Botonera

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23.5.21

VIII. "CASA DE FIERAS. RETRATOS CON ANIMAL DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila 2021



Tiziano, Ninfa y pastor, Kunsthisthoriches Museum Viena



[...] Los animales posthistóricos de la especie Homo Sapiens cifrarán su felicidad en la forma de un beatífico perderse en su propio conatus, allí donde su comportamiento se presente de forma artística, erótica o lúdica. Esta es la profecía que Kojève dejó caer sobre nosotros en sus notas a pie de página sobre los textos donde Hegel se empleaba en la cuestión del “fin de la historia”. “Jugarán como juegan los animales jóvenes y se entregarán a su amor igual que lo hacen los animales adultos”. No es fácil hacerse cargo del sentido que se pone en juego en esta profecía, tanto más cuando el propio Kojève la considera ya cumplida en las últimas décadas del siglo XX, o, al menos, detectable en sus signos principales. El propio Agamben no acierta a identificar, más allá de su breve reseña, y en contraste con la “negatividad sin empleo” de Bataille, bajo qué perspectiva estas prácticas humanas históricas, el arte, el amor, el juego, re-devienen puramente naturales, más allá de la historia, por tanto, y en qué sentido pueden ser vinculadas a los animales posthistóricos de la especie Homo Sapiens. ¿No perderían acaso hasta el sentido de su propia denominación? 

Sin embargo, después de identificar en Lo abierto los dos escenarios posibles que, desde Heidegger, puedan darse en la relación entre hombre y animal en la posthistoria, entre la biopolítica y la sociedad del bienestar devenida “sociedad del espectáculo”, estos comportamientos, el artístico y el erótico, al cabo el lúdico también en otros momentos de su obra en curso, vuelven a aparecer como si en ellos se contuviera la cifra incógnita de este otro escenario posible, donde no solo el pensamiento del filósofo alemán se viera desbordado, sino también desde dónde nos podamos hacer cargo de la condición posthistórica del ser humano devenido una especie más. El protagonista es esta vez, como al cabo siempre sucede en Agamben, Walter Benjamin, su siempre secreto compañero:

Algunos textos de Benjamin proponen una imagen completamente distinta de la naturaleza y el hombre, en la que la máquina antropológica parece estar completamente fuera de lugar. (Agamben, 2004, 103)   

Y vuelven estos comportamientos en la forma de una praxis posthistórica donde el hombre posthumano mide el sentido de su felicidad porque esta “imagen completamente distinta” es presentada por Agamben a través un par de textos, extraídos de su obra Dirección única, entre los cuales se acaba convocando el arte y el erotismo, o, mejor, la satisfacción sexual, como su principal referencia, y donde de alguna manera se reafirma una relación con la felicidad también transformada, más cercana al puro contento encantado que al arduo trabajo de su búsqueda desesperada, donde acaba confundida, en un gesto propio de nuestra filosofía, como un vivir dignamente tratado como el “deber ser” propio al que tiende toda “vida humana”, como Agamben ya señaló en su breve y magnífico texto “Magia y Felicidad” contenido en Profanaciones.  

En una carta dirigida a Rang el 9 de diciembre de 1923, recuerda Agamben, Benjamin se emplea en una distinción habitual donde opone, casi en el mismo sentido que Heidegger, la naturaleza como mundo de la clausura y la noche y la historia como esfera de la revelación. Nada original se pone aquí en juego, salvo cuando, de forma inesperada, se adscribe a las ideas y las obras de arte, nunca demasiado lejanas de la lógica de la redención, a la esfera cerrada de la naturaleza. En cuanto tales, son presentadas por Benjamin en la carta, sin embargo, como modelos “de una naturaleza que no está a la espera de día alguno, ni menos todavía de ningún día del juicio”. Como modelos de una naturaleza que ya no es el escenario ni de la historia ni del habitar del hombre en cuanto humano, y que, en consecuencia, puede ser considerada al margen de toda lógica de la redención según la cual el silencio de las creaturas encuentra su sentido en la voz del hombre. 

Las ideas, que como estrellas “solo resplandecen en la noche de la naturaleza”, captan la vida creatural no para revelarla, ni para abrirla al lenguaje de los hombres, sino para restituirla a su clausura y a su mutismo. (Ibid.)

“Noche salvada” es como Benjamin denomina a esta naturaleza restituida a sí misma. Aunque no deja de insistir en que la “salvación” de que se trata aquí nada tiene que ver con una pérdida u olvido que necesitan ser recobrados. Más bien, al contrario, se refiere a lo perdido u olvidado como tal, en cuanto insalvables. La “noche salvada” no deja de ser, por tanto, una relación con un insalvable. En este caso, una naturaleza cuya cifra es la contingencia absoluta. Pero también, en cuanto que se apela a lo salvado, una naturaleza cuyo ritmo propio es el ritmo que acompasa una felicidad ya siempre real. A la salvación según un orden espiritual, que conduce a la inmortalidad y a todo su trabajo necesario, le corresponde una salvación referida a un puro orden mundano “que lleva a la eternidad de una decadencia” cuya principal medida es el desobramiento de lo humano, afirma Benjamin en uno de los textos contenidos en su “Fragmento teológico-político”. Una salvación, pues, que hace coincidir la felicidad con el ritmo de esta “naturaleza mesiánica”, eternamente fugaz en su totalidad. Y si el hombre, a pesar de todo, sigue siendo en Benjamin el lugar en que se separan y distinguen vida creatural y espíritu, creación y redención, naturaleza e historia, sin embargo, entre ambos órdenes, se conspira secretamente para su salvación, pero ya no confiada ni a la naturaleza ni a la historia, ni a la pura vida creatural ni a la vida del espíritu. No en vano, recordamos, e insistimos, en Kojève el estado del animal poshistórico de la especie Homo sapiens se presentaba como una suerte de “re-devenir animal”, que no puede ser interpretado de ninguna manera como un retorno, agotada y consumida la vía del Espíritu, a la naturaleza.

