PREFACIO
Retrato con animal
Una imagen que no deja de asaltarnos con la interrupción que, entre nosotros, provoca la presencia de un animal es la de un reconocido retrato fotográfico de Franz Kafka, donde el escritor checo aparece acompañado de forma inesperada por un perro, un gran pastor alemán de pelo encrespado y ojos oscuros. Inesperada, porque parece como si el joven Kafka, con un aspecto cuidado y elegante, atildado en su explícita convención, hubiera sido interrumpido, cuando ya tenía afirmada la pose que debía perpetuar el cliché fotográfico, por la llegada imprevista de un animal, un gran perro, un pastor alemán, que se acercó para quedarse allí y formar parte de la imagen que, de inmediato, se iba a tomar. Cierto es que, en la imagen de Kafka conservada, asaltada por la presencia del animal, el escritor no parece haber perdido la pose que estaba preparando. Es más, en muchas biografías fotográficas del escritor esta fotografía queda reducida a un retrato del joven Kafka en tres cuartos, eliminada la presencia del animal, como si su interrupción, al cabo, no fuera valorable. Y si, instalados en un principio de sospecha, seguimos paseando nuestro cursor por todas las imágenes que se conservan del propio Kafka, de forma insistente, o volvemos a visitar una de sus múltiples biografías, como si buscáramos alguna otra imagen suya acompañado por otro animal, tal vez suceda, como es el caso, de que nos encontremos con la fotografía originaria donde está contenida esta imagen de Kafka con el pastor alemán. Porque no es solo que a menudo se recorte la imagen de Kafka a modo de retrato de tres cuartos eliminando la molesta presencia del perro, sino que la imagen de ambos está recortada de una imagen primera escondida en un rincón de difícil acceso entre todas las otras fotografías bien conocidas del escritor checo. En ella ya no solo aparece Kafka acompañado del perro, sino que en el lado derecho también hay una mujer, tan bien vestida como Kafka, a modo de un retrato de pareja con perro, que se presenta en “una sonrisa dulce, llena de contenido”, junto a la mueca apenas esbozada del escritor. Su mano izquierda está posada también sobre la espalda del animal, que los separa con su presencia insistente, como si arrastrara a ambos, paralizados en el instante silencioso de su pose, al jadeo abierto entre sus fauces, que todavía parece llegar hasta nosotros. La identificación de esta mujer no fue fácil, aunque al cabo se consiguió. Es, como bien señala Reiner Stach, Hansi Julie Szokoll, una más que inapropiada camarera con la que Kafka se relacionó en la época que se perdía con sumo placer, antes de la Primera Guerra Mundial, en las noches agotadoras de Praga, y que le sirvió de inspiración para esa muchacha llamada Elsa a quien visitaba una vez por semana en su cama K., el protagonista de El proceso. Pero, dejando de lado ahora la más que sospechosa desaparición de la fotografía de Hansi Julie, la fotografía más recortada de la historia, como dice Roberto Calasso, este sucesivo recorte al que la fotografía original ha sido sometido por los comentaristas de Kafka, que son muy del gusto de acompañar sus escritos con la imagen singular del autor, primero el de esta mujer, y después, con menos reiteración, el del perro, nos permite reconocer de antemano, o, más bien, anunciar, frente a estos recortes condicionados, lo que en este escrito va a suceder. Que es, antes que nada, la sucesión de una serie discontinua de retratos con animal del pensamiento contemporáneo donde se pretende exponer, sin ninguna condición, al margen de cualquier recorte, tan habitual como el recorte al que se ha sometido la presencia de la mujer, las relaciones híbridas que se dan en la común corporeidad que compartimos con ellos, y que no pueden dejar de ser pensadas. Nada comprenderíamos de la escritura de Kafka sino dejáramos abiertas esas ventanas pobladas de animales por donde entra a borbotones la realidad, como tendremos ocasión de exponer.
