NINGÚN HOMBRE ES UNA ISLA
UNA LECTURA DE LAS DEVOCIONES DE JOHN DONNE (Notas)
Manuel Arranz
[Fragmento]
Ha habido en mi vida tres nacimientos; el uno y el natural,
cuando llegué a este mundo; el otro, de carácter sobrenatural, cuando
ingresé en el ministerio; y ahora un nacimiento
preternatural, al volver a la vida luego de esta enfermedad.
John Donne
¡Cuánto habré de cambiar
antes de que haya cambiado!
Año 1623. Londres.
Noviembre. Hace tres días que nieva sin interrupción sobre Londres. Tres días también que un hombre yace enfermo en su lecho. Tiene fiebre. De cuando en cuando tiene convulsiones, como si temblara de frío, a pesar de que en la habitación hace un calor sofocante. Cuatro braseros, uno en cada esquina de la estancia, alimentados día y noche, mantienen la temperatura. Junto al brasero un saquito de cisco y algunas ramas secas de enebro. De cuando en cuando, una mujer anciana aplica al enfermo paños con nieve que le trae un niño. En la frente, en las axilas, en las ingles. La nieve se derrite rápidamente dejando a los pies de la inmensa cama un charquito de agua que la anciana seca a continuación. Luego atiza las brasas de los braseros con la badila y echa unas ramitas de enebro en cada uno. El enebro perfuma el ambiente, según dicen, además de sus propiedades curativas. Pero, ¿de qué está enfermo el enfermo? Fiebres recurrentes, ha dicho el médico. Al parecer eran frecuentes en la época. Nadie pregunta nada más. Nadie necesita saber nada más. El enfermo conoce la enfermedad tanto como los médicos. Hace cuatro años estuvo a punto de morir. Los mismos síntomas. Los mismos temblores. La misma fiebre recurrente. Y los mismos remedios. Pero la fiebre no es una enfermedad, la fiebre es un síntoma. Aunque esto quizá no se sabía todavía en 1623. El hombre tiene miedo. Pero lo oculta. Es un hombre con fama de valiente. Ha combatido en España. Claro que entonces tenía veinticuatro años y seguramente de aquel dudoso episodio, que terminó con el saqueo de la ciudad de Cádiz, no pueda decirse que fuera precisamente heroico. Ahora tiene cincuenta y dos años. Se incorpora en el lecho. Hace un gesto con la mano y le acercan pluma y papel. Escribe. O quizá solo esté tomando notas. No confía ya en su memoria. No le importa que las fuerzas físicas le hayan abandonado, seguramente las recuperará, ya le ha pasado otras veces, pero no se resigna a perder también la memoria, y anota todo lo que teme olvidar. Escribe con una letra pequeña, prácticamente indescifrable, escorada ligeramente a la derecha. Si no fuera por su tamaño se diría la letra de un escolar aplicado. Escribe: “El hombre es su propio y solo mundo, se basta a sí mismo, no sólo para destruirse y matarse, sino para presagiar su propia ejecución; para asistir a la enfermedad, anticiparla, hacer la enfermedad más irremediable con sus tristes aprensiones…”. No man is an island, entire of itself. Each is a piece of the continent, a part of the main.
El hombre es una isla.
“Hay tantas versiones como efectos, tantos renuevos como ramas que de repente brotan sin que nadie se dé cuenta, y ninguna leyenda, ya sea prehistoria o sea ficción, puede imponerse a otra, ni presentarse como única, ni tampoco como la más importante” (Pascal Quignard, La vida no es una biografía). “Nadie se conoce”, reza también un capricho de Goya de 1798. Nadie conoce a nadie. Y sin embargo: ningún hombre es una isla. Y sin embargo: todo hombre es una isla. Esta es la tesis.
La pluma va dejando su impronta de tinta sobre el papel. Es de noche. Un hombre, sentado de espaldas a la ventana, seca meticulosamente cada palabra que escribe. No es el mismo hombre. Necesito plumas más finas, piensa. O no apurarlas tanto. Lee para sí mismo: “Envejecido en la tierra sin haber perdido nada de sus sueños, de sus locuras, de sus vagas tristezas, siempre en busca de aquello que no puede encontrar y obligado a añadir a sus antiguos males los desengaños de la experiencia, la soledad de los deseos, el hastío del corazón y la desventura de los años. Dime, ¿acaso no habré sugerido a los demonios, en mi persona, la idea de un suplicio que no habían inventado aún en la región de los dolores eternos?”. Oye el timbre de su voz. Sin darse cuenta se ha puesto en pie y está recitando. Está solo en la habitación a oscuras. Una vela a medio consumir en su escritorio proyecta inquietantes sombras en las paredes de su alcoba. Continúa: “Relegado al desierto de mi vida, volvía a él con toda la poesía de mi desesperación (…) buscando siempre y sin encontrar nada”. Se detiene. Hace sonar la campanita de bronce que hay sobre el escritorio al lado de la vela. Al instante, como si hubiese estado esperando la señal detrás la puerta, entra su secretario. “Pon estas hojas a buen recaudo, no deseo que las lea nadie”. Y así es como aquellas pocas hojas, sustraídas por el ayudante del secretario, y vendidas posteriormente a un oscuro poeta de nombre Édouard Bricon, que las tituló Amor y vejez, y las donó, en 1852, a la Bibliothèque Nationale, llegaron hasta nosotros. Eso sí, de la mano de Sainte-Beuve, que las tildó de una “confesión delirante”. Pero, ¿qué viejo no las suscribiría? ¿quién se resigna a envejecer? Llegad a viejos… [...]
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