Por Joan Flores Constans
Mi trabajo me obliga a estar al día de los libros que se van publicando a lo largo del año si quiero dar razón, aunque sea de forma sucinta, a las consultas de los lectores ―cada vez menos frecuentes; el mío es un oficio en extinción, y no solo por culpa de los nuevos medios de información y recomendación (¡jajajaaa!), pero esa es otra historia que, tal vez, algún día intente explicar―; esta exigencia conlleva que muchos de los libros que leo regularmente pertenezcan a esas novedades, aunque evito aquellos que, por mucho bombo y platillo que hayan provocado en los medios audiovisuales, en las reseñas o en las comunicaciones editoriales (algunas referencias, como Goodreads, los algoritmos o los youtubers, las descarto por principio; tienen la misma fiabilidad que las fajas que acompañan a los libros), son directamente execrables ―una mirada a las mesas de novedades de cualquier librería es suficiente para inducir a la vergüenza ajena o, directamente, al vómito―. Me he dado cuenta de que esta circunstancia, esa lectura obligada, conlleva un descenso involuntario de mi nivel de exigencia lectora ―aunque ese descenso no llegue a caer en la tentación de leer la última confesión del chico al que ha abandonado su novio y que, además, fue maltratado en su infancia o los pesares de la chica cuya mayor tragedia en sus años de corta vida fue quedarse sin batería en el móvil cuando era cuestión de vida o muerte enviar un mensaje de texto, por no hablar de la autoficción de manifiestos iletrados o las memorias de personajes que apenas han superado su adolescencia mental―, de manera que acabo valorando, casi sin darme cuenta ―mea culpa―, algunas de esas lecturas muy por encima de su mérito real ―no pretendo disculparme, una simple ojeada a mi blog es la muestra más fehaciente de esa relajación de la exigencia―. Afortunadamente, este proceso queda interrumpido ―podría hablar de poner el contador a cero― cuando, cansado de estar al día ―o, en otras palabras, de tragar porquería― busco o llega a mis manos alguna novela mayor, esos libros que tal vez no se valoraron en su justa medida cuando se publicaron por primera vez, con frecuencia porque el mismo autor había escrito novelas manifiestamente mejores ―sin darnos cuenta de que la peor novela de Stendhal, o de Dickens, o de Faulkner, está a años luz en calidad de la mejor novela, a menudo la primera, que por merecimientos debería ser la última, del recién descubierto fenómeno editorial―, o porque el nivel de exigencia lectora de la época era bastante más alto que el actual ―aunque el número de lectores fuera sensiblemente menor―; algunas editoriales ―pocas, muy pocas― insisten en publicar grandísimas novelas agotadas, descatalogadas o desconocidas de autores dignos de figurar en las nóminas de clásicos, y el agradecimiento que les debemos los lectores debería ser eterno por permitirnos sacar por un momento la nariz de la cloaca y respirar Literatura. Toda esta exposición viene al caso porque Shangrila, una editorial dedicada, en principio, a textos relacionados con el cine, ha puesto a nuestro alcance ―no es la primera vez que cometen la osadía de publicar a Gracq, un autor fundamental de la literatura europea del siglo XX― Un bello tenebroso (Un beau ténébreux, 1938), segunda novela del francés, después de En el castillo de Argol (Au château d'Argol, 1938), una excepcional parodia, sin sentido peyorativo, de la novela gótica del Romanticismo, pasada por el filtro de un incipiente surrealismo.
El protagonista del texto, ese bello tenebroso, es un personaje que, onomásticamente, podría remontarse fácilmente al Beltenebros cervantino; un tipo con un alto componente de misterio y tragedia, pernicioso para su entorno y letal para sí mismo, que encarna, a la vez, la fragilidad del hombre moderno y una rígida naturaleza del espíritu. El carácter arquetípico del personaje principal remite al Fausto de Goethe por su carácter, valga la redundancia, fáustico, pero también en su vertiente diabólica, situada por encima del bien y del mal por su carácter generador; es decir, desde el punto de vista romántico, el poeta.
