide más dinero –porque debe pagar una deuda contraída en el instituto– su padre se niega. Y vemos cerrarse la puerta vidriada de la oficina, que repite así el gesto inaugural de la película. (19)
19. Hervé Aubron (“Bresson à l’heure du dépôt de bilan”, Vertigo, nº 44, otoño de 2012, pp.54-55) realizó un bello análisis de este gesto de apertura que es también, y de inmediato, un gesto de clausura: “El dinero se abre cerrándose. Al menos, se abre con un cierre: el de un cajero automático, en un plano corto, cuyo panel metálico se desliza para sellarlo como una losa. [...] En primer lugar, entonces, esta apertura fugaz del cajero que debe cerrarse rápidamente para que la película pueda arrancar. Al cerrar y sellar el panel se restablece un fondo liso, capaz de acoger figuras: en la placa de metal bien cepillada se reflejan los semáforos y se inscriben, sobre todo, los títulos de crédito iniciales [...] tal vez haya un cajero, simplemente oculto, detrás de cada fondo, de cada plano de la película que comienza”. ¿Pero por qué limitar históricamente esta relación entre la imagen de cine y su otra cara, el dinero? ¿Por qué dar una fecha concreta a esa cuestión? (subrayo: “¿cualquier plano de cine, en 1983, sería un billete falso?”). ¿Por qué hacer de ella la simple expresión de un espíritu de época? (subrayo nuevamente: “Bresson teme que ningún plano, en los años ‘80, pueda escapar al comercio de la imagen”)? ¿Por qué restringir así el alcance de la sobreimpresión inicial (el dinero escondido detrás de las imágenes) a una “década de implosión” –la de los años ‘80–, por más singular que sea?
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Habrá que esperar un largo tiempo para que la imagen de la puerta del cajero, para que esta imagen inicial de El dinero, sea realmente retomada e incluida en la historia que se nos cuenta, es decir, plenamente integrada y justificada en la diégesis. Solo después del juicio y el arresto de Yvon vemos a Lucien y sus dos acólitos librarse a un tráfico de tarjetas de crédito. De nuevo Bresson muestra el mismo panel metálico que se abre y se cierra deslizándose, y la máquina que se atasca, que se bloquea, comiéndose la tarjeta del cliente, luego de que Lucien se haya encargado de memorizar el código. Cuando, por medio de una pinza, Lucien recupera la tarjeta y la reintroduce en el cajero, la cámara insiste largamente en la salida de los billetes: cinco billetes de cien francos –llamados “Delacroix”, porque llevaban el autorretrato de Eugène Delacroix y un detalle de su Libertad guiando al pueblo impreso en su frente– son expulsados uno tras otro, como otras tantas imágenes que reintrodujeran, tanto en el anverso del filme como en el mundo de su narración, algo que hasta entonces había permanecido más bien oculto, en un trasfondo o un trasmundo.
El dinero, en El dinero de Bresson, aparece primero como el fondo de toda imagen fílmica posible. Después, al pasar de ese fondo trascendental al plano empírico del relato, el dinero se imprime, se corta y se distribuye en forma de billetes que son también, como tales, imágenes entre otras. (20)
20. Como señala Jonathan Beller (The Cinematic Mode of Production. Attention Economy and the Society of the Spectacle, New Hampshire: University Press of New England, 2006, p.58), “el precio, entonces, aparece como una proto-imagen” (price, then, appears as a proto-image). O también (p.77): “el precio, por lo tanto, es una proto-imagen, la imagen del valor de cambio del objeto” (price, therefore, is a proto-image, the image of the object’s exchange-value). En L’Œuvre d’art à l’époque de sa reproductibilité technique (op. cit., p.446; traducción francesa, pp.82-83), Walter Benjamin señalaba ya que “las monedas y la terracota eran las únicas obras de arte que ellos [los griegos] podían reproducir en serie”. En el notable fragmento póstumo titulado “El capitalismo como religión”, Benjamin proponía incluso una suerte de plan de estudios: “Comparación entre las imágenes de los santos (Heiligenbildern) de diferentes religiones y los billetes de diferentes estados. El espíritu que habla en la ornamentación (Ornamentik) de los billetes” (Gesammelte Schriften, VI, Fráncfort: Suhrkamp Verlag, 1991, p.102; Fragments, traducción francesa de Christophe Jouanlanne y Jean-François Poirier, París: Presses universitaires de France, 2001, p.112).
