Botonera

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7.5.21

III. FRAGMENTOS DE "UN BELLO TENEBROSO", DE JULIEN GRACQ, Valencia: Shangrila 2021




Anne Magill



[...] De pronto, en cuanto salimos del bosque en dirección a una infinita extensión de colinas brumosas, la landa rasa se extendió hasta el horizonte. En un pliegue de este suelo desnudo, semejante a una vasta extensión de césped amarillo de lucientes declives, había un lago tan perfectamente puro y resguardado del viento en este final del día ya salpicado de estrellas que me parecía estar a punto de entrar en un extraño y tranquilo reino de una paz sideral, súbitamente alejado de todo lo que, hoja o rama, se moviera y se estremeciera. Era la auténtica pila de una fuente cuya suave inclinación desde las orillas hasta el agua la mirada seguía ininterrumpidamente a su pesar, una solemne pendiente cortada aquí y allá por pequeñas murallas de guijarros. Un solitario y elevado montículo rocoso a la vera del lago proyectaba una sombra negra erizada de árboles entre aquellas hermosas planicies que resplandecían igual que unos caballos almohazados, y al final del promontorio, en el hueco de ese estanque muerto y al borde del triste cielo, todos a la vez atisbamos las altas murallas del castillo de Roscaër.

El paisaje era de una belleza tan sorprendente y singular que, por un acuerdo tácito, detuvimos nuestros dos coches a orillas del lago y, durante un largo rato, permanecimos en silencio, absortos en el espectáculo. Las empinadas laderas que conducían a aquellas ruinas aparecieron por todas partes cubiertas de un espeso y negro bosque erizado de fantásticos pináculos, de inmóviles copas verdes, y desde la cima de ese diente rocoso que se alzaba desde las oscuras aguas, desde lo alto de esa proa que rezumaba sangre por las grietas de sus lienzos, flotando sobre una franja horizontal de niebla azulada que se elevaba desde el lago, el edificio descollaba por encima de los tiempos y se convertía en uno de esos lugares cumbre, uno de esos picos espectrales de un rosado inefable que, bañados en una luz de otro mundo, se yerguen por lo alto de las nubes con las primeras estrellas al ponerse el sol.

Aparcamos los coches al pie de la escarpadura y comenzamos nuestro ascenso. Christel, toda de blanco, tan grácil, apoyada en el brazo de Allan, iba unos cien pasos por delante de nosotros y a menudo los perdíamos de vista en las sombras que ya arrojaban aquellos enormes troncos. Y cuando reaparecían en un hueco de luz difusa, y Allan levantaba el brazo señalando un detalle arquitectónico de aquellas lúgubres torres cuya cresta a cada momento brotaba de los árboles, de improviso aparecía ante nuestros ojos un extraño grabado romántico, una de esas parejas despavoridas que, en los cuadros de Gustave Doré, caminan inexplicablemente como si fueran sonámbulos a la luz de la luna hacia una fortaleza de altura tan vertiginosa, tan inaccesible como una montaña mágica.

Son unas ruinas muy antiguas, enteramente invadidas por plantas y árboles, esa vegetación con una exuberancia casi tropical que Bretaña tan tercamente alberga en la menor de las gargantas. Unos anchurosos mantos de hiedra, unos patios repentinamente perforados en las murallas como si fueran pozos, apenas más anchos que estos, por los que se extiende la noche perpetua de las ramas, literalmente cegadas por un roble o un plátano gigante. Algunas veces un lienzo de muralla, desnudo, vertiginoso y terrible, brota de una arboleda como si fuera su vástago [...]

[...] Vuelvo a ver a Allan y a Christel bordeando lentamente la muralla más alta del castillo. La luna busca ese rostro celestial que desde las alturas descubrimos por la noche en los árboles, ese rostro extasiado, imperturbable, como el de alguien que duerme a la intemperie, bajo las estrellas. La prodigiosa luz del lago por la noche, semejante a la pálida luz de la mañana cautiva bajo el hielo, ese claror de los grandes espacios de aguas tranquilas incluso en las noches más oscuras, esos claros de la noche serena [...]

[...]

Por puro juego, Allan trepa a lo alto de la muralla y desde allí, al borde del precipicio, nos acompaña, como un espíritu, desafiando el vértigo. En ese momento se complace en hablarnos de manera desenfadada y sutil, deleitándose con nuestro exasperado desasosiego por el peligro que corre. No nos atrevemos a pedirle que baje: desenfrenado, salvaje, caprichoso, en un santiamén nos da una idea de cómo es él realmente, presa de sus demonios, arropado en un tabú que lo protege. Su aguda mirada está clavada en Christel, en mí; es, en efecto, aquel jaguar inmóvil en su rama del que hablaba Gregory. A todas luces, este ser es pura provocación, fascina. Pero Christel no puede resistir este insoportable desafío: de un salto se sube a lo alto de la muralla y se coloca a su lado, y él la sigue, deferente, protector, algo irónico; y, al fin, una vez que me repongo, me permito pedirles que detengan aquel cruel juego.

—¿Le gusta la noche, Christel?

—Sí, me encanta, tanto que a veces no puedo soportar quedarme descansando en mi habitación. Anoche escuché las solemnes acometidas de la pleamar en la bahía bajo la oscura noche sin estrellas. Se me antojó que el agua disolvía la noche, que subía, subía y asediaba mi habitación, ese balcón donde me apoyaba como si fuera una pasarela en un naufragio. Casi tuve miedo. Entonces me sumí en un extraño sueño muy relacionado con lo que, momentos antes, había sentido en mi estado de vigilia. Estaba en el proscenio de un teatro medio inundado por unas furiosas olas. El agua fluía a raudales por los palcos, estos salpicaban como si fueran chalanas del mismo modo en que de manera inesperada las costas cuajadas de grutas retozan con el roción, y, empapada, helada, sentí el mismo placer que sienten los niños corriendo delante de la espuma que producen las olas al romper; allí estaba, extasiada, apoyada sola en el borde del parapeto rojo, contemplando las olas que se precipitaban desde el fondo del escenario, presa de una extraordinaria expectación. Por fin se formó una ola, se hinchió y se elevó hasta las cintras: una espléndida montaña líquida. Frente a ella, la sala se vació con una formidable succión: se veían emerger de las profundidades los asientos de la platea y de la orquesta, sólidamente amarrados al suelo, en medio del silbar de las aguas aspiradas. Y la ola se dilatada a medida que avanzaba, el teatro se agrandaba elevándose hacia las nubes y, como si fuera el capitán de un barco, sola a bordo de aquel auditorio zozobrante, durante un instante tuve ante mí una pared lisa y negra que estallaba en un burbujeo de plata. Mi miedo se mudó en un júbilo delirante, una esperanza ilimitada. Conforme progresaba esa ola, cuya realidad, cuyo peso arrebatador, tan inminente y cercano doblegaba mis hombros, iba socavando mi confianza, la seguridad ilimitada que sentía. Parecía volverse transparente de un modo extraño; detrás de ella, en las profundidades del agua, las estrellas brillaban tan serenas, tan agraciadas como en los desiertos de Egipto antes de la Tierra Prometida. Y en el momento en que sentí que me engullía, que me transportaba para siempre, desfallecida como una suave pluma, comprendí que aquella ola era la misma que la noche.

—Pues a mí sí que me encanta. En especial me gusta contemplar la caída de la noche en las grandes ciudades durante el estío. De súbito las terrazas de los cafés se vacían, ¿qué está pasando? Ante todo, me atraen los bulevares, con sus perspectivas de nieblas amarillas, ínfimas, donde los tranvías crecen inmóviles como un barco que viene de altamar engalanado con banderas al regresar de la línea de fuego, cargado de ramas y flores, con el extraño aroma de un bosque exótico. Merced a ese vacilante crepúsculo, a ese vértigo, ese adormecimiento, esos desgarradores rasguños como de violonchelo en las curvas de los raíles, a menudo pensé que los árboles invadían las afueras y ceñían la ciudad con un bosque sin salida. Me gustaba entonces perderme por las frondosas avenidas al atardecer, esas vanguardias empujadas hacia el amenazado corazón de las ciudades (pues la ciudad será un día conquistada por los árboles). Enseguida el tráfico va escaseando hasta extinguirse por completo... Caminas por calles estupefactas, bostezantes. Especialmente alrededor de las estaciones de tren, la noche sale muy rápido de esos grandes montones de carbón. Las ramas se deslizan entonces con suavidad, libres, sobre los muros mal custodiados de las casas: ya son los arrabales. Por último, hay unos setos, praderas hendidas por ríos; aquí ya no te planteas adónde quieres ir. Al dejar atrás las casas donde la familiar noche desciende tan rápidamente, te das cuenta de que todavía queda algo de luz solar. Nunca sabes exactamente cuándo anochece.
»La gente corriente posee una experiencia de la noche increíblemente pobre. Además, puesto que se ha resignado, seguramente por su gran desconfianza, a no aceptar ningún oráculo de esta consejera inesperada, la única imagen anticipada de la tumba que pueden aceptar es la de su dormitorio, con sus muebles y sus flores, adornados y guarnecidos con dobles, como los hipogeos del antiguo Egipto, un dormitorio que prefigura la tumba. Tal vez teman que, si duermen a la intemperie, se despertarán perdidos por la mañana, pues, a mi entender, la gente nunca se encierra por miedo a unos vulgares ladrones. Hubo un tiempo en que prefería dormir en lugares donde la noche caía en un estado especialmente puro: las iglesias, los parques.

 [...]

