Prólogo
JEAN EPSTEIN: LA OBRA FÍLMICA
HENRI LANGLOIS
Hay hombres accidentales
que la muerte fija en una juventud eterna
porque han luchado contra las costumbres.
Jean Cocteau
Homenaje a Jean Epstein de la Cinemateca Francesa
en el Festival de Cannes, 25 de junio de 1953.
Al levantarse contra todo aquello que la había precedido en el cine francés, la primera vanguardia creó su propio mito, y ese mito la sobrevivió debido al brillo de sus recuerdos, el renombre de sus obras y gracias a los escritos, a los artículos, al combate que le fue preciso disputar, a todo aquello que le había sido preciso afirmar y destruir.
Si bien la primera vanguardia produce sus obras maestras consumadas hacia el final (El difunto Matías Pascal en 1924, Ménilmontant en 1925, Napoléon en 1927, La Pasión de Juana de Arco en 1928) fue sobre todo importante en su contribución a la evolución general del cine entre 1918 y 1922. Entre estas dos fechas se forjó ese concepto de la escritura visual que, posteriormente, conquistaría al conjunto del cine.
Esa primera vanguardia es obra de algunas personalidades extremadamente diversas, que sin embargo tienen, todas ellas, un punto en común: pertenecer a la intelligentsia. Solo estas cuatro –Abel Gance, Germaine Dulac, Louis Delluc, y luego Marcel L’Herbier– contribuyeron sucesivamente a hacer del cine una música de imágenes y, más tarde, una escritura ideográfica. Cuando llegaban al final de sus descubrimientos, apareció, en 1923, Jean Epstein, que aportó el punto final, al amalgamar y congregar en sí todas sus cualidades.
La verdad está en otra parte: para Jean Epstein, lo esencial del cine es ese misterio de la captura de la imagen.
Entendamos por ello que el objetivo del cine permite ir más allá de la fotografía, para arrancar a la imagen de su pobreza naturalista, para servirse de ella no en vista de una reproducción sino, por el contrario, para alcanzar, gracias al cine, es decir, gracias al montaje, el ralentí y la aceleración, un relieve que es el de las cuatro dimensiones.
Para Jean Epstein, todo es relieve y todo es objeto, y el objetivo no es un ojo, un medio para registrar sino un medio para apropiarse de la realidad de las cosas, como el niño que no se contenta con verlas sino que las palpa y las toca al mismo tiempo que las ve, para obtener la visión total, y penetrar finalmente así hasta la esencia del misterio cinematográfico, el secreto de la máquina de hipnosis, un nuevo conocimiento, un nuevo amor, una nueva posesión del mundo por los ojos.
Para todo cinéfilo, Jean Epstein es la cámara estimulante, la feria de Corazón fiel, las sobreimpresiones, los ralentís de La caída de la casa Usher, la fluidez, las facetas, la velocidad y la carrera hacia a la muerte de El espejo de tres caras, el viento y la tempestad de Mor-Vran.
Y nadie advierte que Epstein es también el hombre que, en la época en la que todo era travelling y grúas para animar los diálogos de los filmes de los años ‘30, plantaba su cámara ante el objeto a filmar y no la movía más, rehusándose a cualquier movimiento inútil.
Había llegado hasta allí y se burlaban de él, al menos aquellos que ignoraban el vértigo, el mismo que él había causado, hasta la náusea, en los espectadores de Corazón fiel, al subirlos a su tiovivo.
Por eso Jean Epstein, en medio de la angustia en la que se hundían sus pares, de la ruptura del mudo, era el único que ya había escapado a todo esto, al punto de adelantarse veinte años a un Bresson, evadiéndose de los estudios, antes incluso de que estos fueran invadidos por el teatro, para irse a filmar a Bretaña, con sonido directo, en interiores reales, El oro de los mares, sin actores profesionales, con una audacia tal como para sumergirse directamente en la vida y el absoluto del sonoro.
Con este filme y con todo aquello que le seguiría y que fue durante tanto tiempo tan subestimado, Jean Epstein demostraba el lugar absolutamente particular que ocupó en el movimiento de la primera vanguardia.
De la diversidad de su carrera se desprende una línea general, muy nítida. Ya en 1922, en Pasteur, sabe dónde está y dónde quiere ir. Los planos fijos de las probetas de contenido efervescente son el objeto en su realidad profunda, gracias a un ralentí imperceptible que le restituye su dimensión.
Esas imágenes de una simplicidad rigurosa anunciaban ya el rigor de su período final.
En 1923, mientras la feria parece ser lo esencial del interés de Corazón fiel, Epstein ensaya ya otras vías que le imponen la simplicidad de “La bella nivernesa”. Sin embargo, sabe que debe apropiarse de todos los conocimientos y todas las posibilidades de la técnica, y por eso regresa a ellos en El león de los mongoles, y cuando, luego de La caída de la casa Usher, ha llegado a la cúspide de su destreza técnica, y parece renunciar bruscamente a ella, es porque, simplemente, la ha asimilado, la ha doblegado, la ha dominado hasta hacerla invisible.
Ahí reside toda la diferencia entre la realidad de Epstein y lo que de ella han visto los críticos.
Epstein está en el lugar opuesto a la abstracción y los juegos de cámaras, y cada uno de sus filmes está hecho en función de la inteligencia de una máquina. Por eso estos escritos son la clave de su obra.
París: Éditions Seghers, 1974.
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