La verdadera medida de esta “noche salvada” ya la hemos encontrado cuando Agamben, en compañía de Walser, se atreve a dar una respuesta acerca del estado y relación de las criaturas del mundo, incluido el hombre, después del Juicio. Más allá de toda oikonomía donde el reino de los vivos solo cabe desde la perspectiva de la gloria, en el fin del Juicio Final, gozan las criaturas de una “caducidad incorruptible”, que Agamben presenta como un “nimbo profano” que las protege de la necesidad de redención. Aunque no dejaba de quedar pendiente en qué sentido bajo este “nimbo profano” se daba lugar una ontología relacional acerca de la vida que escapara a cualquier trato trascendente en relación consigo misma. Con la ayuda de Benjamin, apoyándose en el último texto de Dirección única (“Al Planetario”), se puede precisar más esta cuestión. En este texto se trata de delinear la relación del hombre moderno con la naturaleza, identificando su lugar propio en la técnica, que, frente a lo esperado, no es tratada como un instrumento de dominio sin más, sino como “dominio de la relación entre naturaleza y humanidad”. Y lo que se pone en juego aquí, según Agamben, cuando se desmonta cualquier afirmación de dominio entre el hombre y la naturaleza, es la “suspensión” de la maquinaria antropológica que ya no puede “articular naturaleza y hombre para producir lo humano por medio de la suspensión y captura de lo inhumano”. En la recíproca suspensión de ambos términos se da algo en relación con la vida para lo que todavía no disponemos de nombres, vuelve a insistir Agamben, pues se presenta entre la naturaleza y la humanidad, pues ya no es ni animal ni humana en la noche salvada. Sin embargo, este “innominado” que se da en el dominio de la relación entre hombre y animal, que, ya dijimos, no deja de tener una consistencia apocalíptica, se pone en evidencia de manera no prevista en otro de los aforismos del mismo libro donde Benjamin se refiere a la “satisfacción sexual”. “En la satisfacción sexual el hombre es liberado de su misterio”, afirma. Nos ofrece la imagen paradójica de una vida humana que, en la extrema peripecia de la voluptuosidad, en un elemento que parece pertenecer por completo a la naturaleza, como la relación sexual, queda cortada de toda relación con ella y abandonada a sí misma. En una suerte de segundo nacimiento, la mujer desliga al hombre de la madre tierra definitivamente, “es la comadrona que corta ese cordón umbilical que el misterio de la naturaleza ha trenzado”. Y esta liberación hacia una suerte de “no-naturaleza” donde Benjamin, según Agamben, ha fijado algo así “como el jeroglífico de una nueva in-humanidad”, es donde, sin duda, están convocados, en esta “noche salvada”, la presencia de los animales de una diferente manera.

Es un jeroglífico que, a su vez, se trata de desvelar a través de la interpretación de una de las últimas obras de Tiziano, Ninfa y pastor, que se encuentra en el Kunst historisches Museum de Viena. Es aquí donde Agamben se trata con la obra de arte como modelo de una naturaleza que no está a la espera de ningún día del juicio, donde la naturaleza vuelve a su clausura y mutismo, a la cifra absuelta de su contingencia, tal y como comentaba Benjamin, y lo hace además refiriéndose al enigma de la relación sexual entre el hombre y la mujer, entre la voluptuosidad y el amor, que es el tema del cuadro. La obra de Tiziano, destaca Agamben, es un paysage moralisé en que conviven de manera muy extraña una sensualidad extremada y una apagada melancolía, resistiéndose a toda interpretación simplificada. El propio Panofsky, certero artífice de la iconografía artística, declaraba su confusión ante la singularidad de la relación entre la ninfa y el pastor, promiscua, pero también remota, como si fueran “amantes mortificados, tan cercanos uno a otro, pero tan lejanos en sus sentimientos”. Mas justo allí, donde el iconógrafo delata su incapacidad para abordar el sentido de la obra, “está demasiado cargada de emoción para ser una alegoría”, Agamben, sin abandonar los presupuestos iconográficos, no en vano es profesor de iconografía en el Instituto Universitario de Venecia, se topa con figura suprema e insalvable de la vida donde se precisa el “jeroglífico de una nueva in-humanidad”.

Desde luego, en el momento de la satisfacción, los amantes han conocido uno de otro algo que no habrían debido saber –han perdido su misterio- sin que se hayan hecho por eso menos impenetrables. Pero, en este mutuo alejamiento del secreto, acceden, al igual que en el aforismo de Benjamin, a una vida nueva y más dichosa, ni animal ni humana. (Ibid., 110)

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