—Durante mucho tiempo, cuando la puerta acababa de cerrarse y me quedaba solo en la gran nave, bañado por el raudal de sol que se colaba por las vidrieras, oyendo claramente a través de los ventanales el cantar de los pájaros y contemplando el movimiento de las ramas en el exterior, se apoderaba de mí la languidez por estar allí recluido, la ansiedad, un repentino y desenfrenado deseo de correr por los campos y los prados a plena luz del día. Pero al acercarse el crepúsculo, volvía ser presa de un terror sagrado. Es entonces cuando, en esa nave de ecos sepulcrales, detrás de esas vidrieras ciegas como el cristal esmerilado y estando envuelto en esas fragancias que tan directamente llegan al alma en las iglesias —las velas, las frías losas y la extraordinaria dulzura de los lirios en la penumbra—, oyes morir uno a uno los sonidos del día y percibes cómo crece, se forma y toma cuerpo ese silencio del que están preñadas las iglesias y que brota del mismo modo en que una ola nace del seno de aquella que la precede. ¡Ay!, ese último gorjeo, ese último sonido que tarda tanto en extinguirse, retomado, sostenido a intervalos heroicos, interminables, y cuyos sobresaltos, infinitamente lejanos, nostálgicos e inútiles escuché para calmarme, ¡esa dulzura tan perfectamente perdida y recogida! Luego, con su arco el viento asestó su último golpe a las hojas, solemne, supremo como una pequeña muerte, decididamente el último suspiro del día, y, por último, el silencio. Una suerte de aseo invisible, como cuando uno se prepara para ir a la cama, tenía lugar en el edificio, que se preparaba para la travesía nocturna, y a veces me incomodaba la familiaridad de aquel silencio algo bostezante alrededor de lo sagrado, como si hubiera visto a una mujer invisible velando a su difunto hijo; sin embargo, ella camina, tose, incluso come. Y así se hizo un silencio hecho del crujir de las sillas y el crepitar cada vez más obsesivo de las velas, y, a medida que palidecían las ventanas, ese silencio, que había comenzado con los suaves sonidos del crepúsculo, cobraba una extraña amplitud. Ahora la noche se acercaba con sus vastas extensiones negras, y todo cambió repentinamente su perspectiva. ¡Las velas! Ese místico tenebrario que alguien coloca al pie de un altar perdido en las sombras, una estatua a veces revelada con un reflejo más intenso, como detrás de una irreal arboleda recorrida por el resplandor verdoso de una luz de Bengala, esa dulce y trémula muerte de la llama, tan pura en su cúspide, esa vertiginosa vuelta de tuerca hundida en la oscuridad, con qué ávida intensidad la contemplé yo durante horas: una llama de corazón negro donde, al igual que en el vientre de una mujer, se refugian el calor supremo, el hierro de lanza y la hoja de tiemblo; una lucecita inagotable —tan inmóvil, tan durmiente que la imaginamos subiendo directa desde lo hondo de un pozo de tinieblas de una profundidad infinita— semejante al reflejo suavizado y tremoso de una lengua de fuego en unas aguas místicas. Algo me fascinó, algo dentro de mí acaba de quemarse con esa luz igual que una mariposa. No era el fuego de una noche en el campo, ese que nos hace pensar en una sopa y en la cama, sino más bien una luz en el agua que hechizaba los abismos y conjuraba lo irreparable. A veces me quedaba tan absorto en esa visión, como dicen que hacen los yoguis de la India, que realmente me convertía en esa llama, sentía su luz nutriéndose de mi corazón. Ojalá aquella luz pudiera haberme disuelto, haberme fundido y esparcido, ligero y fluido como el aire, frío como las losas, por los frescos espacios hechos para nadar de aquellas altas bóvedas negras eternamente en reposo. Me vino al pensamiento una extraña frase que repetí hasta la saciedad como si esta hubiera contenido algún poder mágico: solamente la llama nos puede devolver a la noche. Ojalá la noche se hubiera vaciado, se hubiera vuelto más profunda, se hubiera encendido con el fulgor de aquellos cirios, ojalá la mañana nunca hubiera regresado. Las horas pasaron como si fueran minutos. Entonces enseguida alboreó y, de golpe, unos enormes retales de color gris azulado, aunque entenebrecidos y como si estuvieran cortados del mismo tejido, remendaron las bóvedas negras. De ese modo había vuelto la mañana [...]

[...]


Christel se adentró en las profundidades más insondables de [los ojos de Allan] y bebió largamente del pánico y el vértigo que allí encontró.

—Lo amaré siempre, salvado, perdido... dondequiera que me lleve; sí, para lo que sea… para ser su juguete, su esclava, aunque eso me destruya, aunque no pueda ayudarle.

La mirada de Allan vagaba, flotaba sobre ella, perdida, crucificada por un pensamiento lúcido.

—Sí, Christel, usted me ama. [...] Usted solo me ama unido a mi muerte [...]




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