Botonera

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25.5.21

III. "ISLAS. FUGA Y ABISMO", Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila 2021



EL PASO MÁS ALLÁ 
Alberto Ruiz de Samaniego
[Fragmento]


Arnold Böcklin, Die Toteninsel II (La isla de los muertos II), 
óleo sobre lienzo, 1880,  111 x 115 cm., Kunstmuseum, Basilea



[...]
“Las islas”, señaló Deleuze, “son de antes de los hombres o para después de ellos”. (1) En efecto: quién podría negar el carácter metafísico de lo insular… Las islas componen verdaderos espacios liminales, fronterizos: ámbitos iniciáticos por excelencia. Es una de las constantes de la isla el hecho de ser inconstante, notaba además Plinio el Viejo en su Historia Natural. De hecho, dedicó bastantes capítulos a los nacimientos, desapariciones y metamorfosis de estos lugares. Toda isla conforma un fragmento súbito de tierra que es una nada en medio del mar. Tierra que recibe su forma de las aguas sobre las que se alza, que no dejan de proteger y desgastar sus costas, y que, un día, la sumergirán. Isla o destino de olvido y obsesión sin demarcación precisa, desplazándose eternamente por un entorno líquido. Signo equivoco del límite: no presente, no ausente. Apareciendo, desapareciendo, reapareciendo. A diferencia de las tierras firmes sólidamente consolidadas, la forma insular está siempre sujeta a deslizamientos, erosiones, conjeturas. Inhóspito islote: no-lugar y naturaleza librada a sí misma, sin el hombre, nacida de la conjunción del mar y el fuego. Porta la señal de la creación y la del diluvio; es principio y fin de un mundo: su cicatriz y su centro pero, al tiempo, su periferia, su confín excéntrico, su delicado ornamento. Tal ambivalencia recorre la insularidad, como un haz de energías que pone en cuestión la propia estabilidad del universo conocido, cartografiado, nunca del todo unificado. 

1. DELEUZE, Gilles, La isla desierta y otros textos, Valencia: Pre-textos, 2005, trad. de José Luis Pardo, p.16.

Es innegable que la visión de toda isla nos coloca de algún modo en el borde, como en una espera y una despedida. Crucial resulta la primera mirada que se dirige hacia sus contornos, allí donde se inicia la promoción y la promesa de no ser yo, de perder el nombre y el rostro. La travesía también es importante. Supone un tiempo de incubación, durante el cual el viajero ha de preparar su llegada a la isla como el solo objetivo ya existente, lo (im)posible como destino, lo único ya posible. La travesía pone por ello el tiempo entre paréntesis. Su lucidez imantada es la de la infancia, y la del ensueño: la isla como visión y lugar del tesoro, término ideal del exilio y el bien morir. Aunque los lugares, en sí, no son gran cosa; lo importante es merecer llegar hasta ellos. ¿Cómo no recordar a Cavafis?: no esperes que Ítaca te dé riquezas; la isla ya te ha dado el viaje maravilloso, pues de no ser por ella nunca habrías comenzado. La isla es el destino: uno de ahí ya nunca podrá salir. Et in Arcadia ego. También en el movimiento mental sobre las aguas que es el transporte al allende hay un lugar central en el océano, ocupado por una isla brumosa que es la de la muerte. (2)

2. En la Grecia antigua de la que hablaremos, esta centralidad la compartirán tanto las islas paradisíacas donde moran los elegidos como las de los muertos, en la medida en la que participan de la misma función: retorno en un caso a la Edad de Oro, regida por Crono, o, en el otro, a las fuentes del saber y de la necesidad cósmica. 

Hablamos, pues, de lugares que son pasos del todo inciertos y abren una experiencia de liminalidad última: la más radical, la que culmina y al tiempo elimina la posibilidad de la experiencia misma. Islas que podríamos definir como específicamente filosóficas. Serían aquellas tal vez imaginadas al modo platónico: tierras para aprender a morir. Son los arrecifes o peñascos de los muertos, siempre recónditos pasajes al ultramundo. Designan como un vacío de universo, y la apertura de aquello que definitivamente nos excluye; lo que nos niega al fin como existentes. “La isla fue en otra época la falta, el agujero, el olvido. / ¿Cómo se produjo? / Un vacío repleto de piedras / En el medio de las ondas”, escribió Edmond Jabès. (3) Y vemos entonces que esta idea de la isla de la muerte como un incierto y definitivo lugar en falta bien podría aproximarse a lo que Blanchot –precisamente en Le pas au-delà (El paso al más allá)– caracterizó como la apertura prohibida, meditando sobre el sentido del pronombre de tercera persona: “la apertura prohibida: eso es lo que indicaba ese nombre que apenas era una palabra y que lo designaba de una forma tan eminente no designando a nadie y, además, por medio de una indicación indirecta que sin embargo parecía referirse cada vez más indirectamente a ese punto preciso, determinado-indeterminado, un vacío de universo. Apertura prohibida: a condición de entender que era y no era la prohibición –bajo cualquier forma que fuese– la que proporcionaría la posibilidad infinita de abrir”. (4)

3. “L’île fut autrefois le manque, le trou, l’oubli. / Comment cela s’est-il produit? / Un vide comblé avec des pierres, / Au milieu des ondes”, JABÈS, Edmond, Récit, Montpellier: Fata Morgana, 1981, s. n.

4. BLANCHOT, Maurice, Le pas au-delà, París: Gallimard, 1973, p.32 (la traducción me pertenece).

Isla, en fin, como grieta metafísica donde radica el lugar y el obstáculo de un pensamiento, la fuente y la suerte, su postrer destino de naufragio y extinción, su agotamiento. 

*

La serie de Arnold Böcklin denominada Die Toteninsel (La isla de los muertos) forma, sin duda, parte de este archipiélago metafísico. Pues la imagen ilustra –en todas sus versiones– el paso al más allá; en medio, justamente, de un vacío repleto de piedras, entre las ondas. No se trata, naturalmente, de una escena moderna. De hecho se remonta mucho tiempo atrás, acaso a los Vedas o a los textos hititas, tal vez incluso al Gilgamesh. Pero es con Grecia, a partir de los escritos de Homero, Hesíodo y Píndaro, cuando se despliega en la forma de una geografía mítica de islas encantadas, escatológicas, idílicas o, según los casos, tenebrosas. Los griegos gestaron con ellas una cartografía tan rica como inquietante. Tanto es así que incluso lugares míticos que en principio no eran islas acabaron siendo concebidos como tales: el país de los Hiperbóreos, por ejemplo, o el Jardín de las Hespérides (Perséfone es allí la guardiana de las manzanas de oro y, por tanto, de la isla misma de los Hiperbóreos) o los Campos Elíseos. Eran lugares situados en los confines occidentales del mundo, sitios apartados de los hombres y junto al Océano. En esto coinciden con la entrada al Hades, que se encontraba también al otro lado del mar. Designaban, como las llamadas Islas de los bienaventurados, destinos privilegiados, paradisíacos, para los favoritos de los dioses, después ya también para los justos. Lugares que habría que relacionar con una lista amplísima de islas conectadas también con la otra vida, u otra vida no del todo mortal ni humana, como la isla Eea (morada de la maga Circe), la isla Ogigia donde habita Calipso, la isla Leuke (Isla Blanca, morada en el más allá de Aquiles), la isla Tanatus (“Muerte”, de la que habla Isidoro de Sevilla) o la isla de Crono, de la que informa Plutarco [...]






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