Botonera

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26.5.21

IV. "ISLAS. FUGA Y ABISMO", Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila 2021



ISLAS DEL SUR EN LA MEMORIA 
José Saborit
[Fragmento]


Isla Navarino, 2010, óleo-lino, 146 x 195 cm.



Una isla es una porción de tierra que tiende a la metáfora. Un espejo, por tanto, en el que mirarnos.

Un archipiélago, decía una revista de filosofía con ese nombre, es un conjunto de islas unidas por aquello que las separa. Eso, también, somos nosotros. Y también estos párrafos, unidos por los huecos blancos que los separan. 

De las muchas islas que he tenido la suerte de visitar, como cualquiera que acumule sobre sí una cierta cantidad de años, hay dos que persisten en la memoria con más vivacidad, tal vez debido a su lejanía geográfica y a su rareza. La experiencia del viaje sirve, entre otras cosas, para eso, para desempañar el vaho de la rutina perceptiva y recuperar la suerte del asombro en la mirada, esa agudeza cercana al vértigo capaz de anclarse en la memoria con más intensidad y persistencia. Las dos islas a las que quiero referirme pueden considerarse remotas desde nuestra perspectiva y establecen, por ello, hitos significativos en el registro de los propios movimientos por el espacio físico. 

Isla Navarino es el lugar poblado más austral de América y se encuentra en el archipiélago de la Tierra del Fuego de la Patagonia chilena, en lo que comúnmente se denomina El fin del mundo o Ilaia, que en yagán significa “Más al Sur”. 

Más al sur todavía está la Isla Rey Jorge, la mayor de las islas Shetland del Sur, en la Antártida, y en ella se concentra un buen número de bases militares, como la base chilena Eduardo Frei que me acogió en la bahía Fildes, al oeste de la isla. 

Bastó una semana en cada una de estas ínsulas extrañas, con un intervalo de un año, para cultivar un poso que con el tiempo daría algunos cuadros. Con el tiempo, porque es necesaria distancia y separación para llegar a ver algo. No hay fluido germinador tan eficaz como la espera.  

La memoria asimila y metaboliza lo vivido, lo vuelve nuestro una vez se asienta en nuestro interior. Poseemos, así, cuanto perdemos. 

Rememoro, con casi diez años de perspectiva, la visita a aquellas islas. La distancia que se abre entre este que cuenta y aquel que lo vivió es el intersticio por donde discurre la escritura.   

Miro de reojo aquellos cuadros. Pienso que, en ocasiones, la pintura puede ser aún memoria y conciencia de lo visible, de lo visto. Fogonazo o fulguración que alumbra el intento de regresar allí adonde solo la ficción puede llegar. 

Dos paradojas aparecen de inmediato. La primera verifica que se trata, en efecto, de dos islas del Sur, pero de ese más al sur que ya no es cálido, como quiere el tópico de nuestra perspectiva, sino frío, muy frío. Islas gélidas, por tanto, muy alejadas de su imagen cómica con náufrago y palmera. Y si una isla ya es una entidad geográfica cuya definición presenta unos contornos más cerrados –cerrados por el agua que cierra el paso: de ahí la profusión de metáforas que insisten en el campo semántico del aislamiento, la incomunicación o la soledad–, a esto debe sumarse ahora el frío y la nieve, capaces por sí mismos de aislar e incomunicar, al entorpecer el desplazamiento humano. Islas doblemente aisladas: potencia metafórica que dialoga con la literal escasez de población y su consiguiente sentimiento de soledad [...]





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