Basta que observemos con más detenimiento, al modo de una lupa que solo se expone a las acciones que suceden, tras una primera ojeada, la imagen recortada de Kafka y el perro, asumiendo el primer recorte (no tiene apenas ningún valor leer las cartas que Kafka escribió a las diferentes mujeres con las que tramó su vida si no se analizan en un mismo plano las imágenes fotográficas donde se acompaña retratado junto a ellas, pero ahora no podemos seguir por este camino), para darnos cuenta de que su mano derecha, que, por momentos, parecemos perder de vista, mientras la izquierda posa en primer plano, está suavemente apoyada sobre la cabeza peluda del perro. Más en concreto, parece agarrar entre sus dedos, sin presionar con fuerza, la oreja derecha del animal, su cartílago resbaladizo. Y a través del testigo, en cierta manera también inesperado, de esta mano, atendemos, como si volviéramos a mirar la fotografía, al claro contraste que se da entre la presencia atildada del escritor y el perro siempre recién aparecido. La nítida y bien perfilada imagen de Kafka tocado con su sombrero de copa baja nos ofrece la mirada de frente y esboza una ligera sonrisa, casi una mueca, que alguna que otra vez le hemos visto ya al escritor, sobre todo en sus diarios. El perro intruso, al contrario, aparece desenfocado, como si fuera un recién llegado de otro mundo, como si portara consigo una intensidad vital que no puede ser atrapada ni soportada por ninguna imagen fija. Su jadeo de boca abierta, el brillo, a pesar de todo, de sus ojos negros que miran, su presencia peluda, encrespada, acaban haciendo de esa mano derecha de Kafka que se posa en su oreja un gesto inverosímil donde se expone, sin embargo, una cierta convivencia entre el hombre y el animal, un cierto estar-juntos, que no puede ser identificado sin más como mera compañía. Un enigma, en el sentido de algo que se da a entender sin decirlo. Como si entre la leve sonrisa del joven Kafka, donde su pose bien afirmada se desliza a pesar de todo hacia un punctum irreversible, el tacto singular de una presencia que atraviesa la imagen y atrapa nuestra mirada, y este gesto inverosímil que sostiene la presencia imprevista del perro cogido de su oreja derecha, el cartílago que se desliza entre los dedos, se abriera una línea de fuga, como, por otra parte, en la mayoría de las fotografías de Kafka que se conservan, una línea de fuga entre el hombre y el animal, entre ese hombre y aquel animal, reafirmada por su encuentro inesperado, que no tuviéramos más remedio, ante la mirada insistente de la fotografía, que seguir, que perseguir hasta donde nos lleve y hasta el fin de nuestros días.
Y es que, tal vez, el fin de nuestros días, de nuestros exclusivos días, ya haya llegado hasta su final, y sea necesario reconocer hasta dónde nos ha llevado, reconocer dónde estamos. En qué sentido, como diría el propio Kafka, el Paraíso siempre ha estado entre nosotros ahí, aunque no lo hayamos percibido. Pero lo que sí parece es que en ese ahí, casi con toda seguridad, ya no estamos solos. O, al menos, tan solos como creíamos. Como el gran perro, ese pastor alemán de pelo encrespado, que invade el espacio fotográfico del joven Kafka, los animales, hace ya tanto tiempo olvidados por nosotros, olvidados a costa de querer redimirlos del olvido, cuando dejamos atrás nuestra necesaria convivencia de antaño, con su olor a respiración húmeda de establo caliente, han regresado a la escena del pensamiento más actual e intempestivo donde nuestro presente no deja de problematizarse. De hecho, allí donde la filosofía, en cuanto forma de pensamiento donde la forma de darse el pensamiento mismo es el problema, pero también la literatura o el arte, desde sus propias condiciones, en nuestra más inmediata contemporaneidad, han puesto contra la pared ese nosotros que somos para intentar hurgar en sus entrañas la condición que nos constituye como tales, esta, la filosofía, como también la literatura o el arte, no han dejado de encontrarse, después de todo, con ese animal que, convertido en objeto de captura y estudio, expuesto en una visibilidad zoológica absoluta por las Ciencias de la Vida desde principios del siglo XX, sin embargo, sigue estando ahí, al margen de toda voluntad de depredación etológica, recién llegado y a punto de marcharse, como el pastor alemán de Kafka. Es más, podría decirse que, si en el tránsito de la evidencia del sujeto, fenomenológico y existencial, al lenguaje en su historicidad, para retornar de nuevo desde la historicidad del lenguaje al sujeto recobrado, en el devenir propio de la filosofía del siglo XX, el animal, encerrado en las Ciencias de la Vida, la vida misma, dejó de ocupar un lugar central en el pensamiento, en nuestro presente hoy, solo accesible a través del dominio espectacular de la biopolítica, no cabe pensamiento que no sea pensamiento de la vida, y este solo puede darse acompañado del animal, que nunca cesó de mirarnos, en todo caso, desde su encierro zoológico.
Y todas las miradas se vuelven una vez más hacia Heidegger. Pero, eso sí, un Heidegger distinto al de la deriva hermenéutica, que tantos caminos para el pensar abrió en la segunda mitad del siglo XX. Allí donde el filósofo alemán, en los márgenes de la Fenomenología, trama su filosofía existencial y se enfrenta a la experiencia animal, en un movimiento de su pensamiento que enseguida se convirtió en un movimiento póstumo, el animal mismo, en distintas figuraciones, hace acto de aparición, con su presencia real, como en el retrato de Kafka, para después ser desplazado del gesto fundamental de la filosofía, como si en el retrato del ser humano, desde su perspectiva existencial, la cuestión animal ya no tuviera lugar. Como si hubiera sido desplazada sin dejar ninguna oportunidad para su matización, por breve y vaga que fuera. En la reducción egoica de la Fenomenología, en sus diferentes versiones, en Husserl, por ejemplo, el animal también fue convocado, pero solo lo fue analógicamente, como el niño o el loco, para afirmar la trascendencia del ego racional. Heidegger, por el contrario, en su decidida voluntad de apartarse espantado de todo pensamiento de la vida, nunca quiso retratarse junto a un animal de compañía, sino que lo apartó de su lado, entregándolo a su propia esencia, encerrándolo en su mundo-ambiente, con la ayuda fundamentada de las Ciencias de la Vida. Pero, por ello mismo, siempre estuvo a expensas de que el animal mismo, tal vez más que ningún otro pensador, se incorporara al retrato del ser humano de forma inesperada, trayendo todo lo que podía traer todavía consigo más allá de su encierro zoológico. Ya no animal de compañía, ya no animal doméstico, era el animal que, más allá de estas distinciones, convocaban las Ciencias de la Vida. Solo que, desde el punto de vista del filósofo, estas se daban como “ciencias sin nombre”, al margen de las diferentes modalidades de hacer ciencia, de la coartada insana de todo naturalismo empírico, tramando etológicamente en el encierro zoológico del animal una visibilidad que no dejaba de tener como condición de posibilidad una invisibilidad que le era propia, donde los cauces restringidos del ambiente devenían un mundo que habitar con sus lugares de escondidas, como la madriguera del conocido relato de Kafka. De ahí que Heidegger no deje de defender su retrato de la enigmática presencia del animal. De ahí también que no deje de estar desplazado, a pesar suyo, un poco en el encuadre, como el propio Kafka, para que esa enigmática presencia pueda aparecer cuando menos se la espera. Y poder acariciar, como quien no quiere la cosa, el cartílago de la oreja donde el animal atiende a los estímulos del medio sin ninguna conciencia que medie con su interrupción.
Es en la poesía, es en el arte, es en estas otras formas de pensamiento, acabará diciendo Heidegger, donde se puede hacer patente la presencia del animal al margen de cualquier estrategia comparativa que se interroga acerca de lo que supone ser humano. La cuestión es que, si la estrategia de la filosofía en su última declinación se ha empleado en la interrogación acerca de lo que significa ser humano al margen de cualquier reducción humanista, camino en el que encontramos también al propio Heidegger, no ha sido problematizada en modo alguno su posición, a pesar de todo, antropocéntrica. Por ello, no era necesario acercarse al encierro zoológico de los animales, salvo para contemplar su incomparable espectáculo, que no sería sino el de la propia vida y sus modos de ser convertida en objeto de análisis y museo, cuando no de exterminio. Mas, como es evidente, siempre cabría preguntarse en qué sentido la poesía, el arte, a quienes Heidegger parece con displicencia entregar el relevo animal, no son los necesarios partenaires de esta desaparición espectacular del animal, de la despolitización que neutraliza la extraña intimidad que nos acerca a ellos. El poeta siempre corre el riesgo de perder de nuevo al animal en una inconsecuente “Metafísica de la Vida”, acabará denunciando el filósofo, siendo Rilke el principal acusado de querer animalizar lo humano. Denuncia en la que también debemos emplearnos sin descanso, excluyendo a Rilke, claro está. Porque el dispositivo donde nuestra definición política encuentra sentido no supone sino detectar y mantener bajo vigilancia el animal que también somos, nuestra animalidad tratada como una suerte de vida vegetativa sin más, para así dejar libre camino al trabajo del Espíritu. La declinación hermenéutica de la filosofía, de raigambre heideggeriana, como hemos dicho, pero también idealista, no sería sino la coartada necesaria para este devenir biopolítico de nuestras sociedades. Y allí donde el poeta, el artista, juega a hacer el animal, e infinidad de ejemplos hay de ello, volvemos a encontrar el espejo humano, demasiado humano, por el que el hombre sigue observando a distancia la espectacularización zoológica, guiada por un principio de absoluta visibilidad, donde siguen encerradas las vidas de los animales, al margen de la trama política de nuestras vidas.
