[...] Lotar, como ya hemos dicho, fue con André Masson, reconocido pintor surrealista, en su visita al complejo de La Villette. De esta experiencia, Masson, que ya había trabajado sobre la violencia y la muerte desde sus vivencias en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, dio lugar también a una serie de obras intituladas también “Mataderos” (“Abattoirs”, 1930). El contraste entre un trabajo y otro es evidente, en parte condicionado por los diferentes medios poéticos empleados. Masson, atrapado, aun dentro del surrealismo, en la discursividad propia del lenguaje pictórico, retiene de su experiencia en el matadero la brutalidad del lugar, la conversión misma del sacrifico supuestamente incruento que se lleva allí a cabo en espectáculo donde esa neutralidad se deniega. Lotar, ejemplo evidente del uso de la fotografía en el surrealismo tal y como lo presentan Krauss o Didi-Huberman, hace patente la remergencia de lo sagrado profanado precisamente a través de la negación de la muerte, en cuanto herida que en cada cuerpo se infringe sobre la vida en general, que sucede en el dispositivo del matadero industrial. La dimensión sacrificial del matadero es reprimida por la sociedad industrial, que desplaza el caos sangriento de la carnicería artesanal hacia un ordenamiento racional de los residuos cadavéricos para su transformación en mercancía, no cumplida, por otra parte, de manera plena en el complejo de La Villette, como ya hemos dicho. Exhibir la violencia del sacrificio pura y simplemente como hace Masson, que no deja además de proyectar sobre ella connotaciones simbólicas que proceden de la tauromaquia, gesto intelectual muy habitual en la época, donde las reacciones biológicas del animal son sintetizadas en un espacio mítico, en parte mucho más cercano a Bataille que a Lotar, es en cierto modo dejar oculta la violencia originaria sobre la que se funda el dispositivo del matadero. Es mucho más significativo, sin duda, subrayar cómo el sacrificio está evacuado en todo el proceso, a la manera en que se presenta la temporalidad periférica de Lotar, de ahí que la lacónica imagen del inmundo montículo formado por piel de vaca frente a la puerta del matadero sea, desde ese silencio que acompaña al “después”, atronadora. Es más, frente a la insistencia de Bataille en la necesidad del hombre del presente de exiliarse de su propia imagen a través de lo informe, reafirmando desde su bajo materialismo los presupuestos del teatro de la crueldad que nos obliga, Lotar se limita a mostrar, indiferente, neutro, los trazos de violencia donde nuestro mundo se da desde las instalaciones funcionales de La Villette. En verdad, la aparente homogeneidad de los mataderos de La Villette es un signo de la negación que implícitamente existe en la organización racional de la masacre. La verdad de lo que allí sucede no es tanto ese trapo de piel ensangrentada arrastrada por el suelo, sino su contraste con un mundo que se quiere bien limitado por muros rectos y funcionales, su contraste con la forma, si es que podemos hablar así, y el principio sacrificial que le es inherente.
No fue solo Bataille quien trabajó con las imágenes que Lotar extrajo del matadero de La Villette. En el mismo 1930 la revista belga “Varietés” publicó un fotomontaje a cargo de E.L.T. Mesens intitulado “La viande. Huit photos prises à l’abattoir par Eli Lotar”. Son ocho, pues, las imágenes que selecciona Mesens, enfrentando una a otra en cuatro parejas sucesivas, sin ningún subrayado textual. Su perspectiva remarca, al margen de los excesos retóricos de Bataille, cómo en el trabajo fotográfico de Lotar conviven de manera paradójica el proceso de desanimalización del ganado llevado a cabo en el matadero para convertirlo en un producto alimenticio y su atención a los restos no utilizables de los animales que, enfocados por su cámara, en su disposición ordenada, como las pezuñas de vaca alienadas en la pared, o las pieles sin cuerpo clasificadas según un incierto sistema, o su abandono sin más, un trapo de piel arrastrado por el suelo, como esa vejiga con la que no se sabe qué hacer, parecen cobrar una nueva vida, más allá del valor sociopolítico que se pueda proyectar sobre ellas. En el fotomontaje de Mesens se señala entre las imágenes hacia ese punto inquietante que queda como un resto inasumible en la conversión del ganado, de este o aquel animal, en un producto alimenticio. Así, en concreto, en la última pareja de la revista nos encontramos con el montaje impactante entre la imagen de un buey que aún está vivo al que se le ha vendado la cabeza para su aturdimiento, entre los restos de otros animales que se ven al fondo de una puerta y los cuerpos colgados y alineados de otros ya convertidos en carne, y la imagen de unas ovejas que yacen ya muertas sobre la mesa de trabajo, cuya disposición presagia todo el proceso serial que se llevará a cabo con ellas para convertirlas en objeto de consumo. Y, entre medias, como siempre sucede en el trabajo de Lotar, siempre vedado, el acto de matar, ese acto inevitablemente transgresivo, necesario para la conversión del animal en carne. Porque este acto de matar solo queda verdaderamente vedado porque no nos encontraremos nunca con el cadáver del animal, sino con productos alimenticios, punto extremo de la profanación del sacrificio.