La acción se ubica en un hotel de la sombría, salvaje y primordial Bretaña, en el que se hallan hospedados los protagonistas, personajes pertenecientes a la sociedad bienestante; entre ellos, Gérard, cuyo Diario es la primera de las fuentes narrativas, y Christel, una enigmática joven hospedada en el mismo hotel, que atrae todas las miradas de los huéspedes; se trata de un personaje dominado por el tedio vital desde la infancia, apasionada y voluble, sometida al influjo de un fatum trágico y dramático, y con una insoslayable tendencia a transitar por el filo del abismo, arrastrando con ella a todo el que la sigue. Solitaria y misántropa, parece fatalmente destinada a las relaciones tempestuosas e inviables, y solo puede ser salvada por un amor incondicional que renuncie a su propio ser para fundirse, en una improbable aleación de opuestos, en una total unión de espíritus. En su Diario, Gérard registra, mediante la narración indirecta, pero de forma literal, las conversaciones mantenidas con Christel; todo ello, mezclado con las percepciones del propio Gérard, que van cambiando de signo y de intensidad a medida que progresa en el conocimiento de Christel; es decir, a medida que va cayendo bajo su embrujo.
«"Tal vez me equivoque [declara Christel] al decir esto, pues dar voz a los pensamientos es casi como pronunciar un voto, pero estoy destinada, creo, a arruinar mi vida. Me preocupa muy poco lo que no es importante. Es como si, dominada por una especie de rabia, devolviera la nada al vacío. "¡Que al menos el tiempo perdido permanezca perdido! ¡Que no se pueda sacar provecho de lo que estuvo vacío!" Esa es la nobleza que me gusta. Qué no daría por flotar dormida sobre esos espacios de tedio vital, todos esos momentos en los que no es imposible escapar a la idea de que podríamos estar en otro sitio"».
La aparición de Allan, el bello tenebroso, en el hotel, acompañado de Dolorès, de relación y filiación desconocida, justo cuando Gérard pensaba marcharse, embargado por el tedio ―una marcha que se suspende, en principio, por simple curiosidad―, altera el equilibrio precario del lugar. Al poco tiempo, la curiosidad se troca en fascinación y todo el mundo se apercibe de que esa llegada supondrá cambios fascinantes.
«Comprendí que Christel era tan sensible como yo al encanto de esta extraña pareja, al menos al de Allan. Anoche, por ejemplo, cuando la conversación giró en torno a ellos al salir del casino, su indiferente silencio fue revelador. Sus breves y casi duras palabras también me dieron la impresión de que lamentaba las confidencias que me había hecho la otra noche, y creo que comprendí que este arrepentimiento principalmente se debía a que ahora tenía algo menos que dar a otra persona. ¿Acaso ella lo ama? Me refiero a si lo ama ya con ese deseo irresistible de dar, de reunirlo todo, de postrarnos a los pies de la persona a la que amamos, ese deseo que de súbito hace que incluso los viejos regalos se nos antojen una mezquindad».
Su sed de información acerca de Allan queda, en principio, colmada por el escrito que le deja un amigo de la infancia, que Gérard reproduce también en su Diario, y en el que queda clara la capacidad de fascinación del individuo desde su época escolar y su poder desestabilizador para todo y todos cuantos le rodean. Posteriormente, en un encuentro personal, Gérard no hace sino confirmar sus sospechas.
«"Soy una persona [declara Allan] para la que el mito carece de sentido. No puedo concebir cómo la gente puede sustentarse con semejante engaño, cómo esa necesidad de revelación que atormenta al hombre podría satisfacerse a menos que vea, a menos que toque. No podemos aplacar nuestra sed en los lugares donde en tiempos vivió un héroe legendario. Tomás tocó las heridas de Jesús, y el cristianismo, ridículo cuando menos, nunca habría tomado forma en esta tierra si Cristo no se hubiera encarnado, pues para que el cristianismo existiera, Cristo tuvo que existir, nacer en ese pueblo, en esa fecha, mostrar esas manos perforadas a los incrédulos y desaparecer de su tumba de un modo que nada tenía de metafórico. ¿Cómo podría haber resultado convincente sin esa inimitable presencia? La búsqueda del Grial fue una aventura terrenal. El cáliz existía, la sangre fluía y, al verla, los caballeros sintieron hambre y sed. Todo eso se podía ver. ¿Con qué ojos, aparte de estos ojos de carne, podría aprehender yo la maravilla? La maravilla, la gran maravilla es para mí que la gente pueda vivir nutriéndose de tales personajes dudosos, unos fantasmas abominablemente descoloridos con los que nos engaña la mente, el espíritu de renuncia de este siglo, verdaderamente el más humilde que haya existido jamás, ese que convierte a la divinidad en un personaje nacido de su propia mente. No puedo contentarme a menos que estas dos mitades de mí se unan y, ya que a usted le gusta Rimbaud, a menos que posea la verdad en un alma y en un cuerpo"».
