TÚNEL. VOLEMOS
Marisa López Mosquera
[Fragmento]
Penn Station Six Lights, Louis Stettner, 1958
Estación oeste, veintidós paradas de tren, cuarenta minutos (doce en túneles) en cada sentido, cuatrocientas ochenta y cuatro horas al año en sus entrañas, once años haciendo el mismo tramo. El amanecer nos sorprende estos días por la esquina derecha del ventanal de emergencias, un tímido atisbo de calidez en la noche profunda. Las miradas se deslizan, los rostros se blindan, asistimos a la misma decadente rutina diaria, itinerante escenario, escaparate humano que se nutre de la fatiga, el desánimo, apenas dos o tres expresiones esperanzadas alumbran el trayecto matutino, ninguna a la vuelta en la noche. El siseo del motor actúa a veces a modo de nudo cruel que se ciñe al cuello de quien se descuida y baja la guardia. Túnel. Volemos. Si el vagón se detuviese antes de llegar al otro extremo por culpa de un derrumbamiento, un fallo eléctrico debido a un componente fundido, una grieta en el tiempo con pasaporte al futuro, tendríamos que reaccionar como grupo de alguna forma. No pareceríamos tótems como ahora, burbujas individuales, el único habitante de nuestro universo personal, perdidos en la vastedad de la soledad urbana. Fingimos aplomo, salimos a la luz de la glorieta ocultando nuestro desgarro, como si fuésemos figuras de cera transportadas en el metro ligero. Algunos días yo grito en mi interior, como un demente.
No siempre ha sido así, hubo un tiempo en el que el trayecto al trabajo era un mero trámite y me regodeaba en ese espacio intermedio mientras la visualizaba, su cuerpo confiado en la cama antes de irme, abandonado a sí mismo en el sueño, lejos de la férrea disciplina que ella le infligía, la que lo había convertido en lo firme y deseable que era. Al margen del motor marcial de su mente, en algunas posiciones escapaba un ligero gemido gutural a través de sus labios entreabiertos, una ventosidad ocasional, un empeño irracional en ovillarse al límite hasta convertirse en un bulto esférico, la cabeza escondida entre las piernas que ceñía con sus brazos. Cuántas veces dominé mi insomnio natural acoplándome a su perfil, sus nalgas contra mi vientre, mi corazón tranquilo burlando la angustia al fin, latiendo al compás de su respiración pausada. Un sueño profundo que terminaba en cuanto ella me percibía de alguna forma sin despertarse y me separaba con un simple gesto de su brazo. Ademán que me ofendía cuando volvía con amargura al sueño intranquilo y ligero del resto de la noche, tanto como su inmediato florecimiento en cuanto me levantaba y ella se abría, desplegándose, hasta yacer en aspa boca abajo, ocupando todo el espacio, como quien llega a casa y siente que esta le abraza tras un largo viaje.
A las seis cuarenta y tres sube a diario la mujer del paraguas violeta con su perpetuo aspecto de derrota, su desaliño es tan notorio que alguien termina cediéndole su asiento, nunca lo acepta. Su mano nervuda sujeta la barra del techo con decisión, su espalda se arquea como un junco en las curvas pronunciadas. Calibro el tamaño de sus pechos con mis manos, una prueba imaginaria exenta de erotismo, cuesta creer que ella sienta algo tras esa insondable expresión de autómata, pero su cuerpo habla un lenguaje diferente, se adapta con maestría a cada ángulo y parece evadirse obligando a su cabeza a claudicar, laxa, como si se vaciase. Intuyo que no recuerda dónde está y que para ella no somos más que un indefinido gris, un estribo del paisaje que proyecta su mente en el que se descansa antes de recobrar la vertical, con pesar, de nuevo en este mundo. Túnel. Volemos [...]
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