Me gustan los libros. Me gusta su mundo. Me gusta estar en la nube que forma cada uno de ellos, que se eleva, que se alarga. Me gusta proseguir la lectura. Me entusiasmo al recuperar ese peso ligero y el volumen en el hueco de la mano. Me gusta envejecer en su silencio, en la larga frase que pasa bajo los ojos. Es un río abrumador, al margen del mundo, que desemboca en el mundo pero que no interviene en él de ninguna manera. Es un canto solitario que solo oye quien lo lee. La ausencia de sonido externo, la ausencia total de alboroto, de quejumbre, de abucheos, el alejamiento máximo de la vocalización y de la turba humana que permiten los libros, traen una música profundísima que comenzó antes de que apareciese el mundo. Quizá la música verdadera también la reemplaza en el momento en que es escrita. Amo litteras. Amo las letras. Música silenciosa de los estilos de los escritores preferidos: son —como tantas desnudeces— devastadores, particulares, íntimos, conmovedores, incomparables. El agua de Nerval en los bosques llenos de estanques y de fuentes que rodean Chantilly y su vasta luz transparente. La bahía de Chateaubriand y su ruido incesante, salpicando, violento, el oleaje entre las rocas de granito negro hasta la península de Saint-Malo, hasta la embocadura del Rance y sus algas infinitas. Los viajes a caballo de Montaigne por los caminos de Suiza e Italia, secos, sinuosos, polvorientos, urinosos; súbitamente descabalga junto a su torre en el apogeo de las guerras perpetuas, civiles, religiosas. El eco violento de los disparos de mosquete de la Fronda, que retumba por encima de los muros de las calles estrechas de París; las barricadas que levantan con barricas, con toneles, con barriles que han llenado de piedras, con gritos roncos y bruscos, gritos terribles, gritos de degollados en La Rochefocauld. Las cercas y las zanjas, los robles, los animales, los héroes, los pájaros de La Fontaine en el bosque y las colinas que rodean Soissons, Villers-Cotterêts, La Ferté-Millon. Los Alpes sublimes de Rousseau con cimas cubiertas de nieve.
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Colmillo Blanco, al principio de la maravillosa novela de Jack London, es un cachorrillo monísimo y empapado. Acaba de nacer. No se puede decir que haya «visto la luz», porque la loba ha parido en el fondo de una gruta. Poco a poco, cuando no está la madre, explora el espacio que lo rodea en el interior de la oscurísima cavidad. El lobato ve de repente, al final de la cueva, una especie de rectángulo blanco en medio de la penumbra. Se dirige hacia esta «pared de luz». No sabe que esa «pared de luz» se abre. Que esta página de luz permite salir a la belleza del mundo. Descubre emocionado que esa pared de luz es un espacio libre, que se atraviesa, que da acceso a un territorio completamente distinto de aquel zulo estrecho y oscuro donde hasta entonces vivía encerrado y hambriento. Asoma con cautela una pata por el rectángulo de luz.
La pared luminosa se abre.
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El libro se abre.
Leer reabre de par en par el pasaje hacia la vida, el pasaje por donde pasa la vida, la luz repentina que nace con el nacimiento.
Leer descubre la naturaleza, explora, hace surgir la experiencia en la palidez del aire, como si naciésemos.
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Leer: