Epílogo
PINTORES DE BATALLAS
JUAN CARLOS DE LA MADRID
Doctor en Historia del Cine
En el otoño de 2019, ochenta años después del final de la última guerra civil, el estreno de Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, despertó a quienes protestaban por lo de siempre (un cine subvencionado y guerracivilista), pero también mostró lo que desde hacía años no se veía: grupos ultraderechistas boicoteando las proyecciones con cantos, consignas y brazos en alto. El saludo romano otra vez dentro de las salas. Como si España hubiese vuelto a los tiempos más confusos de la transición a la democracia. Tal vez más atrás. No era otra cosa que el poder del recuerdo, de los significados y de las interpretaciones de la última guerra civil. Su capacidad para estar e influir en un confuso presente, marcado por la exhumación de los restos de Francisco Franco. Nunca fue más cierto aquello de Benedetto Croce de que toda historia es historia contemporánea. Tanto tiempo después del final de la guerra, en el cine continuaban las hostilidades.
Digo esto porque creo que epilogar un libro es concluir, y una de las primeras conclusiones que de éste se extraen casa con la definición de historia que ofreciera Edward Hallet Carr: un diálogo sin fin entre el pasado y el presente. Es el poder del cine para recrear el pasado y, sobre todo, su gran eficacia como apoyo para reescribir la Historia. Y aquí sí que podemos acercar guerra civil y cine, pero no en el tiempo presente, sino en los años de la autarquía, en los que centra su brillante estudio Christian Franco.
Los dos géneros que se analizan en este libro, cine de Historia y cine de Cruzada, pertenecen a un tiempo de posguerra, teñida del significado y las consecuencias de una contienda anterior. El franquismo, como hicieron los otros regímenes autoritarios de la Europa de entreguerras, construyó un discurso sobre lo que debería ser España. Impuso lo que Hernández Burgos denomina una “cultura del tiempo”, según la cual el régimen definía el pasado en continuidad solo con las gestas más gloriosas, el presente marcado por la misión histórica que a España la cabía desempeñar en consonancia con su “destino universal”, y un futuro que no tenía más meta que volver a alcanzar la grandeza nacional de esas glorias pasadas. En el fondo no era más que el juego de dar pasado al presente usando una narración en la que todas las etapas históricas fueron reescritas para legitimar el papel de un Caudillo a la altura de El Cid, Carlos I o Felipe II. El timonel de una patria que, como rezaba el libro de Historia de España de Segundo grado que la editorial Edelvives editó en 1942, tenía “reservado el destino más glorioso de todos: descubrir el Nuevo Mundo y hacerle participe de nuestra cristiana civilización”.
Pasado, presente y futuro condensado en unas películas que podríamos llamar, por temática y por estética, cine de batallas. Una vuelta atrás buscando en los cuadros viejos el prestigio del arte grande para llevarlo al arte popular. Con batallas remotas, recreadas según los colores de la paleta decimonónica, y guerras cercanas que dialogan según la lógica del régimen franquista, siempre en pos de una victoria que dibujó en los muros de media España en vítores robados. Cineastas que son pintores de batallas. Es la parte que el cine asumió, a partir de la guerra, para desarrollar unos temas y unas intenciones de recorrido más largo y más complejo. Así atravesó años en los que, ni el cine ni la sociedad española, se quitaron las botas de campaña, el durísimo período de la “autarquía cuartelera” que definiera Javier Tusell. Un tiempo de hambre y estraperlo, con una economía ruralizada y aún bélica que llegó a 1950 con un nivel de consumo de carne por habitante equivalente a la mitad de 1930. Durante esos años el cine fue un instrumento indispensable para el Estado, en una estrategia cuasi leninista: la más importante de las artes.
Se sabía muy bien que los españoles encontraban refugio, del frío y de la realidad, en las salas de cine, donde conseguían un poco de felicidad estraperlada. Era, entre los espectáculos populares, el único que se podían permitir todos los bolsillos y todos los horarios laborales. Los espectadores acudían masivamente hasta convertir al cine en el medio más eficaz para influir en las ideas y en los comportamientos de la sociedad española. Tanta confianza la devolvió el séptimo arte dando réditos a la causa patriótica. Este libro contribuye a explicar tal fenómeno y los pilares que lo sustentan.
