ANCLA
Olvido Marvao
[Fragmento]
Me he refugiado en esta isla con algunos libros y la niña…
Justine, Lawrence Durrell, 1957.
Debe haber islas donde vivir le cueste menos al pensamiento, decía Pessoa. Hablaba de islas imaginadas allá en el sur; pero si la isla es interior, acontece la ceguera y el pensamiento arrecia como una tormenta perenne, como las hojas de los helechos o la magnolia del sur. Todo está al sur.
En mi soledad, la fragilidad del equilibrio se desgarró, los días, los años se hicieron largos y umbríos. Entonces regresé esperanzado a esta isla diminuta donde he vuelto a encontrar los afectos enredados entre higueras y caminos de piedras anaranjadas. Aquí hay voces.
En esta pequeña parte del mundo la luz y el viento explotan sobre la piel y es fácil notar una presencia valiosa e incesante, como esa pequeña niña que mantiene todo este inacabado lugar en pie.
En las madrugadas el relente deja su humedad sobre todo aquello que tiene superficie, es entonces cuando desayuno en soledad leyendo un libro en el que tampoco los ojos se concentran, descubro las abubillas bajo el olivo, lejano llega el canto de un gallo o el ladrido de algún perro y hacen aparecer la calma, no deja de ser curioso que la calma triunfe con determinados ruidos. Cuando el este empieza a clarear, miles de motas brillantes permanecen a ras de suelo.
Poco a poco ellos van amaneciendo y en un desfile totalmente irregular de desayunos despiertan al día, hasta que la piel suave de esa niña recibe el primer cariño nada más abrir los ojos.
En ese instante, todo cobra un sentido diferente, aún no he desaparecido, los afectos se despiertan al mismo tiempo que ella. Sus manos renuevan las mías que permanecen ensimismadas. Abraza a su madre y desde lejos me dice “buenos días” agitando la mano.
No me canso de mirarla, su pelo rubio ondulado resalta la piel suave dorada por el sol y respondo “buenos días” sabiendo que lo serán porque ella está.
Es ágil y se mueve bien en esa casa destartalada a la que acudo con la ilusión de encontrar el afecto ausente en la otra isla interior donde se acumulan cosas viejas y rotas; aquí también el jardín está salpicado de trastos viejos que ya habían sido recogidos a su vez en otras basuras con la alegría de aprovecharlos, pero han venido a morir en esta casa donde son atrapados por la pasiflora que enraíza por el suelo tragándose todo lo que se ha olvidado.
A menudo los ojos se quedan suspendidos en ese omnipresente mar azul turquesa que tiene la habilidad de transformarse en verdoso según avanzas por sus aguas, justo cuando la posidonia te roza las piernas y los miles de peces te hacen volver a la otra isla interior donde tanta grandeza no cabe si solo la ves con los ojos. Mirar y escuchar la respiración que flota suspendida entre los habitantes que viven en ese incomprensible mundo silencioso.
Tenemos el jardín, mejor diría el campo en común, y aquí vivimos casi como una familia. Creo que les pago bien la caseta en la que vivo; a ellos no les viene mal un poco de dinero extra. No imaginan que les pagaría lo que fuera por estar en su vida y en la de esa niña que tiene nombre de continente, en el que atesora todas las enrevesadas verdades del universo de una forma tan simple que estremece. A menudo, cuando le digo que tenga cuidado por algún propósito que veo peligroso, ella me responde “no tengas miedo”, y con una cadencia lenta en la última palabra termina afirmando: “no pasa nada”.
Estamos juntos mucho tiempo y hacemos complicados puzles y hablamos, cosa que no hago cuando estoy en esa otra isla tortuosa a la que llegué hace ya veinte años [...]
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