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Tratar de apoderarse de ese dinero que parece deslizarse entre las imágenes para pasar de la película a su exterior y viceversa: tal es la tarea imposible de Michel, el protagonista de la magistral Pickpocket de Bresson (1959), como podemos ver en la secuencia tan justamente celebrada del tren en la Gare de Lyon.
Michel sube a un vagón cuyo pasillo, situado entre dos filas paralelas de cristales que dan respectivamente al andén en el exterior y al interior de los compartimentos, se asemeja a una corredera para un desfile o un desplazamiento continuo. Roba la cartera de un primer pasajero y se la pasa a su cómplice (interpretado en la pantalla por un auténtico carterista, Henri Kassagi, que se convertirá más tarde en un conocido mago y prestidigitador). Un segundo cómplice toma el testigo y la cartera pasa así de mano en mano, circula a lo largo del eje del pasillo, mientras la imagen de los carteristas que trabajan en cadena se desdobla al reflejarse en los cristales de los compartimentos.
Cuando una segunda víctima pasa por ese pasillo estrecho, los cuerpos parecen tener que someterse a un cierto aplanamiento para facilitar los intercambios y sus desencuentros (era el propio Bresson, por otra parte, quien recordaba con frecuencia su “manía de aplanar todas las imágenes”, “como con una plancha”, para facilitar las transacciones o transformaciones entre ellas). (21) Frontalmente filmados desde el interior de un compartimento, el torso que vemos de frente y el que vemos de espaldas se convierten en dos paneles deslizantes, como dos pasavistas que garantizaran el cambio de imagen en el seno de esa linterna mágica, en más de un sentido, que es el vagón acristalado. El pecho uniformado de la víctima parece aplastarse sobre el plano de la pantalla, de manera que el intersticio entre la parte de su chaqueta y su camisa se comprime hasta no ser más que el laminado de dos tiras entre las que podría deslizarse un fotograma o una diapositiva [...]
21. Cf. sus Notes sur le cinématographe, París: Gallimard, col. “Folio”, 1995, p.23: “Si una imagen, vista por separado, expresa claramente algo, si implica una interpretación, no se transformará al ponerse en contacto con otras imágenes. Las otras imágenes no tendrán poder sobre ella, y ella no tendrá poder sobre las otras imágenes. Ni acción ni reacción. Es definitiva e inutilizable en el sistema del cinematógrafo. [...] Aplanar mis imágenes (como con una plancha), sin atenuarlas” [trad. cast.: Notas sobre el cinematógrafo, Madrid: Ardora Expres, 2017]. Encontramos esta misma exigencia en varias entrevistas: “He observado que cuanto más plana es una imagen, menos expresa, más fácilmente se transforma al contacto con otras imágenes” (“Un film de mains, d’objets et de regards”, Arts, 17 de junio de 1959, incluido en Bresson por Bresson. Entretiens (1943-1983), París: Flammarion, 2013). O también: “No me gusta hablar mucho de técnica, porque no hay técnica, pero, digamos, tengo la costumbre de aplanar todas las imágenes por una buena razón: es porque creo, o mejor dicho, estoy seguro [...] de que si una imagen permanece como estaba, tomada aisladamente en la pantalla, y no cambia cuando la pones al lado de otra imagen, no hay transformación, no hay cinematógrafo” (“Trouver un truc pour arriver à la vie sans la copier”, Pour le plaisir, ORTF, 11 de mayo de 1966, igualmente incluido en Bresson par Bresson) [trad. cast.: “Un film de manos, objetos y miradas” y “Encontrar un truco para llegar a la vida sin copiarla”, respectivamente, Bresson por Bresson, Buenos Aires: El cuenco de plata, 2014].
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