Algo nos dice, sin embargo, que Heidegger no se refiere a esto, a pesar de sus análisis críticos de Rilke. En todo caso, es claro que, en nuestro arte, en sus diferentes declinaciones, allí donde este se presenta al margen de la mixtificación de la autonomía de lo artístico y deviene posible tratarlo desde la perspectiva de una política de las imágenes, el encuentro con la experiencia real del animal ha sucedido, y sigue sucediendo, sin caer en la animalización de lo humano, como tampoco en una humanización del animal. Basta volver a mirar el retrato fotográfico de Kafka, acompañado por la presencia inesperada del perro, para darse cuenta de que, con ella sola, borrosa pero insistente, la pose meditada del escritor se problematiza en la fuerza de arrastre que une la mano que agarra suavemente la oreja del animal y la sonrisa que se esboza en el rostro del retratado, y cifrar ahí el trato artístico con los animales con el que no dejaremos de relacionarnos. Se da un movimiento de desubjetivación en este gesto inverosímil, como si la determinación del sujeto que pretende posar se precipitara en la pose imposible del animal que aparece al fondo de la fotografía. En la pose imposible, en la imposible consecución de un gesto significativo, y sobre esto Kafka ha escrito más que nadie, no nos topamos con la obscenidad de un cuerpo que se resiste, cuerpo animal, sino con la aparición de un cuerpo que deviene su solo enigma. De igual manera que el animal, ese siempre recién llegado, ante la mirada zoológica del hombre que lo convierte en una imagen de sí mismo, solo a través de esta imagen, de esta visibilidad forzada, de su emborronamiento, nos encontramos con su pertenencia a un mundo donde vale tanto lo que se expone como lo inexponible, desde la cual poder medir el sentido mismo de nuestro hacernos en mundo.
Fue el filósofo francés Gilles Deleuze en los años ochenta del siglo XX y su pretensión de dar lugar a través de su pensamiento a un nuevo vitalismo, acompañado de Spinoza, Nietzsche o Bergson, quien volvió a dar entrada en la escena de problematización de lo humano al animal y su inquietante compañía. Su gesto decisivo fue tramar su discurso en relación con las Ciencias de la Vida, como Heidegger había hecho antes, solo que ya no con la intención de garantizar el encierro zoológico de los animales y liberar al pensamiento de su asedio, sino que, antes bien, tratando estas Ciencias de la Vida según un régimen de comprensión formal (donde la vida no es reducida a un conjunto de funciones que explicitar, sino que se atiende a su manifestación ecológica más estricta y superficial, como un conjunto de afectos y perceptos modales), liberar la presencia animal en los propios procesos de afirmación soberana y excluyente de la maquinaria antropológica. Y hacerlo en el sentido en que, en ella, ante ella, tratando al animal como un animal, la voluntad antropocéntrica del pensamiento queda tan afirmada como cuestionada en su extremo más irreductible, es decir, en el punto en que el sujeto trata de alcanzarse como sujeto.
Ahí, volviendo a aparecer el animal junto al retratado, de la misma manera que la leve sonrisa de Kafka, desmintiendo toda pose, se conecta con el tacto de su mano en la oreja cartilaginosa del perro, el pensamiento de Deleuze no se topa con un ego pensante sino con la afirmación de un modo de vida, con un sujeto que, antes que nada, vive una vida que no es sino su partición entre diferentes formas de vida. Y el pensador, y el escritor, la escritura misma del pensamiento, queda atrapada en una suerte de “devenir animal” por el que nunca ya va a poder ser la misma. Ya no será la Lechuza de Minerva la que acompañe al gesto filosófico, ella misma despojada de su animalidad en la afabulación de su mirada. No, el filósofo se presentará, al contrario, como un animal plano de las superficies, garrapata o piojo, donde toda afabulación se detiene en una estricta determinación etológica por la que todo fenómeno humano es aprehendido en el contacto desapropiante con fenómenos biológicos. Que tiene por condición una filosofía biológica, al modo de Canguilhem, otra gran protagonista de este escrito, que hace aparecer la vida como potencia de individuación y producción de normas. Y con ello, aunque la mayor parte de las veces en los textos de Deleuze, en sus retratos, el animal no aparezca más que en nombre de devenires humanos, como si de una forma inesperada se volviera a confirmar de nuevo el antropocentrismo, no deja de decirse, al cabo, en un gesto necesario para nuestro reencuentro animal, en ellos, en cada uno de estos textos, al modo de retratos análogos al de Kafka que no dejamos de perseguir, se está llevando a cabo una desfiguración de la imaginación zoológica del animal para dejar aparecer su acontecer figural, la imagen donde queda prendida la huella de su presencia real.
Es necesario transitar por la senda abierta por Deleuze. Pero este tránsito no es fácil, no. Con el deceso de nuestro tiempo hacia su propio fin, el retrato de la filosofía contemporánea acompañada de la “pasión animal” ha sido recurrente. No nos referimos a todas esas disputas acerca de los Derechos de los animales donde la filosofía no solo pierde su voluntad de fundamento, sino donde también la presencia real del animal acaba desvaneciéndose en nombre de los presupuestos propios de los Derechos Humanos. Y sí, por el contrario, a aquellos retratos, todavía filosóficos, donde pensadores de nuestro más insistente hoy han vuelto a esbozar una ligera sonrisa acariciando la presencia furtiva del animal. Como Jacques Derrida, Jean-Christophe Bailly, Giorgio Agamben o Emanuel Coccia. O también pensadores de antaño, como Maurice Merleau-Ponty, con su tan inapreciada como apreciable “ontología de la vida”, que interrumpió su fallecimiento, cuyo gesto, apenas esbozado, solo hoy podemos valorar en su justa medida. Y con ellos, el propio Kafka, Hoffmansthal o Rilke, Walter Benjamin, Michel Foucault y Roland Barthes, Chris Marker y Bill Viola, van der Keuken, Ted Hughes y Coetzee, entre otros. Todos en cuanto formas de hacer cultura (desde la filosofía misma, o la literatura, o el arte o el cinematógrafo) por las que se neutraliza el dispositivo antropológico donde el animal solo aparecía en escena con el fin de que el hombre se afirmara en su propia humanidad a costa de su exclusión soberana. Pero, más allá de esta coincidencia, el tránsito por esta senda es difícil, volvemos a insistir. Solo concurriendo en esta misma disposición escenográfica, y nunca al margen de ella, en el acto mismo de su desaparición, la del animal, podemos volver a tocar con el pensamiento su presencia real.
Por ello mismo, si nos interrogamos acerca de cómo ha sido posible escribir este libro, no podemos sino enunciar en sentido positivo el impedimento que le ha hecho escribirse como se ha escrito. Un Atlas Zoopolítico es lo que pretende tener aquí lugar. Un “atlas” en el sentido en que cada pequeño tratado de los cincuenta y cuatro que configuran el libro se presenta en la forma de un retrato donde el pensamiento, entre sus pensadores, se aplica en el esfuerzo de hacerse cargo de la presencia animal sin renunciar a la diferencia humana, y en que, entre todos ellos, se delinea en todas sus valoraciones posibles esta nueva presencia del animal entre nosotros. Son figuras donde se trata de mostrar cómo acontece la cuestión del animal irrumpiendo en el retrato del pensamiento, y en el sentido en que se pone en juego también una alusión retórica que la vincula a un trozo limitado de discurso, detectable “como el aspecto que tiene un rostro”, diría Roland Barthes. Pero, insistimos, escritos como pequeños tratados en el sentido heredado según el cual el tratado deviene un trabajo literario, en cuanto que atiende a la literalidad de lo escrito, y que deja caer su atención circunspecta sobre discursos ya sucedidos, que necesitan volver a ser escritos, toda lectura no deja de ser una forma de reescritura, para poner en evidencia la forma lógica que los posibilita o atenaza. No otra cosa ha sucedido. Y que, en consecuencia, se presenta a través de sistemas de narración y modalidades poéticas diversas, tendiendo en todo momento hacia la instalación de un relato a salvo de la concreción reductora de una ficción verosímil.
Y si es cierto que no hemos evitado hacer del acontecimiento del encuentro, de la interrupción no programada, de las pasiones propias, de las meras casualidades, de los diferentes tiempos de ejecución del libro, que los ha habido, momentos por los que el texto debía pasar para devenir tal, como si no dejara de aparecérsenos el animal a través de estos encuentros, conservándolos intactos en él, al margen de toda sintomatología o alegorización, también lo es que esta nervatura literaria nada tiene que ver, o al menos así lo hemos pretendido, con una simple hibridación, pues, a pesar de las alteraciones que se ponen en juego, siempre se ha mantenido su unidad de referencia en la cuestión animal. Si no hubiera sido así no estaríamos ante un atlas, claro está, pero, como no deja de suceder en todos los atlas, esta unidad de referencia no ha dejado de complejizarse en su imposible asedio por nuestro discurso siempre argumentado, hasta el punto de que, entre tantas formas de acercarse a ella, lo que se mantiene a su cuidado es su resistencia respecto a toda razón dialéctica. Hay, sin duda, una suerte de nostalgia en nuestra escritura por la literatura como lugar exhaustivo del saber, tan didáctico como íntimo, tan racional como imaginario, que no dejamos de compartir además con nuestras retóricas más cómplices, la de Benjamin y Barthes, la de Foucault o Derrida, Quignard o Agamben, pero solo en cuanto en ellos también todavía se da esa “ambición modernista” de tratarse con el texto como una entidad energética acotada en la propia singularidad de sus referencias donde se desestabiliza el saber en su adscripción genérica.
De ahí, por otra parte, que la relación entre los pequeños tratados, en su común asedio a la cuestión animal, solo pueda presentarse en el formato de una fuga. No solo porque su composición no deje de girar sobre ese mismo tema y sus contrapuntos, repetidos de diferentes maneras, sino también porque, no olvidándonos nunca de esa máxima de Deleuze según la cual cada vez que se escribe hay que hacerlo sin reservas, como olvidándose de lo que antes se ha escrito, sin temor a repetirnos, o buscando el repetirnos, pero de una manera diferente e inesperada, en cada tratado no se gana nada acerca de la cuestión, sino que se la trabaja, se la descompone, se la redefine, desapropiándose de ella, como si fuera el único pensamiento posible que se puede llevar a cabo con referencia al animal. Se ha dado así también esta fuga, esta fuga animal, y no sin una cierta estupefacción por nuestra parte, como una suerte de argumentario que señala a tiempo real su progresión, no pudiendo sus conclusiones rebasar la escala misma del tratado. Por ello, se ha preferido frente a la aserción teórica una simple casuística, frente a la demostración afirmada, la deliberación elíptica. Es más, si alguna tesis ha sido planteada no es más que para ser sobrepasada por un sistema de argumentaciones en expansión en el que dicha tesis no se integra como un fin, sino como un pivote, que desencadena nuevas derivas, o que se desplaza en un proceso de diseminación continua. En cada tratado, los procesos lógicos, el orden del razonamiento, en el que no dejamos de insistir, se disuelven en fragmentos analógicos, que pretenden mantener a salvo la presencia del animal en el retrato de turno, o en procesos de meditación donde esta escritura en deriva se remansa como un sabio que se olvida de sí mismo bajo la sombra de un soportal.
Pero, lo que, sin duda, puede llamar más la atención, lo que, en definitiva, sostiene la potencia móvil de nuestro pensamiento reflexionante al margen de todo sistema, es que, dado el hecho de que se trata de hacer retratos del encuentro del filósofo o el artista con la presencia inesperada del animal, el sentido de nuestra escritura solo puede leerse, escucharse, a través de la escritura de estos. Benjamin, y este es un arte que no dejan de compartir los otros rétores cómplices citados, se afirmaba sobre la imposibilidad de tener una voz propia y sobre la necesidad, en consecuencia, de hablar a través de las palabras de los otros, en una más que necesaria escritura exegética. No otra cosa hemos pretendido hacer. Hemos transcrito textos y textos, con la pretensión de averiguar, entre las palabras copiadas, en muchos casos más allá de lo que ellas pretenden decir, cómo, después de todo, se aparece el animal. Tal vez, el libro no sea sino un conjunto de citas, acompañadas de imágenes, tramadas en una exégesis hasta cierto punto sonámbula. Así era el libro soñado por Benjamin, lo que no significa que su sueño se haya realizado en el nuestro. No hemos pretendido ir más allá de una escritura que se avergüenza de tener vergüenza de su propia voz, que ha simulado la voz a través de otras escrituras, copiando y copiando sus textos, hasta así poder modular, entre sus palabras, su voz depreciada, ya al margen de toda vergüenza. Es la única manera que se ha encontrado, impedimenta esencial, de ponerse a escribir un libro que, a pesar de todo, podría ser tratado como un libro de filosofía, si por filosofía se puede entender la apertura de un campo inmanente de experimentación donde todos los discursos son puestos a prueba, tanto en su misma lógica como en sus estrategias de justificación, en relación con la vida que se nos ha dado para vivir.
