Botonera

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22.5.21

VI. "CASA DE FIERAS. RETRATOS CON ANIMAL DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila 2021



Max Brod y Franz Kafka en la playa



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John Berger, en su breve pero intenso texto “¿Por qué miramos a los animales?” (1980), traza una genealogía de los zoológicos públicos, que podría ser tratada como una historia de los diferentes modos de captura del animal por nuestra mirada. Si en su origen los zoológicos se presentaban como una lúdica confirmación del poder colonial, pues la captura de los animales, a veces entre ellos el propio hombre, era una representación simbólica de la conquista de tierras lejanas y exóticas, durante el siglo XIX (el zoológico de Londres, en 1828; el Jardin des Plantes, en 1793; el zoológico de Berlín, en 1844), institucionalizándose como tales, iban a asumir, sin desmentir esta vocación inicial, una función cívica independiente. Se configuraron como una suerte de museo, “cuyo fin era fomentar el conocimiento y la ilustración públicas” desde el punto de vista de la Historia Natural: “se creía entonces que era posible estudiar la vida natural de los animales incluso en unas condiciones tan poco naturales”. Y estos zoológicos, desde entonces, aun cuando desde la misma Historia Natural se haya desmentido su valor científico, siguen siendo visitados por miles y miles de personas, cuya mirada conjunta se hace más que nunca necesario interrogar, liberada ya del peso de la ilustración y del conocimiento, aunque todavía este se siga mantenido como una ficción verosímil en las explicaciones que acompañan a los animales atrapados en sus recintos ambientales. 

El zoológico es un lugar en el que se reúnen el mayor número posible de especies y variedades animales, a fin de que puedan ser vistas, observadas, estudiadas. En principio, cada jaula es un marco que encuadra al animal alojado dentro. Los visitantes acuden al zoológico a mirar a los animales. Pasan de una jaula a otra, de un modo no muy diferente de como lo hacen los visitantes de una galería de arte, que se paran delante de un cuadro y luego avanzan hasta el siguiente o el que está situado después de este. (Berger, 1980, 27)

Siendo así desde siempre, sin embargo, desmentido su valor científico, insistimos, lo que parece quedar para nosotros es solo esto, el espectáculo de la mirada donde el hombre se encuentra con los animales dispuestos para ser observados por él a mayor o menor distancia. Con ello, concluye Berger, por mucho que maticemos, en los zoológicos actuales, en sus diferentes formas, más o menos avanzadas o respetuosas con la “vida animal”, recorridos por miles y miles de personas todavía, la mirada que allí se convoca es una “mirada falsa”, una mirada puramente espectacular, que hace de sí misma su propio espectáculo, de donde el encuentro real con el animal es imposible, por mucho que se encubra hoy día bajo la lógica de una suerte de safari en la misma metrópoli. Safari, ciertamente, no menos cinegético que los safaris armados para la caza del animal, pues es la mirada armada para el encuentro seguro con el animal, en su ambiente simulado eso sí, la que impide realmente todo encuentro. O, tal vez mejor, ni siquiera un safari, sino un picnic atrapado en una suerte de desolación festiva, donde los animales siguen ahí puestos, esperando en sus jaulas.

[...]

Una pantera [...] sustituye en la jaula de un circo al “artista del hambre” en el relato de Kafka que se publicó póstumamente en 1924 en un libro del mismo título.

¡Y ahora, limpiad todo esto!”, dijo el vigilante, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Luego metieron en la jaula a una joven pantera. E incluso para la sensibilidad más embotada fue un alivio ver aquella fiera revolcarse y dar vueltas en una jaula tanto tiempo vacía. No le faltaba nada. La comida que le gustaba se la traían los guardianes sin pensárselo mucho; ni siquiera parecía echar de menos la libertad; aquel cuerpo noble, provisto de todo lo necesario hasta casi reventar, parecía llevar consigo la libertad; esta parecía ocultarse en algún punto de su dentadura; y la alegría de vivir surgía con tanta intensidad de sus fauces que a los espectadores les costaba hacerle frente. Pero se dominaban, se agolpaban en torno a la jaula y luego no querían moverse del sitio. (Kafka, 1924, 250)

Allí, en el circo precisamente, donde se retira el “artista del hambre”, envejecido, abandonado por el apogeo de sus capacidades, incapaz ya de ocupar el centro de interés de la ciudad. Es bien conocida la atracción de Kafka por los artistas del circo, por sus espectáculos, en especial por los trapecistas. Pero, en este caso, en el caso del artista del hambre, atracción verídica que se remonta a finales del siglo XIX, un animal le sustituye en su jaula, como si su tiempo ya hubiera pasado, y nos volvemos a encontrar con una pantera revolcándose, dando vueltas en torno a sí, con su cuerpo noble, provisto de todo lo necesario hasta casi reventar, con su libertad destelleando entre sus dientes. Un animal, pues, que ocupa en la jaula el puesto de la atracción del “artista del hambre”, hasta tal punto olvidado que es enterrado junto con la paja que le cubre ante cualquier mirada.

El hombre, ayunador profesional, empeñado hasta el extremo de sí, que no tiene otra vocación que la de hacerse cargo de su ser arriesgado, es el artista del hambre. El artista que, sin ninguna especialidad concreta, ni pintor, ni músico, ni poeta, sin embargo, hace de su arte una liberación esencial de todos los sentidos respecto a su dependencia utilitaria del mundo. Es un ayunador de la realidad, extrema vocación del arte, donde la misma realidad en él, en su cuerpo que se consume, queda suspendida. Aquel que es cuidado, vigilado, contemplado, aplaudido, por todos los ciudadanos, como si en su presencia, ya enjaulada en medio de la ciudad, estuviera la posibilidad misma de esa ciudad. Como si su arte extremo, pura performatividad, puro ejercicio sobre sí, guardara, sin hacerlo visible, en su invisibilidad propia, el secreto que se reparte en nuestro ser en común. Hasta que, de tanto estar allí, consumiéndose, en estado vegetativo o larval, casi mineralizado, confundido entre la paja que le protege apenas del frío de las noches, deja de ser foco de ninguna atención, deja de ser visible, y la ciudad misma pierde su interés por él, le vuelve la cara. Sentado, sin hacer nada, se pone fuera del universo. La vida en él, en su presencia invisible, queda reducida a ese murmullo indiferenciado previo a cualquier reconocimiento. El ayunador profesional, que solo conserva un reloj que marca las horas dentro de la jaula, intenta borrar las huellas de lo que su cuerpo, con el paso del tiempo, ha hecho formar parte suya, ha deglutido hasta el hartazgo. Hasta no quedar nada de él, en el ejercicio extremo de su deshacerse de sí mismo. Y así, carente de cuidados, pues solo se cuida aquello donde no podemos dejar de reconocernos, sin vigilancia, ignorado, acaba siendo abandonado y despreciado por la ciudad. Cuando alcanza el límite de su ayuno, de su capacidad de absorción, que coincide con su mayor indiferencia hacia todo lo que le rodea, con los movimientos de un autómata estropeado, a nadie ya tampoco le preocupa. Solo puede continuar su espectáculo, ya consumido, insistimos, en un circo, es decir, haciendo de sí mismo un espectáculo más, otra atracción. Un espectáculo más, entre trapecistas y animales enjaulados como él. 

En la voluntad extrema de su ejercicio de sí, al irse apartando día a día del tiempo compartido por los otros hombres, solo le queda el instante absoluto y solitario, una soledad extrema donde la felicidad, al cabo la promesa contenida en su experimento, ya no es posible. Nada hay de interesante para los ciudadanos en su desplazarse de un lado al otro de la jaula, en la desesperanza del alimento que ya nunca llegará, el éxtasis del casi nada donde los días no acaban de desperezarse en él. Ante el trasiego mostrenco de las filas de curiosos, de transeúntes que simplemente se paran un momento para mirar a quien habita en esa jaula ascética, cada uno de ellos empleado de sus propias vidas, el artista del hambre día a día se sumerge en un inconsciente vegetativo que apenas le permite pronunciar palabras. Así hasta que dejan de sentir atracción por su espectáculo y se entregan a otras diversiones. Porque, en parte, su mutismo hiriente, su extrañamiento monstruoso, donde deviene algo menos que un animal caracterizado, pone al desnudo el sin sentido de sus paseos, el de todos ellos, por un laberinto sin salida donde cualquier camino está condicionado.

En el circo no ha dejado nunca de anticiparse el devenir espectacular de los parques zoológicos. Con la presencia del animal, se emplee o no en algún ejercicio ante los espectadores, basta para que la “atracción” tenga lugar. Leones, tigres, elefantes, panteras, chimpancés, entre domadores o adiestradores, entre payasos también. Y ello en contacto con otros hombres y mujeres que no tienen otra cosa que ofrecer que la atracción de su cuerpo en movimiento empleándose en ejercicios inverosímiles. Trapecistas, contorsionistas, malabaristas. Allí, en el circo donde encontró el último refugio para su vocación, el artista del hambre, empeñado en sobrevivir a costa de su cuerpo en un ejercicio exacerbado de su voluntad de verdad, no podía ser una atracción sostenible por mucho tiempo. Entre trapecistas y malabaristas, su desmesurado cuidado de sí ya no tiene sentido. Kafka lo sabía, “artista del hambre” él mismo, según varios registros que se conservan en sus Diarios. Su testimonio póstumo, en este texto que fue el último que corrigió para su publicación antes de morir, que no hubiera querido por tanto que desapareciera con él, cuando su deteriorada laringe le había imposibilitado decir ya una sola palabra comprensible, en las últimas líneas que acabamos de releer, no es sino la llegada de esta pantera como nueva atracción que sustituye al artista del hambre. De un animal, por tanto, cuyos movimientos, en plena posesión de sí, han dejado de ser la cifra de un sentido que no les pertenece. De un animal evidentemente desnudo en la superficie de su piel, cuya libertad, diferente a la que Kafka negaba en sus diarios como tesoro del hombre, se oculta en algún punto de su dentadura. Ninguna otra experiencia puede portar la fascinación con la que atrapa su presencia. La alegría de vivir surgía con tanta intensidad de sus fauces, afirma Kafka, que a los espectadores les costaba hacerle frente, mientras enterraban confundido con la paja al artista del hambre, puro despojo de sí.

Sin embargo, lo más decisivo de esta sustitución del “artista del hambre” por la pantera es que está en cierto modo anticipada muchos años antes, en 1912, en la estancia del propio Kafka en el Jungborn (Fuentejoven), un instituto naturista y nudista alemán, durante uno de sus viajes terapéuticos. Allí, un vasto parque entre las colinas del Harz, Kafka permaneció a solas en una cabaña llamada “Ruth”, entre otras cabañas separadas de sí lo suficiente, durante varias semanas. Allí siguió escribiendo, o intentando escribir, los últimos capítulos de El desaparecido, la obra donde Kafka intenta escribir al margen de la literatura abriéndose a una nueva forma de felicidad. Pero, sobre todo, se topó con toda una población que vagaba desnuda por el parque ante su tímido asombro. No en vano, Kafka, a lo sumo un espectador entre confundido y extasiado por todo este despliegue edénico, fue conocido como “el hombre del traje de baño”, recuerda el propio Kafka en sus notas de viaje, donde comenta su estancia y declara su manifiesta incapacidad de exponerse desnudo ante los otros nudistas, aunque al final no tuviera más remedio que hacerlo. Y si bien es cierto que el naturismo nudista se popularizó en las zonas germánicas como una alternativa a la vida de la ciudad a principios del siglo XX, y la Jungborn es principal testigo de ello (“es el más antiguo, el más grande en su género en Alemania”), y lo hizo según una clave decididamente edénica, frente al uso obsceno de la desnudez en la pornografía fotografiada que se empieza a generalizar por entonces, según la cual los naturistas no se sienten desnudos ante nadie porque verdaderamente no están desnudos sino vestidos con el traje de la naturaleza, de por sí al margen de cualquier mirada obscena, Kafka, insistimos, no consiguió nunca quitarse sin más el bañador, aunque al cabo lo hiciera, como hemos dicho, para no llamar la atención. Y no pudo, incapaz de esta versión edénica del hombre, porque allí, en el Jungborn, como se puede comprobar en la lectura de sus Diarios, Kafka disfrutó de un Paraíso temprano que no dejará nunca de latir en su escritura posterior, pero que en esos momentos todavía no era posible. No distan mucho, sin duda, sus descripciones entre estupefactas y extasiadas de los naturistas desnudos, totalmente desnudos para él, de la descripción de la pantera con la que acaba su relato del artista del hambre.

De vez en cuando siento náuseas leves y superficiales cuando veo –normalmente a cierta distancia, desde luego- a toda esa gente moviéndose con parsimonia por entre los árboles. Cuando corren no es mucho mejor. – Ahora se ha parado delante de mi puerta un individuo desnudo completamente desconocido y me ha preguntado despacio y con amabilidad si esa es mi casa, lo cual me parece a mí que salta a la vista. Y siempre se presentan sin hacer ruido. De repente aparece uno y no sabes de dónde ha salido. Tampoco me gustan mucho los señores mayores paseando desnudos por entre montones de heno. Al caer la tarde paseo hasta Stapelburg. (...) Regreso a las diez. Unos cuantos desnudos rondando sigilosos por entre montones de heno del pardo delante de mi casa; desaparecen a lo lejos. Por la noche, cuando cruzo el prado para ir al retrete, hay tres durmiendo en la hierba. (Kafka, 1912, 780) [...]






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