Escritos sobre cine, de Jean Epstein
Roberto Amaba
El deseo de Jean Epstein era filmar la existencia de las cosas, la vida de todo aquello que habíamos dado y tenido por muerto. Y hacerlo de frente, con el sol en la cara, en primer plano, de la manera más visible y exaltada posible: al ralentí. Ese animismo incurable, esa enfermedad infantil del pensamiento, hizo que el movimiento, por mínimo que fuera, continuara reinando en la enfermedad, en la agonía y en la muerte. Dilatando su llegada, sublimando el gesto, acercando el rostro al orificio por el que se escapaba el aliento, la imagen quiso desafiar cualquier tipo de cierre. En esos segundos sin fin, en esa vida que se resistía a partir, su cámara acertó a fijar la eternidad. Epstein nos entregó la salvación gracias al registro del desastre. Y al mismo tiempo que lo filmaba, sobre cabrilleos, nubes y velos que hoy nos siguen pareciendo nuevos, intentó escribirlo. Lo hizo a salto de mata, en libros y textos salidos de madre, heterodoxos y, con el tiempo, iterativos. Su escritura se deslizó hacia otra suerte de ralentí, el de la letra, donde la repetición no fue tan grácil como en la imagen. Es esta marejada escrita, la dificultad del párrafo nudoso, de la idea replicada y de la palabra trabada la que ahora me interesa.
Écrits sur le cinéma fue publicado entre 1974 (primer tomo) y 1975 (segundo tomo) por Ediciones Seghers. Desde entonces y hasta el año 2020 se ha mantenido como el libro de referencia a la hora de localizar sus artículos más dispersos y furtivos. También aquellos que, por diferentes razones, nunca llegaron a ser publicados en vida o de manera póstuma. Los cuarenta y seis años que separan ambas fechas, al margen de cuestiones logísticas y coyunturales, hablan de la vigencia de la publicación original y de un período donde el poeta no gozó de la misma fama que luce en la actualidad. Primero a partir de 2014, y más tarde desde enero de 2019 hasta el aciago marzo de 2020, Nicole Brenez, Joël Daire y Cyril Neyrat han renovado y dirigido el proyecto de una obra integral que, bajo el título Écrits complets, asoma como definitiva. Los volúmenes publicados hasta el momento, con recursos de facsímil cuando el original lo requiere y con prólogos, notas e introducciones de diferentes expertos, se iniciaron de manera acronológica con el tercero y el quinto en Éditions Independencia, para ir completándose un lustro después con el primero, el segundo y el sexto en Éditions de L’oeil.
Jean Epstein. Écrits sur le cinéma (Seghers, 1974-1975)
Y sin
embargo, cuando esta puesta al día del legado escrito parecía convertir en
obsoleto el antiguo trabajo de Seghers, este reverdece y se mantiene como lo
que es: un pionero, un clásico apenas esbozado diez años antes por Pierre
Leprohon para la colección Cinéma d’Aujourd’hui de la misma editorial. En el esbozo
y en su forma final estamos ante un libro imperfecto por naturaleza, construido
a partir de retales que, a la manera del monstruo, se desliga de su creador y adquiere
conciencia propia. Carne revenida y carne fresca sometida a una serie de fracturas,
de insinuaciones, de tornillos mal apretados, de ausencias, de repeticiones y
de cicatrices que se perciben a la manera de una vieja ley de la Gestalt. Écrits sur le cinéma es el libro que
retiró las piedras del campo, el que desbrozó las hierbas, abrió el surco y
esponjó la gleba. El mismo que guarda y nos ofrece una fertilidad que no se
detiene en los años setenta, sino en los inicios del siglo pasado. Una lectura adecuada
mientras, desde el jardín, vemos arder el molino. Una suerte de colofón más que
de epígono de aquel asalto francés a la Bastilla de la modernidad. Es decir, de
todo lo que suponía pensar y escribir el cine.
Y ese
todo era mucho. Un camino retorcido, jamás acumulativo, con tonos de búsqueda prehistórica
y por lo tanto infinita que había sido anticipado en la Belle Époque por la
filosofía de Henri Bergson. Un tranco de imágenes en y del movimiento advertido
y divulgado por Canudo, Fescourt, Baroncelli, Lionel Landry, Léon Moussinac,
Arroy Juan, Paul Ramain, Louis Delluc, Germaine Dulac, Gance, Grémillon,
Chomette, L’Herbier y continuado al galope, entre alucinaciones e impulsos
neurales, por Antonin Artaud. Más tarde, cuando el cine ya se había consolidado
como lugar de encuentro de poetas (Desnos, Apollinaire, Aragon, Cendrars),
artistas, músicos, historiadores y escritores, aparecieron los textos y los
libros del citado Leprohon, de Georges Sadoul, Jean Cocteau, André Bazin,
Roland Barthes, Joseph-Marie Lo Duca, André Malraux y, sobre todo, Christian
Metz y Jean Mitry.
Jean
Epstein brilló y hasta escandalizó, pero no lo hizo solo. Como complemento
imprescindible a la intensa actividad de prensa y editoriales, de revistas y
cineclubes, Écrits sur le cinéma se conserva
como otro hito de la literatura cinematográfica francesa y europea. Una
compilación que funcionó a partes iguales como desagravio y como reconocimiento
tardío. Henri Langlois, en un memorable artículo en Cahiers du Cinéma, se
lamentaba que hasta aquella primavera de 1953, el mismo momento de su muerte,
nadie le hubiera prestado la atención que merecía. En el lamento y en el
reproche se aludía de manera implícita a quienes, desde aquellas mismas
páginas, al calor de su rancia política de autores, no tuvieron a bien atenderle.
Hoy el libro debe ser leído con varias condiciones en mente. No es mi intención
ser normativo con las lecturas de nadie, ni siquiera con la mía, pero parte de
esta reseña se centrará en explicar cuáles son dichas condiciones, por qué
motivos existen, cuánto nos enseñan y de qué forma condicionan nuestra mirada y
nuestra lectura.
I. Actualidad de Jean Epstein
La
visibilidad de Epstein en la época de Internet ha sido un proceso firme pero
desigual cuyo inicio, difuso y caprichoso, podría quedar situado en el
centenario de su nacimiento: 1997. Apenas dos años después de otro cumplesiglos
insigne, el del propio cine, el documental Jean
Epstein Termaji (Mado Le Gall, 1997) pareció recordar la efeméride. En 1998,
un libro colectivo coordinado por Jacques Aumont y editado por Las Belles
Lettres, quiso reanimar el pulso de la letra. Jean Epstein. Cinéaste, poète, philosophe nos dejaba a las puertas
del nuevo milenio cuando, en pleno efecto 2000, el culto creciente se asentó gracias
al inventario y a la apertura de los documentos entregados por su hermana Marie
Epstein a la Cinemateca Francesa. A partir de entonces, de Estocolmo (Svenska
Filminstitutet, 2001) a Nueva York (Anthology Film Archives, 2012) y de Chicago
(Universidad de Chicago, 2008) a Bolonia (Il Cinema Ritrovato, 2009) y París (Cinémathèque
Française, 2014), no han dejado de programarse, analizarse y restaurarse sus
películas. Con las imágenes resucitadas, con la mansión Usher volviendo sobre
sus cimientos en un alarde de lo que su creador habría ensalzado como la urgente
reversibilidad del tiempo, se multiplicaron las publicaciones en torno a su
figura así como las reediciones de algunos de sus textos.
Que en
el siglo XXI Jean Epstein se ha convertido en, como se dice con cursilería no
disimulada en determinados ambientes académicos, sujeto de estudio transnacional,
lo demuestra la siguiente recopilación de estudios originales, de compilaciones
y de traducciones parciales al italiano, al inglés y al alemán. L’essenza del cinema. Scritti sulla settima arte,
supervisado por Valentina Pasquali (Marsilio, 2002); Jean Epstein, cinéaste des îles, de Vincent Guigueno (Jean-Michel
Place, 2003); Avantgarde, Experiment & Underground. Jean
Epstein: Das sichtbare im ungesehenen, de Nina
Gülicher (Strzelecki Books, 2009); Jean
Epstein: Critical essays and new
translations, de Sarah Keller (Amsterdam University Press, 2012); Jean Epstein. Corporeal cinema and film
philosophy, de Christophe Wall-Romana (Manchester University Press, 2013); Bonjour cinéma und andere schriften zum kino,
de Nicole Brenez y Ralph Eue (Austrian Film Museum, 2014); Jean Epstein. Une vie pour le cinéma, de Joël Daire (La Muse
Celluloid, 2014); Jean Epstein. Actualité et
postérités,
coordinado por Roxane Hamery y Eric Thouvenel (Presses Universitaires de
Rennes, 2016); Le corps et la machine. La pensée de l'image
cinématographique chez Jean Epstein et Maurice Merleau, de Ken Slock
(Mimesis, 2016); De la photogénie du réel
à la théorie d'un cinéma au-delà du réel. L’archipel Jean Epstein, de
Chiara Tognolotti y Laura Vichi (Kaplan, 2020).
En
español, desde el espacio dedicado por la revista Archivos de la Filmoteca en
su número 63 (2009), con textos de Daniel Pitarch, Ángel Quintana, Stuart
Liebman, Laura Vichi y traducciones de Buenos
días, cine y El cinematógrafo visto
desde el Etna, siempre ha figurado la referencia para A propósito de algunas condiciones de la fotogenia. Un artículo
que, tal vez por esa ausencia previa de traducciones, ha sido mal asimilado
como único y concluyente escrito sobre el tema. Una versión que aparecía recogida
en el valioso volumen Textos y
manifiestos del cine, de Romaguera i Ramió y Alsina Thevenet (Cátedra, 1998).
Más tarde, con mejor (Intermedio, 2014) o peor suerte y sustento legal (Cactus
2014, 2015, 2019), aparecieron las traducciones de Buenos días, cine, El cine
del diablo, La inteligencia de una
máquina y La lirosofía,
respectivamente. Amén de un ensayo demasiado sintético y de carácter
divulgativo escrito por servidor para Ártica Editorial en la primera entrega de
Ojos sin rostro (2014). Atrio y preludio
del libro que ocupa esta reseña, Shangrila editó en mayo de 2020 Jean
Epstein. Cine, poesía, filosofía, un volumen coordinado por Pasión Rivière,
con guiño en su título al citado de Aumont, que contaba con textos de Joël
Daire, Alberto Ruiz de Samaniego, Nicole Brenez, Josep M. Català, Roberto
Amaba, Christophe Wall-Romana, Érik Bullot, Daniel Pitarch y Mariel Manrique.
II. El libro
La
edición primigenia de Seghers constaba de dos partes distribuidas de la
siguiente manera: un primer tomo de 436 páginas que abarcaba el intervalo
1921-1947, y un segundo tomo de 352 páginas para los años comprendidos entre
1946-1953. El principal cambio en esta edición a cargo de Shangrila, número 35
de su colección Contracampo, es la reducción de la obra a un único tomo de 694
páginas. Cada lector tiene sus preferencias y sus manías al respecto, pero como
mis gustos y mis fobias carecen de interés, solo diré que, siendo voluminoso,
se ha mostrado robusto. Ha resistido las alegrías y los disgustos de una lectura
larga y de un trajín intensivo de subrayados, aperturas, manoseos y
separaciones no siempre cuidadosas sin mostrar las costuras. Es, por lo tanto,
un libro que dentro de su tamaño resulta obediente y manejable (16 x 23 cm.).
El otro cambio respecto del original es la ausencia de ilustraciones, si bien en aquella edición eran muy escasas y en su mayoría anecdóticas. Solo se echan en falta las relativas a Buenos días, cine, así como un par de portadas de época y tres notas manuscritas. Se pierden, además, los índices onomásticos del final. En cuanto a la traducción, firmada por Mariel Manrique y Hernán Marturet, no puedo ejercer mayor juicio que el de un lector que, aun habiendo leído con anterioridad a caballo entre el francés y el inglés casi toda la producción escrita de Epstein, carece de la competencia profunda en lengua francesa para valorar como se merece un trabajo cuyas dimensiones y dificultad tienden a lo hercúleo. Sí puedo detectar que se mantiene la coherencia en las ideas y en la fidelidad a los conceptos, incluidos los más técnicos y complejos. Y que allí donde la prosa de Epstein siempre me pareció de enorme brillantez literaria, aquí conserva su calidad y fluidez. A mayores, está a salvo de erratas y solventa el fárrago eventual al que Epstein no fue ajeno.
Es esta,
entonces, la primera traducción al español de la histórica edición de Seghers. Nos
lo recuerda la nota tras los créditos y el sumario. Un breve sobre negro que
avisa del respeto a la integridad de una obra original, incluidas las notas a
pie de página, la filmografía, la bibliografía y el primer tratamiento (1951)
para el remake sonoro de La caída de la casa Usher, absolutamente descatalogada. Una obra que fue
el devenir de un mar rizado, un trabajo en constante desarrollo a lo largo de
los años y de las décadas cuyas constantes repeticiones no han sido
enmascaradas porque, lejos de entorpecer su comprensión, “iluminan el método
intelectual de Jean Epstein”. A fe que lo hacen, pero esta virtud acarrea un posible
defecto que puede apreciarse como conclusión adelantada: a pesar de su
organización cronológica, el libro no se muestra amigo de una lectura
continuada y progresiva. Vástago de la modernidad, cuerpo unitario levantado
sobre variaciones y fragmentos, vacila y se inclina hacia una lógica de la
rayuela. En esta oscilación, en este sentido de un llegar solo para volver, el
libro se acerca a la estructura y a la función de una obra de consulta. Casi a
un diccionario y hasta a una etimología vital de sus letras, de su tiempo y de sus
imágenes. Traicionando una de sus metáforas favoritas, se resiste a formar un
mundo fluido carente de límites. Al igual que la lava del Etna, los párrafos y
los textos se abren a una dualidad diría que magmática entre lo frío y lo
caliente, entre lo líquido y lo sólido. Es aquí donde resulta innecesario
trazar juicios morales y literarios con el fin de dilucidar qué es virtud y qué
es defecto. En todo caso, el hijo escrito que ansiaba la posmodernidad, no pudo
renegar de su linaje moderno.
Esta
última línea, nacida de una lectura completa y acotada en el tiempo, me ha
refrescado maldades que quizá puedan ser compartidas. Una incide en la señalada
actualidad de Epstein, en por qué su recepción ha calado en un ahora digital que
ha redescubierto aquellas espumas invertidas, las facciones desenfocadas, las
sobreimpresiones y los ralentís plenos de cadencia y afecto. Seré escueto:
primero, algunas de sus ideas contenían el germen de una posmodernidad magreada
sin decoro por los teóricos y las universidades contemporáneas; segundo, el
retorno y el triunfo del animismo, del pensamiento mágico y del desiderativo;
tercero, la etiqueta, esa comodidad del pensamiento sintetizada en una tag; cuarto, el hábito y la pereza de
heredar ideas, de eliminar el impuesto de sucesiones, de citar sin leer y de
copiar y pegar. Creo que no exagero si puedo imaginarme un párrafo de Epstein
reconvertido en canción que, pocos días después, sería saludada por algún
crítico cultural como el último sampleo
del espíritu de la generación centennial.
Quinto, la recuperación y el auge del cine detenido, del frenesí del fotograma
y de las estéticas efímeras. Sexto y más importante, gran parte de las
reflexiones de Epstein confirman la capacidad humana para perpetuar creencias.
De seguir utilizando como nuevas ideas viejas y en ocasiones perniciosas. Es
parte de nuestra naturaleza más cándida, necesitamos seguir creyendo que lo
bonito es bueno y que además de bueno es verdad. Anhelamos el predominio de los
sentimientos sobre la razón.
En mi
caso, releer a Epstein ha supuesto un ejercicio maravilloso para enfrentarme a
lo incómodo. Esto es, a posturas con las que no estoy de acuerdo o que considero
directamente equivocadas e improductivas. Porque, séptimo, a lo anterior hay
que añadir que nuestra sociedad algorítmica se orienta más que se rige por el sesgo
de confirmación. Mi postura intelectual se ha ido formando sobre los opuestos
defendidos por Epstein, lo cual no obsta para apreciar su atrevimiento y lucidez.
Es más, necesito acercarme a reflexiones que me cuestionen, que me hagan dudar,
y Epstein lo consigue. Aprecio cada artículo porque conozco su contexto y sé
que allí poseían un valor histórico y estético hoy desvirtuado o vaciado de
sentido. Cuando a lo largo de esta reseña he utilizado el término “poeta”, no lo
he hecho de manera retórica, sino científica. Epstein fue más un poeta que un
teórico. Pero, ¿son términos excluyentes? No, y de ahí nació otro de sus libros
más felices: La lirosofía. Un
bosquejo de tercera cultura que, sin llegar a abandonarlo, fue perdiendo
intensidad en sus escritos sucesivos.
Epstein
se tomó en serio la disciplina y, en el trance, se agostó. Suele suceder cuando
se quiere incrementar a toda costa el rigor, que se pierde. En el combate y en
la quiebra de todas las normas, incuba el dogma. Como diría Pasolini, allí
donde todo es transgresión, desaparece el peligro. Su adhesión a las ciencias en
boga, amén de proporcionarle una grandilocuencia naif, afectó a su prosa y al
conjunto de sus cada vez más restringidas ideas. Queriendo ampliar el mundo de
lo más grande y de lo más pequeño, se contrajo. Queriendo desmaterializar la
existencia hasta hacer de ella un espacio etéreo y ubicuo (transeuclidiano), a
punto estuvo de amustiarse. Sus ideas entraron en bucle, en una espiral enfática
que, lejos de la majestuosidad de un Maelstrom, devino remolino de bañera. Toda
aquella “frivolidad” de sus comienzos, aquel desenfado técnico y poético de los
años veinte y de inicios de los treinta, se desvaneció. Queriendo rasgar los
límites del universo conocido para declarar el reino de una libertad no sujeta
a la razón, el Epstein que pretendió la maleabilidad perpetua del tiempo, de
las magnitudes y de los valores humanos, se almidonó como un alzacuellos.
Estas
últimas razones hacen que comprendamos mejor por qué Escritos sobre cine se resiste a entregarnos una lectura placentera
de principio a fin.
III. Teórico del cine
En la introducción del primer volumen (Las estructuras) de Estética y psicología del cine (Editions Universitaires, 1963), Jean Mitry
invistió a Epstein como primer teórico de cine. ¿Lo fue? Es probable. Sin
embargo, no es necesario responder a la pregunta porque, ¿alguien ha sido o es teórico
del cine? ¿Existe tal profesión? ¿Es una rama del conocimiento operativa y real
fuera de la burbuja académica? De todo aquel tejido cultural parisino al que
llegó desde sus primeros pasos en Lyon, tal vez fuera el único que mereció
semejante distinción. De la lectura de este libro se desprenden argumentos a
favor y en contra. A favor, generó y cultivó un corpus de ideas; muchas
originales y otras recicladas y adaptadas de diferentes saberes. En contra, careció
de un sistema que superara el voluntarismo y que consintiera el empirismo más
elemental. La introducción de Pierre Leprohon (p. 16) nos deja una oración
decisiva para comprender esta faceta de su vida: “No se trata de teorías que
Epstein enuncia, sino de conceptos que infiere”. A continuación, el mismo
Leprohon vuelve a declararlo como el primer filósofo del cine. El prefacio de
Henri Langlois se cierra con otra advertencia sobre el relieve auténtico del
libro: “Estos escritos son la clave de su obra”. Lo son, y el principal motivo
es el mismo hecho de su existencia. Quiero decir, justo cuando filmar estuvo más
cerca de pintar y de representar, Epstein reivindicó y practicó la importancia
y la cohabitación de la filmación, en tanto acto independiente liberado del
resto de las artes, y de la escritura.
Olviden la fotogenia, por favor. Desconfíen de términos como impresionismo y tengan mucho cuidado a la hora de mentar la vanguardia. Es solo un humilde consejo. Lean el libro y comprueben que, amén de no pertenecerle, la fotogenia es una idea pobre y estéril. No hace falta escribir tratados para desestimarla, aunque estos existan y sean recomendables (Doubting Vision. Film and the revelationist tradition). Tampoco conviene buscar aquellos conceptos que, a modo de presagio, hicieron fortuna en la posmodernidad. Convertir a Epstein en un posmoderno, en un adelantado a Las extensiones del ser humano, en padre putativo de Deleuze, en un solipsista y en un transhumanista avant la lettre, es el peor favor que podemos hacerle. El mejor homenaje es leerlo, disfrutarlo, discutirlo y enfadarse con él porque seguro que él lo haría con nosotros. Intuir cómo toda la luz inicial parece cubrirse de brumas y muselinas una vez pasada la Segunda Guerra Mundial. Escrutar entre renglones la angustia de un homosexual con ascendencia judía capturado y puesto en libertad. El tormento latente, la tempestad que se cierne para, una vez superada, soñarla, invocarla y revertirla.
Porque
este libro nos permite disfrutar de algunos de los pasajes más bellos escritos
sobre cine. Buenos días, cine no ha
perdido valía y frescor a pesar de que, un lustro después (p. 105), parecía
renegar de él. Su deliciosa lirosofía,
su “ciencia avanzada”, fue un proyecto más cabal y acertado que sus travesuras
junto al diablo, la máquina y el alcohol. En la publicación de Seghers, supongo
que por razones legales, solo aparecía como fragmento. El entusiasmo y la diversión
que transmiten sus memorias inconclusas, su ojo perspicaz en la disección del
cine llegado de otros países, su acercamiento a Auguste Lumière, sus trabajos y
aventuras como secretario raso del mundo editorial, el valor y el conflicto con
sus ilustres amistades, su admiración por Abel Gance y Marcel L’Herbier o su
peripecia en el primer largometraje sobre la vida de Pasteur. Allí, justo en aquel
instante donde él mismo se definía como “un aprendiz (…) poseído por teorías
bizarras”, empezó su obsesión por la revelación de una verdad superior mediante
la fotografía de las formas y los objetos. Filmando una simple probeta que el supervisor
se empeñaba en colocar recta porque “una probeta tiene que parecer siempre una
probeta”. A lo que el cineasta en ciernes le contestaba que los espectadores
debían percibir en ella “algo que jamás han visto todavía”. Este atrevimiento,
este ingenio y este anhelo sin saciar no de una
imagen sino de la imagen, era el
alimento preferido de Jean Epstein.
El poeta
no perdió su capacidad autocrítica. Se pudo tornar enmarañado, pero no mostró
signos de egolatría; no cedió a esa vanagloria a la que parece empujar el
invento. Lo demuestra cada uno de sus textos finales donde, al poner en crisis
todo el sistema racional, él queda incluido. Ofrece su cabeza despeinada como exvoto,
como forma de romper con las tiranías que, según su sentir, ahogaban al hombre
moderno. Las declaraciones recogidas sobre sus propias películas también nos
instruyen sobre esta exigencia.
Cuántos
lamentos por el metraje desaparecido. Lágrimas de glicerina por un caudal de
reflejos perdidos. Pero las palabras se cargan de sentido, se inflaman de
imagen y, sin llegar a sustituirlas, somos capaces de entrever la grandeza de todo
lo que una vez fue encuadrado. El
cinematógrafo visto desde el Etna, uno de sus textos más afortunados desde el
punto de vista literario, empieza de
esta forma: “¡Sicilia! La noche era un ojo lleno de mirada. Todos los perfumes
gritaban a la vez” (p.
109). Qué hermosa sinestesia, qué exclamación tan clara y a la vez tan misteriosa.
Porque así eran sus imágenes, imposibles hasta que él las forjó, paradójicas como
el mármol fundido, densas como el vapor y relucientes como el cieno. Planos colmados
de una claridad esotérica. Difícil encontrar mejor introducción para aquel
viaje junto a un tomavistas que empezaba a ejercer como “máquina de confesar de
almas” y como “medio más poderoso de poesía”. Herzog pudo filmar la nada en La Soufrière (1977), Epstein consigue
que entendamos qué significa esa nada cuando el fuego asoma, los gases braman y
las cenizas, las manos y las rocas declaran el advenimiento de un panteísmo
universal.
Tenía Epstein una sensibilidad especial para describir lugareños y paisajes. No puede extrañarnos que luego los filmara con idéntica distinción. Sin idealizar, con respeto y fidelidad a la severidad del clima y del carácter. Personajes zafios y huraños criados en la inclemencia que, de repente, aparecían dóciles y hermosos en manos del cineasta; del domador de tempestades. Toda su experiencia en las islas de Bretaña está recogida de manera virtuosa en párrafos salteados (aprox. p. 154-187), zarandeados más que mecidos por las olas. Fragmentos indispensables no tanto para descifrarlas como para volver a disfrutar estas películas irrepetibles. Textos clave para la historia del cine como El cinematógrafo continúa… Ideas lanzadas sin perspectiva, en tiempo real, sobre la transición del silente al sonoro. Sobre el balance del periodo recién concluido y los avances por venir. Ese futuro nada oscuro para el poeta, sino cargado de certeza que recoge La inteligencia de una máquina (p. 204) –el artículo de 1935, no la obra de 1946–. En él, Epstein desarrollaba su concepción del cine del ahora y del mañana como herramienta para trascender el cuerpo, como instrumento para superar nuestros límites y carencias fisiológicas.
Es a
partir de 1935, una vez publicado La
fotogenia de lo imponderable, cuando se puede trazar la línea que delimita
sus dos grandes fases como teórico o escritor cinematográfico. A partir de la
posguerra, a pesar de la belleza episódica, de las metáforas coloristas, de su
eterna vehemencia, del arrojo inextinguible, de la perseverancia crítica y de
las numerosas fulguraciones de estilo y de contenido que encontramos en La inteligencia de una máquina (p. 218),
El cine del diablo (p. 282), Espíritu de cine (p. 376) y el inédito
hasta 1975 Alcohol y cine (p. 534),
abandona aquella suerte de élan vital
del que hizo bandera en la primera parte para hacer de la segunda una etapa más
ácida y hasta desabrida. Ahora ya no se trata de una mejora eventual o duradera
de nuestras capacidades cognitivas, sino de convertir el cine en un cerebro
auxiliar, en órgano descentralizado de una inteligencia creciente. En el camino
para revertir todas las leyes y todas las normas sociales y morales. En la
ayuda definitiva para poner fin al vector unidireccional del tiempo, prescindir
de las coordenadas cartesianas del espacio e invertir el proceso aprendido
entre las causas y los efectos. Con él se abrazaba la incertidumbre que llegaba
desde la nueva física. Abolía las verdades, las intermedias y las finales, hasta
convertir la realidad en una suposición. Ahora se podía discernir partiendo de
la subjetividad más pura. Proclamar la relatividad como nuevo paradigma global,
empezando por la razón. Guerra a los absolutos, movimiento perpetuo, tiempo
flotante, transformación y complejidad. El pecado sobre la virtud, el cine y la
imagen sobre el libro y la palabra. Elogio de la diferencia, quiebra de todo
equilibrio, sondeo de la inestabilidad, pérdida de la materia. Desaprender,
sentir, contravenir, adorar. Triunfo de la pasión y del instinto, de la
intuición sobre la lógica y del símbolo sobre el signo. Fin de la represión y
de la cordura. Insensatez benigna, delirio, herejía y disidencia.
IV. Coda
En tiempos de pandemia, cuando todavía rastreamos su influencia en cineastas tan diferentes como Bill Viola, Artur Aristakisian, Lois Patiño, Leighton Pierce, Teresa Villaverde, José Luis Guerin, Leos Carax, Guy Sherwin, Philippe Grandrieux y en el último estudiante graduado en la ECAM, Epstein nos avisa de las neurosis endémicas del modelo socioeconómico dominante y de las restricciones instauradas por la razón. Igual que un patógeno, el –según su punto de vista– obsoleto y cruel racionalismo “configura a todos sus integrantes de acuerdo a una sola personalidad”. En estos mismos tiempos de histeria sensacionalista, de moralismo mezquino y castrante, fatigados de imagen y de belleza, necesitados de doctrinas que piensen y digan por nosotros, orgullosos de no saber, Epstein nos ofrece lecciones de lo inmoral y lo amoral como actos de rebeldía, de vigor y de un cuestionamiento del que solo podemos sentir nostalgia.
Cuando lean algún disparate en un libro de teoría cinematográfica, es probable que, a pesar de no aparecer citado, este ya hubiera sido expresado por Jean Epstein. Como leer algo brillante en esos mismos lugares en bastante menos frecuente, Escritos sobre cine ofrece múltiples oportunidades para hacerlo. El agradecimiento deberá remitirse a un cineasta inimitable, al fundador de un pensamiento visionario que, haciendo gala del nombre, lo instauró de facto mucho antes de ser decretado por Paul Adams Sitney. Al armador del mundo fluido de la pantalla, al marino encargado de dotar a la cámara, a la lente y a la emulsión de un sistema propio, insólito y emotivo de maravillas. Al amante de la velocidad que, gracias a sus escritos, se sitúo en el mismo espacio que la editorial que ahora lo acoge: fuera de cuadro.