Mas es una filosofía que no puede pensarse al margen del absoluto literario, como ya hemos dicho. Son tratados donde se pretende retratar al modo de una fuga la manera en que el animal ha vuelto a aparecer, como una suerte de fantasma real, en la escena de nuestro pensamiento más intempestivo. Y es así, como ya hemos insistido, porque solo en este registro literario, en cuanto lugar exhaustivo del saber, sin dejar de lado el trabajo argumentativo, cabe mantener a salvo la ocasión que nos decidió finalmente a llevar a cabo el libro. Cierto es que este tipo de ocasiones, donde nuestra decisión porta consigo hasta su último extremo el salto de lo indecidible, se resisten, como no puede ser de otra manera, a toda actualización escrita. No vamos a escudarnos en la piel protectora de este avant propos para desmentir en los márgenes de la obra, y en los márgenes estamos, esta afirmación. Porque, además, no pudiéndose encontrar, al margen de la falacia filosófica, esta ocasión en la vocación del saber por el propio saber, y sí por el contrario en una suerte de saber por el saber que es saber de sí, lo que también es cierto es que, como decía Deleuze en su entrevista póstuma, la entrevista de un muerto, uno no se emplea en el saber de la muerte porque se le haya muerto su abuelo o su padre. Este “uno”, claro está, no deja de ser también el filósofo, cuyo saber sin más se vería comprometido por la presión de la circunstancia, hecho a todas luces reprobable, pero no por ello, al contrario, se podría dejar de afirmar que solo aquel que ha hecho la experiencia de la muerte, de la muerte en vida, la del padre o del abuelo, y no puede sino reconocerse como un muerto vivo, puede saber del saber de la muerte, haciendo de la circunstancia una experimentación de sí, cabría decir, respondiendo a Deleuze. Por ello, esta ocasión solo puede quedar fuera del libro y, sin embargo, ser el hilo con el que se trama su nervatura más íntima. Esa nervatura que hilvana el devenir analógico de la lógica en el que los tratados se encuentran.
En verdad, no se trata sino de un “juego de muerte”, como en el retrato de Kafka, como en toda fotografía que se precie como tal es. Ese su haber estado ahí ante la cámara fotográfica, intentando posar, es decir, convertirse de antemano en un cadáver, y su no poder conseguirlo, precisamente por la presencia del perro, del animal incapaz de vivir su propia muerte, cuya presencia real atrae como un imán la sonrisa esbozada en su rostro cadavérico. Y si la muerte, como límite donde el fluir de la vida se precipita hacia su detención definitiva, no puede sino provocar el flujo de nuestro llanto donde se derrama el goce y el dolor de vivir, es de una inexplicable incapacidad para el llanto de lo que se trata. Hasta que, y esta es la ocasión a la que no podemos dejar de referirnos, a costa de no querer quedarnos en el juego banal que ofrece un señuelo que perseguir, de repente un animal entró en escena y devolvió la vida a la muerte, la posibilidad de morir, y se pudo recuperar la capacidad del llanto. De este encuentro, que no podría caber entre las páginas de un libro como este, se alimenta, en forma de cuidado, pero también de asedio, todo lo aquí escrito. No hay lágrimas que se puedan llorar verdaderamente, como si no se llorara, que no sean las de aquel lejano Dios que, ante el extenso campo de batalla que es la vida, solo puede llorar por los hombres muertos, pero despojados de la muerte por el destino que da sentido o lo quita, llorando por el animal, que simplemente muere, ante el caballo que, con los ojos desorbitados, que, con lo ojos que ya no miran, se desangra y muere, protegido, escondiéndose, en su propio hálito de vida [...]
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