Ni Bataille ni Mesens atienden apenas a otra referencia que aparece en varias ocasiones entre las fotografías de Lotar. La presencia de los obreros de la carne junto a los despojos que son fruto de su trabajo. Y cuando se atiende a su presencia, como sucede en el número de abril de 1931 de la revista francesa Vu, en la forma de otro fotomontaje que acompaña al texto “La Villette rouge” de Carlo Rim (pseudónimo utilizado por el escritor Jean-Marius Richard, que es también quien selecciona y monta las fotos), solo es una vez más para resaltar la dignidad casi epigonal de esos trabajadores de la carne que todavía mantienen una relación real con el producto de su trabajo, manejan la carne del animal con la sensibilidad de un artista, llega a decir Carlo Rim, a pesar de todos los inconvenientes en los que se desenvuelve su vida diaria (el olor acre de las tripas intestinales, el ruido incesantes de grifos y cascos, ese vapor grasiento y repugnante que se extiende por todos los lados), pero, en todo caso, a salvo de la generalización de los procesos seriales del fordismo importados de los Estados Unidos. Al final del artículo se refiere a la investigación realizada por Topaz de los diferentes sistemas de producción de varias empresas europeas y americanas, señalando cómo, incluso para el ojo experimentado de un especialista industrial, los mataderos de La Villette constituyen un arquetipo de trabajo que debe conservarse para contrarrestar la amenaza de una industrialización más radical. Porque, frente a los grandes edificios aireados y ordenados como salas clínicas, donde los carniceros aparecen como internistas que ejecutan sus sacrificios de manera rápida y limpia como si practicaran el arte de la cirugía, como se encontró en Chicago (donde manadas de animales entraban y salían enlatados, etiquetados y listos para satisfacer el apetito de los ciudadanos en el mismo tiempo que en La Villette se tardaba en noquear a un cerdo), pero también en los nuevos mataderos municipales recién inaugurados en Lyon, Topaz y el propio Carlo Rim se quedan fascinados, eso sí desde un punto de vista literario, con lo que ocurre en La Villlette, donde “un matadero sigue siendo un matadero”, recordando con nostalgia las inmundas matanzas que allí seguían todavía sucediendo, cuyas consecuencias Rim pretende contemplar en las imágenes de Lotar, que, por otra parte, no deja de manipular para su publicación, aumentando la escala de los motivos y generalizando los tonos sepia para acentuar el valor nostálgico, dando lugar a una impresión que recuerda más las técnicas del dibujo tradicional que las técnicas fotográficas modernas.
Ni que decir tiene que el trabajo de Lotar no asume como propio este valor nostálgico. Como ya hemos indicado en más de una ocasión nunca expone el trabajo llevado a cabo en el matadero, su mirada periférica se queda en el “antes” o en el “después”. Sus imágenes ponen en evidencia la experiencia concreta de la muerte que se da en el complejo de La Villette, donde desde 1863 se repite una matanza diaria, y que ha dejado sus huellas imborrables en las grietas de los caminos de piedra donde la sangre y los detritus orgánicos se han acumulado durante más de cincuenta años. En este sentido su trabajo estaría más cercano a los montajes de Bataille o Mesens, salvo por el hecho de que en ambos la circunstancialidad del hecho de la muerte que pone en juego Lotar ha desaparecido en argumentaciones genéricas acerca de los mataderos como nuevos templos sacrificiales o acerca de la transformación del ganado en carne [...]
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