Aquí se pone en evidencia una de las tareas más eficaces del franquismo, la de apropiarse de España, de su significado, de sus representaciones y de su interpretación, para lanzar lo que Álvarez Junco denominó “el plan nacionalizador más intenso con el que nadie hubiera soñado nunca”. Logró el monopolio del “relato”, como ahora se dice. Y fue una tarea en la que, al estallar la guerra, parecía estar en desventaja pues, en su zona, no llegó a controlar ni los diarios de importancia, ni las emisoras ni los estudios de cine. Pero dispuso de un recurso propagandístico de primer orden, la unidad de mensaje que no hubo en el bando republicano. Por encima de todo destacaba su propia nominación como España “nacional”. Negó, como anti España, tanto al liberalismo del siglo XIX como a la Segunda República, paradójicamente los únicos períodos que tuvieron una idea de España, sobre todo en el segundo caso que, frente a las tensiones periféricas, desarrolló su propia idea de unidad: una nación compacta en lo político a través de la unidad cultural en la que el cine tuvo un papel. La “república de ciudadanos” de la que habla Sandie Holguín.
Nada le sirvió al franquismo. Se encaramó al artefacto no ya de una España asediada, que también, sino de una España ocupada por unos invasores que no eran otros que la mitad de los españoles contra los que se lanzó una Cruzada en busca de extranjeros, masones, demócratas liberales, rojos, separatistas o comunistas. Todos antiespañoles. Ejército de ocupación cuyo final no podía ser otro que la expulsión o el exterminio. Una vez dueño de la idea de España, el régimen echó de allí a cuantos no comulgaban con sus principios, que eran consecuencia y continuación de esa historia gloriosa, imperial y católica que volaba como el águila hasta posarse en el hombro de un generalísimo providencial.
El cine estaba allí para confirmar el relato. Un cine censurado y obligatoriamente doblado que llegaba al espectador ya calificado en su calidad y valores. Desde el cadalso donde lo retrataron Román Gubern y Domènec Font, tenía la misión de aventar una idea de España que, pese a sustentarse en lejanas glorias, aparecía nueva, haciendo tabla rasa con todo lo anterior porque solo a unos debía pertenecer.
Fue una labor tan eficaz que siguió expulsando de sus dominios a cualquier visitante mucho tiempo después del final de la dictadura. Alejó, por ejemplo, a los historiadores del estudio del cine de la autarquía, incluso del cine de Historia y sus vinculaciones con la pintura decimonónica. Todo ello hasta varias décadas más allá de la muerte del general Franco. No se respetó a un cine desprestigiado en sus valores artísticos y que durante mucho tiempo se consideró, sin más, una parte del aparato propagandístico de la dictadura. Como ha retratado en lapidarias y muy ligeras palabras el crítico Diego Galán, la década de los cuarenta fue “la más extravagante, enloquecida, curiosa y patética” de la historia del cine español.
Estos juicios y muchos prejuicios, como todo lo que funciona por contagio, acabaron calando, aunque no estuvieran apoyados en método o reflexión teórica alguna. A veces, ni tan siquiera en el visionado de las películas. Eran palabras de críticos más que de historiadores, pero influyeron en los estudiosos del cine de la autarquía, que quisieron separarse de su contaminación política, de su fondo amañado y de su tosca reescritura de la historia de España. Los árboles no les dejaban ver un frondoso bosque por el que se ha adentrado el autor a la busca de este libro que desvela la tramoya ideológica y estética de un cine al servicio de una causa y un momento.
En estas páginas se puede comprender el trabajo del cine para ayudar a construir una historia oficial de relato homologado. Con generosas dosis de mito, nacionalismo e identificación de lo español con lo católico. De ahí se derivaron las preocupaciones temáticas que aquí se desarrollan: la visión teleológica de la historia de España hasta llegar a la “Nueva España”, la exaltación de los valores nacionales y el rechazo de lo foráneo, de lo extranjero o de todo lo que no se encuadrara en esa Nueva España, la glorificación del héroe (o heroína si mostraba hechuras de varón) como personaje providencial para alcanzar todo lo demás. Y, al final, la muerte como medio para lograr esos fines.
