LIMINAL Y SINIESTRO:
LA ISLA COMO ESPACIO DEL CINE DE TERROR
Aarón Rodríguez Serrano
[Fragmento]
01. LA ISLA, ESPACIO DEL PÁNICO
Hace poco más de una década, cuando nuestra humilde revista todavía era una publicación digital –situada, eso sí, siempre fuera de cuadro-, tuve ocasión de escribir sobre la complejidad del espacio “isla” en la obra de Rossellini (Rodríguez Serrano, 2009). De aquel lejano pero querido artículo guardo el recuerdo de una única idea que no llegué a desarrollar con toda la calma que me hubiera gustado, y que desde entonces me ha seguido rondando de cerca: la posibilidad de que la isla, en tanto espacio que había sido configurado por la mitología clásica y los modelos literarios posteriores como una excepción a los flujos normales del tiempo, pudiera ser considerada el gran espacio del cine moderno. El espacio por antonomasia en el que esa cámara de pronto liberada de las necesidades narrativas del modelo clásico podía permitirse el lujo de vagar, de hacer errancia, de detenerse en la morosidad casi documental de las cosas que surgían a su paso –o que, en el caso extremo de directores como Antonioni, desaparecían. Un simple vistazo a una nómina apresurada de ejemplos podría confirmar la hipótesis: Stromboli, claro, pero también la Fårö de Bergman, la Citera de Angelopoulos, la Kos de Herzog, las isole (Lipari, Salina, Alicudi) de Moretti. También, en una revisión irónica, la Mallorca berlanguiana en la que comienza su andadura criminal el joven verdugo, o ya en el filo de lo postmoderno, las islas/cuerpos de Medem o de Kim Ki-duk.
Esa idea, que la isla es un espacio que permite un otro tiempo –o que permite que el tiempo se reconfigure de maneras bien distintas–, es algo que la escritura cinematográfica no ha dejado de apuntar, y de la que ha sabido extraer consecuencias absolutamente radicales. Porque si bien una isla puede proteger, arropar e invitar a la reflexión, no es menos cierto que por su propia configuración geográfica impone una frontera, un corte, una dimisión liminar. El diámetro de la isla es un umbral gigantesco, y de ahí su función como símbolo absoluto entre el adentro y el afuera, la vida y la muerte, la salvación o el exterminio.
Hay algo terrorífico, por así decirlo, en la propia dimensión de lo que implica una isla. Algo que probablemente se refleje en la cuestión misma de la escalaridad: en una isla, el cuerpo siempre es algo más pequeño y debe acostumbrarse a unas distancias perimetrales muy concretas, a gestionar sus negocios, sus pasiones o sus afectos en el interior de esos nuevos límites. El género de terror a veces convierte territorios completos en islas: una cocina en un suburbio queda de pronto anegada en His House (Remi Weekes, 2020), una vieja mansión queda completamente rodeada por el agua tras la subida de la marea en La dama de negro (James Watkins, 2012). Pesadilla recurrente, a veces el incrédulo soñador descubre que la aparente paz que rodeaba su territorio más o menos anclado en el diseño continental se ha desgajado, se ha partido, se ha convertido en una isla de manera inesperada y lo único que le queda es, en esencia, su propia compañía. Los desiertos crecen. Las islas, por lo general, menguan.
De ahí que en ocasiones la isla pueda tomar la forma de enigma o de laberinto. Su interior anonadado sirve como refugio perfecto para las experimentaciones perversas sobre el cuerpo –con el Doctor Moreau, obviamente, a la cabeza–, para los extravagantes experimentos que desembocan en catástrofes mundiales –S.O.S. El mundo en peligro (Island of Terror, Terence Fisher, 1966) –, o por el contrario, para insospechadas e inexplicables resurrecciones que amenazan la cordura de los habitantes: a veces como puros muertos vivientes –Zombi 3 (Lucio Fulci y Bruno Mattei, 1988)–, a veces como espectros que regresan como en esa isla/planeta azul que resultó ser Solaris.
Quizá la hipótesis mayor que intentaremos formular en las siguientes páginas se apoya en una doble naturaleza de la isla como significante: por un lado, como condensación de una cierta idea de sociedad –inevitablemente fallida– y por otro lado, como reflejo de un determinado interior afectivo. En efecto, a nuestro juicio, las siguientes islas por las que proponemos un cierto recorrido son siempre algo más que una simple localización o un detalle anecdótico más o menos vinculado con las necesidades de la producción. Antes bien, un relato que acontece allí suele reverberar o bien como metáfora de las posibilidades y las imposibilidades de la sociedad que lo genera –desde Tomás Moro hasta Lost (ABC, 2004-2010)–, hasta el grado absoluto de subjetividad que, trasponiendo ligeramente las teorías de Bachelard sobre la casa (2000), podríamos cómodamente trasponer a nuestro objeto de estudio –la isla, digamos, como inconsciente.
02. DE ISLAS E HIJOS
Obviamente, ambos polos –la isla interior versus la isla exterior– no forman, por así decirlo, un mecanismo netamente antagónico. Como veremos, en la mayoría de las películas–especialmente en las más logradas– se produce una inquietante oscilación entre el exterior social y el interior afectivo del sujeto, un punto de encuentro más o menos coincidente con las teorías narratológicas campbellianas en las que las esferas exterior e interior de los protagonistas despliegan, en paralelo, conflictos “externos” propios de los corrimientos ideológicos del momento y conflictos “internos” de sabor más o menos subjetivo y afectivo.
Esto quizá se entienda mejor con algunos ejemplos. Si partimos del diseño estructural de gran parte de las cintas del género, casi todas comienzan con un acontecimiento nuclear: la llegada del protagonista principal a la isla. A menudo contra su voluntad –El malvado Zaroff (The most dangerous game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932)–, a menudo atravesando bancos de niebla, arrecifes o fronteras naturales, a menudo también mostrando extraños síntomas de malestar… El cuerpo desemboca en un territorio amenazante, en ocasiones de manera puramente milagrosa –un naufragio, un sabotaje, un ataque inesperado–, reforzando la presencia de fuerzas ominosas que dominan su trayecto. En otras ocasiones, es el interior mismo del protagonista el que anuncia la inminente tragedia que aguarda tras el atraque del barco. El Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) que llega a Shutter Island (Martin Scorsese, 2010) lo hace con una suerte de amnesia, de angustia, de vómito –pues así es presentado en el metraje–, tras los que vamos deshojando como espectadores una serie de tiempos imposibles de encajar: su participación en la liberación de Dachau, la misteriosa muerte de su mujer y sus hijos, la farsa sobre una investigación que no termina de ser sino una madeja de incomprensibles puntos de fuga. Shutter Island va hilvanando con enorme precisión las dos capas significantes a las que nos referíamos anteriormente: la inevitable maldad de un mundo absolutamente renuente a toda significación –encarnado en esos cadáveres abrazados junto a las vallas electrificadas del campo nazi–, al que se superpone paulatinamente el trauma personal cuya represión ha configurado la inevitable escisión del protagonista.
La llegada de Daniels a la isla se presenta como el comienzo de una suerte de thriller detectivesco que va ofreciendo dos caras en paralelo: la que toca a la teodicea –la pregunta por la estricta naturaleza del mal– y la que toca al psicoanálisis –el enigma sobre el más íntimo dolor. Sin embargo, a poco que el espectador se deje arrastrar por esos agujeros narratológicos que van erosionando el montaje –los flashbacks, las alucinaciones–, lo que emerge es una suerte de anillo enroscado sobre sí mismo, una lemniscata infernal en la que resulta imposible saber dónde acaba el poder (exterior) de las instituciones biopolíticas –ya sean los campos de concentración o el propio psiquiátrico que ocupa la totalidad de la isla– y dónde comienza el delirio de Daniels y la gestión de sus materiales reprimidos. Así, por ejemplo, la presentación de los dos espacios principales en la gestión del poder –el despacho del Dr. Cawley (Ben Kingsley) y la sala en la que parece reinar el Dr. Naehring (Max von Sydow)– se utiliza para introducir, mediante inserto de montaje, los primeros fogonazos que apuntan al descubrimiento de Dachau: el rostro de la madre y la hija muerta (Fig. 01) y el gramófono en el que flotan los compases de Mahler que escuchaba el jerarca nazi durante su intento de suicidio (Fig. 02) [...]
Seguir leyendo: