Carlos Saura, cineasta transmoderno
Pedro Javier Milán Barroso
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Desubicación y desorientación del sujeto por saberse desplazado
Sabido es que la humanidad se viene explicando la causa y la finalidad de su existencia mediante cosmovisiones trascendentales de que “estamos aquí porque no estamos allí”, de modo que nos sentimos desplazados de un universo sobrenatural mejor que nuestro mundo empírico y sentimos vértigo, desazón, angustia, por hallarnos al borde de un abismo existencial. Patxi Lanceros (8) acuñó la noción de herida trágica para nombrar esa compleja tesitura que sigue generando tal brecha inexpugnable.
8. LANCEROS, Patxi, La herida trágica. El pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke, Barcelona: Anthropos, 1997.
Todas las artes vienen dando formas diversas a este tema trágico, siendo el precipicio, el bosque, el mar, la oscuridad, la niebla... tropos recurrentes para simbolizarlo, tal como plasmó Caspar David Friedrich con asombrosa capacidad de síntesis en la señera obra pictórica romántica El caminante sobre el mar de nubes (1818). La llamada puesta en abismo –mise en abîme– es otra eficaz y recurrente fórmula estética contemporánea para simbolizar discursivamente la mencionada herida trágica, por lo que Carlos Saura acude a ella en sus películas de manera insistente.
Por una parte, lo hace recurriendo a procedimientos enunciativos que, frecuentes en la tradición estética, concuerdan con la bien aceptada expresión de relato enmarcado: disposición de unas historias dentro de otras –mundos dentro de otros universos que los trascienden–, como los relatos que Sheherezade cuenta en Las mil y una noches o las narraciones que jalonan el discurrir de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha (Cervantes, 1605), entre otras obras universales. De ahí que algunas películas musicales de Saura comiencen con un traslado gradual desde el espacio factual del artificio cinematográfico hacia el escénico-ficcional de lo representado, tras haber cerrado ante la mirada espectadora unos portones –El amor brujo (1985), Flamenco (1995)– o las ventanas del plató –Zonda, folclore argentino (2015)– como si fueran telones que aíslan la obra del mundo. Además, este recurso obedece a otros motivos, tal como abordaremos a propósito de la disolución trágica de lo real y lo aparente.
Asimismo, la incansable búsqueda contemporánea de un arte total, a la que se adscribe Saura claramente, condujo a estudiar los modos de conectar expresivamente –hibridar– formas creativas que se venían considerando aisladas. Se establecen así sólidas relaciones interdiscursivas y transtextuales a las que el director oscense ha sabido sacar un extraordinario rendimiento, por ejemplo en Flamenco, flamenco (2010), donde predomina la muestra de numerosas obras pictóricas, todas ellas contenidas en un único, pero complejo, acto de enunciación fílmica que evidencia la naturaleza hiperdiscursiva (9) del lenguaje audiovisual. Por ejemplo, en el pasaje de Alegría (Carlos Saura, Flamenco, flamenco, 2010), la obra pictórica homónima de Julio Romero de Torres (1917) enmarca a los músicos y se funde con ellos para sugerir, a un tiempo, la unidad y la diversidad del flamenco, cuya estética se proyecta más allá de la música. O bien, en los compases finales de Bulería (Carlos Saura, Flamenco, flamenco, 2010), el encuadre de la enunciación fílmica enmarca el fondo escénico y las obras pictóricas que, durante la película, se han ido citando para plasmar la conexión entre sus aspectos más folclóricos otros más actuales.
9. MILLÁN BARROSO, Pedro Javier, Cine, flamenco y género audiovisual. Enunciación de lo trágico en las películas musicales de Carlos Saura, Sevilla: Alfar, 2009, p.96. La noción de hiperdiscurso, entendido como un código complejo hecho de otros códigos en los que se basa, la propuso Barroso Villar (2007, p53) inspirándose en el planteamiento con que Genette (1989, p.14) concibe el hipertexto.
Así pues, estos y otros ejemplos saurianos plasman nítidamente las dinámicas de hibridación que, según Rodríguez Magda, heredan los discursos transmodernos de los posmodernos.
Por otra parte, también se corresponden con la abismal “obra dentro de la obra” otros procedimientos discursivos que Saura había anticipado décadas antes de su primer musical, si bien esta vertiente fílmica le ha permitido efectuar maniobras formales difícilmente aplicables en ámbitos donde tuvo menos margen de experimentación. En concreto, nos referimos a los usos del espejo con valores simbólicos sobre la identidad, lo cual entronca también, claro está, con el asunto trágico existencial, aunque tendrá especial relevancia para significar los conflictos subjetivos o la disolución de los límites entre lo empírico y lo aparente, tal como expondremos más adelante. Ahora, nos limitamos a indicar que Saura ha logrado establecer en sus musicales interesantísimos juegos especulares para enmarcar la “obra dentro de la obra” y, al mismo tiempo, incorporar a su estética otros asuntos trágicos, en especial los relativos a la fragmentación de la identidad subjetiva y a un perspectivismo múltiple de naturaleza cubista, pues, como este movimiento pictórico de vanguardia y otros afines de otras artes, plasma en la obra el asunto de la relatividad sobre la percepción del mundo. Nótese que otra clave transmoderna es el predominio de lo contingente –relativo, opcional, diverso, efímero– sobre lo necesario –invariable, estable, unívoco, permanente–, tal como expondremos más adelante.
Al enfrentar espejos, como lo hace Saura, se generan abismos visuales de estructura fractal –como en la antedicha escena de Origen (Nolan, 2010)–, neologismo acuñado en 1975 por el matemático francés Benoît Mandelbrot a partir del vocablo latino fractus –quebrado, fracturado... herido–, para designar cierta clase de estructura iterativa que se contiene a sí misma una y otra vez sin que varíen ni su aspecto ni sus parámetros de progresión hacia el infinito, cualquiera que sea la escala con que se observe. Así pues, los fractales precipicios que resultan de enfrentar espejos, aparte de ofrecer sincrónicamente diferentes versiones de una misma escena sobre un solo plano, sirven de hábiles concreciones visuales de aquella herida trágica provocada por el abismo y la fractura existenciales de saberse fuera del universo deseado.
Abundan en Saura los ejemplos fragmentarios, cuasicubistas (10), pero también ha sabido aprovechar los crecientes recursos tecnológicos audiovisuales para generar resultados visuales cada vez más complejos de los juegos especulares y de procedimientos afines, generando estructuras propiamente fractales mediante proyecciones y retroproyecciones. El resultado son las descritas disposiciones de elementos que se contienen a sí mismos y parecen precipitarse hacia el infinito. Lo hizo por vez primera en Salomé (2002) y lo viene repitiendo en diversas escenografías, como en Iberia y en Fados. Pero tengamos en cuenta que, en definitiva, estos fractales son estilizaciones de la clásica espiral, símbolo que combina lo abismal con lo circular. Lo abordaremos a propósito de otro parámetro orientador del pensamiento trágico: la concepción cíclica de la existencia, aunque antes nos detendremos en otro asunto que la enmarca y que es clave de la cosmovisión trágica [...]
10. SAURA, Carlos, Sevillanas, 1991; Flamenco, 1995; Iberia, 2005; Fados, 2007.
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