Y es que, por lo que parece, la presencia de Allan ha afectado a Christel con mayor intensidad, si cabe, que la propio Gérard.
«No hay nada, como le dije a Jacques, contra lo que el hombre se rebele más que contra confesar el secreto e inmediato poder que sobre él tiene su prójimo. Tal vez no haya nada más frecuente, más cotidiano. Un poder brutal, irreverente como el rayo, en el que la inteligencia, el valor, la belleza y el lenguaje no son sino una mera electricidad animal, una polarización que se desarrolla súbitamente. Estar hechizado. Y sin retorno. Nunca se habla de ello: es un tabú, pero al cabo de muchos años, durante una conversación, los iniciados de pronto reconocerán, por una mera inflexión de la voz, por una mirada que de pronto se aparta, el paso del ángel, una repentina revelación compartida, el amor a primera vista: "Dios reconocerá a sus ángeles por la inflexión de sus voces y sus misteriosos pesares"».
La indudable y manifiesta superioridad espiritual de Allan sobre sus semejantes conlleva, como si fuera una compensación negativa de su ventaja, una extraña tendencia a la autodestrucción, pero no a la muerte directamente, sino a la perpetuación del sufrimiento. Esta característica, innata en ese tipo de individuo, es capaz de provocar una especie de admiración que, a menudo, deviene en pura envidia, por parte de aquellos individuos que no disfrutan de la suficiente fortaleza de espíritu para soportar la tensión pero no pueden dejar de admirar el efecto que ese carácter posee con respecto a los demás.
Es en ese afán de emulación y en la imposibilidad de materializarlo, donde se ubica la circunstancia que convierte al sujeto en una naturaleza sobrehumana, localizada más allá del tiempo y con una existencia ancestral no sujeta a las mismas vicisitudes que el resto de los mortales, capaz de adueñarse no solo de la voluntad de sus acólitos, sino también de sus oponentes; es, en definitiva, la personalización del mismo Diablo.
«¿Me equivoco cuando, ante todo, veo en Allan (acostumbrado como estoy, de un modo seguramente arbitrario, a personalizar ideas y a idealizar personajes) una tentación, una prueba, el signo aglutinador de nuestro grupo para todo aquel que tienda a aniquilarse, a destruirse a sí mismo, a abrirse paso, en un arrebato tan breve y violento como un acceso de ira, a través de la red de posibilidades escasas y razonables que la vida nos concede?»
Tanto el hotel, incluidos sus huéspedes, como sus alrededores, van adquiriendo, para Gérard, un carácter onírico, irreal, en el que el transcurso del tiempo no es sucesivo y los hechos parecen acaecer simultáneamente, y donde se han extraviado las nociones de precedente y consecuente en un remolino inestable e incalculable de ausencias y presencias concurrentes que obstaculizan la fijación de un patrón. La realidad se retira de forma progresiva e impredecible, y la sensación ocupa el campo desatendido dejando a los protagonistas huérfanos de referencias. En tales circunstancias, es la imaginación la que toma el control, y con esos cimientos tan poco firmes, la razonabilidad queda excluida de la ecuación, sustituida por la obsesión.
El mismo hechizo irracional bajo el que cae Gérard afecta también, con parecida intensidad pero con diferente carácter, a Christel; pero lo que en él es melodrama, en ella amenaza con convertirse en tragedia.
