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Couperin no solo fue un gran maestro del clavicémbalo: fue un virtuoso. Pero él mismo confesó que le habría gustado que a sus dedos acudiera otro sonido que el retumbar del clavecín. Le habría encantado un instrumento distinto al que dominaba. No sabía precisar cuál. No habría sabido decir cuál.
Cuando componía escuchaba otro sonido que el que llenaba el espacio.
No sé si yo puedo decir que mi postura respecto al libro códice es la de François Couperin respecto al clavecín.
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Sainte Colombe añadió una cuerda grave de más a la viola.
Chopin, Scriabin, según ellos, fueron los «instrumentos de su instrumento» de manera absoluta. Sin piano no existían.
Lo mismo sirve para Gould.
Pero cada vez que se me plantea la pregunta sobre el medio en el que la escritura adquirió su rostro al final de la Antigüedad, me siento tan insatisfecho ante esta cara de dos páginas simétricas, este extraño pájaro de dos alas pálidas, como incapaz de renunciar a él. No estoy seguro de que más allá de las formas que adquiera el escrito, que haya adquirido antaño, que pueda tomar, no haya adquirido, no pueda adquirir, otra forma posible aún más extraordinaria que las precedentes.
Otra ascesis posible se revelaría más radical aún, más impresionante, más vertiginosa, más profunda, más inusitada, más indomesticable, más aislante, más solitaria.
Otro silencio, capaz de hacer callar más intensamente a la lengua hablada, brotará.
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Silencio de la lectura. El silencio no pertenece a la naturaleza. El silencio no pertenece siquiera al universo negro, inmenso, cósmico que es un inmenso retumbar que implosiona. El silencio es ese extraño depósito del mundo lingüístico. La música escrita íntegramente a partir del siglo XVII es el concentrado de esta ristra de lenguaje hablado que se ha silenciado.
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El corazón de la música europea —de este silencio redoblado de la lengua que constituye el corazón de esta música— es el silencio sublime de la literatura.
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