DOCE HIPÓTESIS ANTES DE LAS TEORÍAS
(1)
Antaño, el hombre teórico contemplaba el mundo con la distancia que exige toda visión. Por mor de esa lejanía, se reconocía en las imágenes de las cosas. No hay reconocimiento sin distancia.
El conocimiento era un trasunto del “comer o ser comido”, primera de las leyes animales que también el ser humano lleva inscrita en la piel. La buena imagen –de sí– encumbró a los hombres teóricos. Fueron tiempos de prosperidad visual.
Satisfechos en la medida de su imagen, los hombres teóricos empezaron a ocuparse muy seriamente del espacio. Lo planificaron. Organizaron encuentros al margen de los ágapes y otras circunstancias felizmente sobrevenidas. Conocer dejó de ser un manjar para los sentidos desordenados. Hubo que utilizar cubiertos: estructuras, conceptos.
El lenguaje se estilizó a costa del habla; la escritura es el resultado de esa estilización.
(2)
Las comunidades de amigos se transformaron en sociedades cuyos miembros se reunían con el fin de quitarse la palabra, unos a otros, según protocolos progresivamente explícitos. Uno de los amigos se alzaba con el trofeo, convirtiéndose en el campeón de las discusiones. El campeón se convertía en maestro. Se crearon séquitos.
A la muerte del campeón, los discípulos más fieles –por lo general, los menos agudos– libraban batalla para hacerse con el puesto. Los maestros pasaron a ser jefes y los discípulos, esbirros. Los más despreocupados por la conservación de su posición tuvieron que emigrar hacia otras formas de escritura. Algunos produjeron coloristas cadenas de humanidad.
(3)
Desde su origen, la teoría es el arte de componer y evaluar imágenes o de contemplar y evaluar su composición. No se reduce a un arte en sentido técnico; no es solo una política en sentido táctico. Tampoco es ciencia en el sentido moderno de la expresión. Podría considerarse la ciencia de los matices, pero cualquier abuso retórico es una claudicación estética.
La teoría es una actitud visual, puede consistir en cerrar los ojos.
Los ciegos con aptitudes sapienciales tienen una ventaja teórica, imaginan más libremente. Se aproximan a la antigua figura del adivino.
(4)
La obsesión contemporánea por la pequeñez no es simplemente el ardid de la Historia replegada en las paredes del tiempo que contempla los acontecimientos a escala propia, desde el interior de una hornacina, o la consecuencia de la multiplicación exponencial de los conocimientos, que hace inviable la posibilidad de un sistema; es también una forma de intensificar la producción por parte de quienes tienen que ganarse la vida, un método para la supervivencia teórica. Eso complica las cosas; sobre todo, complica las ideas. Quienes tienen que ganarse la vida, literalmente, no disponen de tiempo para tomar distancia y ocupar ese trecho con teorías.
El trecho se produce a la vez que se ocupa; las ocupaciones múltiples dejan al individuo exhausto, consumen la energía que necesita el entusiasmo. Da igual si la teoría produce un desencantamiento respecto a la vida, al mundo: no hay teoría si no hay entusiasmo.
Al tener que ganarse la vida, el hombre teórico se ve obligado a la fragmentación. La producción se intensifica con el peligro que ello entraña: la creación de islas en serie que no se corresponden con los antiguos mapas homogéneos ni con la heterogeneidad de las cartografías. Algunas islas se mantienen en pie sobre las aguas, conforman archipiélagos.
(5)
Actualmente, desde hace mucho tiempo, la disciplina es un lujo. La perseverancia es un lujo. El tiempo es un lujo. La distancia (de lo) social es un lujo. Teorizar es un lujo que aburre a los practicantes de la inmediatez, de la espontaneidad, de la sinceridad. No es “la verdad” lo que está en crisis sino la veracidad, de la que depende la búsqueda. El hombre teórico no desea reencontrarse al final del camino consigo mismo. Para ese viaje, mejor ponerse en manos de un experto en autoestima. Cada época ofrece oráculos a la altura de la vulgaridad excitada.
(6)
El aburrimiento es un producto social, se cultiva socialmente. Cuanta más incomprensión planificada, menos probable es que se genere el entusiasmo que puede producir un cambio radical. O una permanencia radical. Desaparece el trecho que va del dicho al hecho.
El entusiasmo comparece como una forma de opresión para los oficiantes del mero hablar-por-turnos.
(7)
Teorizar no es lo contrario de percibir. Lo contrario de la teoría es el etiquetado. No deben confundirse estos verbos: clasificar, etiquetar. Los diletantes viven de esta confusión, no perdonan ninguna forma de entusiasmo lógico. Las producciones estéticas están a la altura de esta confusión autosatisfecha.
(8)
Debe haber distancia, incluso entre los que se ahogan.
(9)
La filosofía siempre ha sido –y será– una relación posible entre los ojos, la imaginación y la memoria. La filosofía morirá de un atracón de imágenes. Entre nosotros, hay buenos filósofos que se dedican a engordar el pez. Estos amigos de lo resbaladizo se pertrechan de anzuelos muy sofisticados; lo que para ellos es inmediato, para el resto de la humanidad es un mundo demasiado elevado. Escriben para los ahítos de conceptos, no para los ayunos de imágenes.
(10)
En algunas tradiciones antiquísimas, los sabios no estaban bien vistos. A diferencia de los sacerdotes y de los profetas, se consideraba que iban a lo suyo. Es una percepción muy ajustada. Hay que tener mucho cuidado con los sabios.
Hoy, un sabio puede ser un experto en finanzas o un expresidente de gobierno (lo que viene a ser casi lo mismo). Sobre esa perversión del lenguaje no hay nada que decir; basta con señalarla. No obstante, prolifera una especie a medio camino entre el sabio y el profeta. Imbuidos en un halo de divismo ontológico, estos especímenes se consideran exentos a la hora de razonar y se ven provistos de grandes cualidades délficas. Es difícil no verse –uno a sí mismo– así y librarse de esta mistificación: poesía de la filosofía de la poesía.
(11)
Entre la filosofía y la poesía, es difícil no caer en estos pozos sin fondo del que mira tan arriba. En realidad, se contempla a sí mismo a la espera del aplauso, que siempre es social. A no ser que la mirada descubra otra cosa y a no ser, por encima de todo, por debajo de cualquier aspiración, que la expresión de la mirada haga partícipe a los demás de ese descubrimiento (alétheia). ¿Cómo saber que esa participación no completa la jugada del embeleso narcisista a gran escala?
A no ser que: esta es una buena fórmula.
(12)
Ver, saber, teorizar. A no ser que nada de esto importe, pero incluso en ese caso: no ver, no saber, no teorizar. Incluso en ese caso es necesario saber no ver, saber no saber, saber no teorizar.
No saber que no se sabe ver, saber, teorizar: este es el origen y el final. Entretanto, lo imposible sigue siendo necesario para quien no ha perdido esta especie rara de entusiasmo que permanece ligada a los cambios y pertenece, paradójicamente, a una modalidad de quietud que la Historia sigue transmitiendo bajo las categorías oficiales del tiempo humano. Mientras haya dos, seguirá habiendo uno. Un escritor, un lector.
Carecemos del aval de nuestro siglo… ¿Y qué?