El clímax de la primera parte de la narración se alcanza en la entrevista entre Gérard y Allan, en la que aquel le exige una confesión de sus intenciones, poniendo a Christel como excusa, y por qué su aparente apatía parece disimular su tendencia al mal, una especulación que el propio Gérard reconoce infundada, pero que Allan intenta hacer pasar como plausible. Esta entrevista finaliza el Diario de Gérard, y un narrador anónimo, el mismo que presentó a Gérard al inicio, toma el relevo; este cambio supone un traspaso importante del punto de vista: el nuevo narrador no está implicado en la historia y su versión sobre Allan no está mediatizada por la fascinación ni por el repudio.
La despedida oficial de la temporada de verano se celebra mediante un baile de disfraces de personajes literarios. Allan y Dolorès van caracterizados de amantes de Montmorency, los protagonistas del poema de Alfred de Vigny que se suicidan después de pasar un último fin de semana juntos. La muerte y el deseo son las dos caras de una misma moneda, y ningún cambio será perceptible si, al lanzarla, cae de la una o de la otra porque ambas son letales. La fiesta es la última oportunidad para que cada uno muestre sus cartas, gestione sus asuntos pendientes y lleve a término las espectativas propias y ajenas; es bajo el anonimato que procura el disfraz paradójicamente, como cada uno debe mostrarse y comportarse con más fidelidad a su propio espíritu.
Sin embargo, una vez desveladas todas las estrategias, la tragedia no se desata de forma inmediata e irremediable, como sería de esperar, sino que se materializa mediante la renuncia a la grandeza y a la heroicidad para proceder paso a paso, de forma casi imperceptible, como la carcoma, para destruir desde dentro, sin asomo de piedad y sin ninguna razón ―si tuvo alguna en algún momento, lleva tiempo desaparecida por inanición―, la destrucción por la destrucción, más por puro deleite que por dejadez.
«Se sentó al borde del acantilado y, con las piernas colgando, se puso a mirar vagamente hacia el mar. Desde asquel abismo se elevaba un letargo que le fascinaba. Con las manos heladas aferradas a la roca, las piernas temblándole, sintió que en su cabeza se agolpaban unos remolinos de tinieblas, de frías ráfagas de viento. Su corazón latía de forma irregular. Cerró los ojos. Pasó largos minutos presa del vértigo, un delirio al que se abandonó, al que invitó. Era ya noche cerrada cuando volvió a abrir los ojos a la luz de la luna. Una misteriosa paz se extendía sobre el mar casi inmóvil. En tierra firme, un perro ladraba a lo lejos, tan tranquilizador, tan tranquilo. Empezaba a soplar una gélida brisa terrestre. Se sacudió con brío y volvió a poner en marcha el coche».
¿Pueden la valentía y la arrogancia intercambiar sus papeles? ¿Hasta qué punto son complementarias u opuestas? Se puede ser arrogante sin ser valiente, pero ¿es posible ser valiente sin ser arrogante? ¿Se puede aislar una de la otra? ¿Hasta cuándo puede mantenerse, si cabe, esa separación? ¿En qué medida puede sacrificarse la una a la otra?
«―Y ya ve, Christel, ahora conozco un secreto. Un secreto terrible. Sí, sabía que alrededor de un hombre en el momento de su muerte, cuando no lo decapitan de improviso y de inmediato, cuando no se trata de una muerte violenta, cuando esta le permite verla venir, siempre hay una multitud. Solo hay que ver los teatros y las ejecuciones. Pero lo que no sabía es que no es bueno dejar que la muerte se pasee mucho tiempo por la tierra con la cara descubierta. No me había dado cuenta... de que perturba, despierta la muerte aún dormida en lo más profundo de los demás, como un niño en el vientre de una mujer. Igual que cuando una mujer se encuentra con una embarazada, aunque gire la cabeza hacia otro lado, sí, en el fondo, si las miráramos bien, sentiríamos que son cómplices. ―La miró y asintió con la cabeza con una convicción infantil―. Sí, es su propia muerte la que repentinamente se revuelve dentro de ellos. Y no es fácil estar en contra de ella».