Botonera

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22.5.21

VII. "CASA DE FIERAS. RETRATOS CON ANIMAL DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila 2021



Rembrandt, Niña con pavos muertos, 1633



[...] no podemos dejar de tratarnos con el enigma de la obra en que Rembrandt entrega su arte pictórico a la ardua e inesperada tarea de representar el cadáver de un buey abierto en canal tras su sacrificio a la espera de ser troceado en carne de la que poder alimentarse. Buey carneado (1655) es el significativo título con que se conoce a esta obra. Versiones suyas también las hay en nuestro tiempo en pintores como Soutine o Francis Bacon. No cabe duda de que esta sorprendente obra, precedida por un dibujo suyo de dos carniceros en plena labor ante el esqueleto de un cerdo, forma parte de la preocupación de la relación del cuerpo, tan característica de la pintura de la Europa Moderna, con la muerte. Tan es así que las obras que la acompañan dando lugar a una heterogénea serie dentro de la producción genérica de Rembrandt serían cuadros como un Niña con pavos muertos, o su propio Autorretrato con avetoro muerto (1632), e incluso las anatomías del doctor Tulp (1659) y del doctor Deyman, de diferentes épocas. Y pueden ser tratadas todas estas obras como una serie, como acabamos de decir, porque en todas ellas de alguna manera nos encontramos cómo Rembrandt identifica sorprendentemente al pintor, aquel que opera con el pensamiento pictórico, con el rol de un individuo, ya sea carnicero, cazador o cirujano, cuya mano, como el pintor con la paleta, en este caso el pintor que es Rembrandt, secciona y penetra en el cuerpo. 


Rembrandt, Buey carneado, 1655



Es más, en estos cuadros donde un niño o una mujer, o él mismo, en su propio autorretrato, aparecen junto al pródigo despliegue de la carne troceada, o de las plumas desmadejadas de una bestia determinada, lo que se pone en evidencia antes que nada, por el propio trato con el que la pintura se dispensa, es que Rembrandt, artífice al cabo que secciona y penetra pictóricamente en los cuerpos, no deja de identificarse a la vez con la víctima y con el victimario. Solo que esta identificación se hace mucho más pregnante en el caso del Buey troceado, que forma parte de su obra final. Si algo caracteriza su maniera de hacer al final de su vida es un estilo pictórico rudimentario, como se dice, o más bien senil, sería mejor decir, donde lo que capta la atención es la semejanza no solo óptica, sino también táctil, háptica, entre el pigmento y la carne humana. Sus cuadros de esta época ponen de manifiesto una suerte 

de mácula (¿violación?) inherente a una imagen del cuerpo humano surgida de los signos no-representacionales y no-racionales del cuadro, (Alpers, 1988, 88)

afirma la historiadora del arte Svletana Alpers en su magnífico libro acerca de El taller de Rembrandt. Los rostros memorables de varios de sus retratos y autorretratos de estos momentos transmiten la sensación singular de que esa imagen labrada con esmero en los pigmentos está, al mismo tiempo, en un irrefrenable estado de corrupción, como en el Buey carneado. Por ello, la identificación entre víctima y victimario es mucho más problemática de lo que parece. Imposible de despegarse el pintor de la experiencia de la carne sacrificada, ya no identificable sin más a través de la imagen, alegórica al cabo, de un carnicero descuartizando un cerdo, el artífice mismo desaparece para cederle todo su protagonismo al buey desollado. Y sentimos, sin duda, como en sus retratos finales, de donde el cuerpo humano emerge, y no habría otra palabra mejor, manchado, violado, desde signos no-representacionales del cuadro, que el sentido de esta obra solo cabe allí donde pictóricamente es posible hacer sentir el temblor de la carne todavía viva, después del sacrificio, y un momento antes de su putrefacción. 

Deleuze nunca deja de referir en su Lógica de la sensación el trato de los cuerpos y las cabezas en las obras de Francis Bacon a esta obra de Rembrandt. Y lo hace en términos del devenir animal con el que nos hemos tratado. Si hemos dicho que en este cuadro de Rembrandt ya no aparece el artífice, y por tanto ya no cabe el juego de la identificación entre víctima y victimario, que, en todo caso, mantiene diferenciado los dos papeles, desaparecido el carnicero, como trasunto del pintor, la pintura misma deviene el cuerpo del animal transformado en una pieza de carne. Deleuze sin duda acierta cuando afirma que lo que en ambos casos la pintura constituye es una zona de indiscernibilidad, de indecibilidad, entre el hombre y el animal. Que nada tiene que ver con una combinación de formas, sino más bien “con el hecho común del hombre y del animal”:

El hombre deviene animal, pero no lo viene a ser sin que el animal al mismo tiempo no se convierta en espíritu, espíritu del hombre, espíritu del hombre presentado en el espejo como Euménide o Destino. (Deleuze, 2002, 31)

Deleuze insiste en que la pieza de carne no es sin más una “carne muerta”, que el “buey carneado”, ante los ojos del pintor, no deja de ser todavía un buey. En ella se conservan, recién expuesta, y el pintor solo puede repetir ese acto de exposición, todos los sufrimientos, todo el dolor convulsivo y la extrema vulnerabilidad del cuerpo extenuado, pero también todos los colores de la carne viva, “invención encantadora, color y acrobacia”. Y en este punto recordamos al escritor Moritz de nuevo ante un becerro también desollado, la cabeza, los ojos, el morro, los ollares..., olvidándose de sí en su contemplación sostenida de la bestia. Experimentando la “clase de existencia” de un ser así, se nos decía. Al modo, tal vez, del penúltimo verso de Ted Hughes en su poema sobre el cadáver de un cerdo. Porque no se trata de una cuestión de piedad la que gobierna el trabajo del pintor, Rembrandt o Bacon. Tampoco en el caso de Moritz, ni en el de Lord Chandos ante el exterminio de las ratas, como ya dijimos. No lo es, sin duda, en David Lurie, el protagonista de Desgracia de Coetzee.

Bacon en 1952, fotógrafía de John Deakin


Bacon no dice “piedad para las bestias”, sino más bien que todo hombre que sufre es pieza de carne. La pieza de carne es la zona común del hombre y la bestia, su zona de indiscernibilidad, ella es ese “hecho”, ese mismo estado donde el pintor se identifica con los objetos de su horror o de su compasión. El pintor es ciertamente carnicero, pero está en esa carnicería como en una iglesia, con la pieza de carne como crucificado. (Ibid.)

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