Lo
han vuelto a hacer. Los muchachos de Shangrila han vuelto a sacar un
volumen insólito y excepcional. Insólito porque los estudios sobre cine y
arquitectura son, lamentablemente, escasos, y excepcional porque el
rigor analítico que demuestra la autora, Marta Peris Eugenio, es digno
de todo elogio.
El
libro se centra en las seis últimas películas de Yasujiro Ozu, quizá la
parte de su obra más conocida y accesible para los espectadores, con
apuntes sobre otras películas señeras del maestro japonés, como Tokyo Monogatari.
Se nos muestra la disposición de la casa tradicional japonesa y el
empleo que hace Ozu de los espacios interiores para lograr diversos
efectos dramáticos, emotivos y de descripción de personajes; el empleo
de sus tradicionales ángulos contrapicados, el plano cercano y la mirada
“a cámara” de sus protagonistas, todo ello relacionado con los espacios
habitados por los protagonistas de los films del director y la estrecha
relación que se produce —como en todo gran cine, por otra parte— entre
la personalidad y el carácter de los personajes y el espacio, emanación y
reflejo de las acciones y psicología de estos: algo que el
Expresionismo alemán inauguró y explotó durante los años 20 del siglo XX
y que constituyó una de sus grandes contribuciones al arte
cinematográfico; un aspecto capital que aprovecharían posteriormente
cineastas como Ford, Borzage, Renoir, Welles y tantos otros. En palabras
de la autora:
“Ozu
logra asomarse al mundo interior de los personajes y no lo hace de su
mano, en tanto que los personajes nunca exteriorizan sentimientos, si no
es en situaciones muy concretas. Lo hace principalmente a través de la
casa. El cineasta logra trascender el espacio doméstico para construir
atmósferas que permiten al espectador percibir la intimidad de los
personajes” (p. 188).
El volumen está magníficamente editado,
y, como diría la publicidad de antaño, “profusamente ilustrado”. Hay una
apreciable cantidad de fotogramas que apoyan las escenas analizadas por
Marta Peris; además se incluyen numerosos planos y croquis —muchos de
ellos realizados por la autora— que, por un lado, contribuyen a nuestro
entendimiento del uso del espacio por parte de Ozu, y, por otro, nos
ayudan a introducirnos en lugares que resultan un tanto ajenos a los
usos occidentales —por ejemplo, la “descentralización” de la casa
japonesa. La autora nos proporciona asimismo un utilísimo glosario, no
sólo de términos arquitectónicos y decorativos, sino de características
propias de la cultura japonesa. Términos, en ocasiones, de difícil
traducción.
Las
únicas objeciones que podríamos plantear son algunas interpretaciones
sobre la obra de Ozu y la evolución de su carrera. Así, se afirma que
las últimas películas de Ozu “pertenecen (…) a la etapa de madurez del
director cuando su estilo culmina un proceso de depuración consistente
en la reducción de recursos cinematográficos hasta los imprescindibles”
(p. 11). Lo cierto es que Ozu ya había depurado su estilo muy
tempranamente: en un film como El hijo único (1936) están ya los rasgos del Ozu tardío: inmovilidad de la cámara, frontalidad, pillow shots (o “planos vacíos”, como sugiere la traducción que la autora hace del término). De Ohayo (Buenos días)
se afirma que la televisión “se infiltra en el corazón de la casa,
perturbando el silencio y la paz de la familia, para acabar en motivo de
discordia y enfrentar a padres e hijos. Ozu presenta este conflicto
generacional como espejo de la vana resistencia contenida de la sociedad
japonesa a sucumbir a la occidentalización” (p. 27), o “los niños, la
sociedad del futuro, necesitan hablar inglés” (p. 28). No es quizá lo
que la “modernización” del aparato televisivo representa lo que provoca
fricciones entre padre
e hijos, sino que se trataba sencillamente de que un televisor era un
artículo de lujo en el Japón de 1958 para una familia de clase media. En
cuanto a la “lengua de la globalización”, hacía décadas que había
entrado con fuerza en Japón —como bien atestiguan las películas de los
años 20 del propio Ozu y de sus contemporáneos. De hecho, el furor por
el aprendizaje de la lengua inglesa comenzó a finales de la Era Meiji
(1867-1912), aumentó en el periodo Taisho (1912-1926) y sólo se vio
truncado por la ascensión al poder de los militares en los años 30,
cuando en el país se impuso un regreso a los “valores tradicionales”.
En este sentido, tampoco nos convence la
habitual dicotomía entre “modernidad” y “tradición” asociada al cine de
Ozu. Es un recurso demasiado simplista para etiquetar los temas de un
cineasta tan complejo: algo así como cuando los críticos del pasado
señalaban la oposición entre “civilización” y “barbarie” en ciertos
films de John Ford como Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man who shot Liberty Valance, 1962). O, ya en un terreno plenamente subjetivo, que prefiramos la versión primeriza de Ohayo, Yo nací... pero,
donde, en efecto, Ozu emplearía numerosos movimientos de cámara,
característica que iría haciéndose cada vez más escueta en sus
películas. O las dos versiones de La hierba errante. Marta Peris
hace aquí un excelente análisis sobre el espacio exterior —elemento
singular en la filmografía del director es la profusión de escenas al
aire libre: como bien explica Peris, es la detallista descripción del
pueblo en su totalidad el que nos proporciona algunas de las pistas para
aprehender el film— que predomina en la segunda versión (1959), frente a
la menor espectacularidad y, en apariencia, laconismo visual de la
película original muda (1934). Versión que, sin embargo, a nosotros nos
emociona más que su remake.
Nada de esto empaña un extraordinario
trabajo. Es este un libro muy recomendable no sólo para los entusiastas
de Ozu o del cine japonés, sino también para todo buen aficionado al
arte cinematográfico. Nuestra enhorabuena a la autora y a la editorial.