En este cine, la idea del final como un nuevo principio purificador estaba muy vinculada a la retórica de un régimen que se abrió paso entre campos de batalla y cementerios. Formaba parte de la narración y hasta del mensaje de una España siempre en traje de campaña, con gloriosos mutilados capaces de vitorearla y novios de una muerte que, tarde o temprano, era el medio para alabar a los héroes o para limpiar el campo de disidentes políticos y malvados en general. Películas pobladas de asedios agónicos y gestas imposibles que exigían el martirio de los mejores en el altar de la patria. El cine de Historia justificaba desde el pasado ese presente. Un cine de muertes y de muertos. Un cine de banderas, de madres, de patrias y de trincheras, entre “ausentes” y “presentes”. Era el desarrollo de la idea que plasmó perfectamente Fernando Moraleda, compositor de revistas para Celia Gámez, al escribir La canción del falangista, himno luego desplazado por el Cara al sol. Allí la España que pasó al cine quedaba muy bien retratada, en especial por el significado del rojo y el negro que todo lo inundaban:
(…) Ahora estoy en las trincheras
dando la cara a la muerte,
si me muero, sólo siento,
madrecita de mi alma,
porque no volveré a verte.
Pero sé que si me matan,
en la tierra en que yo muera,
se alzará como una espiga,
roja y negra,
con la pólvora
y la sangre, mi bandera.
La ideología que trasladaban las películas viajaba a la grupa de unas formas muy trabajadas. Es realmente notable el esfuerzo de Christian Franco por descubrir en el arte español las referencias iconográficas de escenas cruciales, sobre todo en la pintura de Historia. Un terreno en el que la mayoría de los estudios sobre el cine de inspiración pictórica calificaban al cine de la autarquía de kitsch o ramplón. Sin embargo en este libro se descubre otra cosa de mucho interés. Unas películas que, citando o reconstruyendo modelos pictóricos, construían su propio universo en ambientación, vestuario y decorados.
El autor es hábil y muy certero para mostrar la maniobra de los creadores de imágenes y su dominio de los efectos de la comunicación masiva a partir de las formas narrativas y visuales que el público dominaba. Sabían que la verdad para los espectadores no se encontraba en los libros de historia sino en los calendarios que tapaban desconchones y humedades de las paredes en los años del hambre. Aquellas láminas en las que se reproducían cuadros con los que los más modestos habían puesto cara a los personajes de esa Historia, desde Isabel y Fernando a Agustina de Aragón. Igual que antes, en fototipias o cajas de fósforos, lo habían hecho con Raquel Meller o Douglas Fairbanks. Como si fueran fotografías en el tiempo, la iconicidad de los viejos cuadros era garantía de realismo para las nuevas películas. Los personajes históricos llevaban las ropas y tenían las caras que ellos ya conocían. Las cosas fueron “así”.
Esas imágenes eran reflejo de aquella España autárquica, triste y maltrecha, que solo se miraba a sí misma. Un país de posguerra transformado en una especie de enorme tableau vivant, congelado en un momento histórico, cada protagonista en su marca, bien pertrechado de atrezo y posticería. Nadie podía moverse sin permiso de la Autoridad, encargada de inmortalizar el momento, que decidía como habían sido todos los momentos anteriores en la historia de España. Esos que el cine etiquetaba para que fuesen de “Interés nacional”. Un cine que, como ya se ha dicho, cuidó y glorificó la muerte, pero al que, paradójicamente, los cuadros le cobraron vida, y además vida propia, como las primitivas escenas de Alba de América. Un cine de Historia que solo acabó a la vez que acabaron las cartillas de racionamiento, cuando los malvados yankees empezaron a ser buenos, mientras Ike, su comandante de guerra y de paz, hacía las maletas para viajar a Madrid y llevar a los españoles una mayor variedad de dietas gastronómicas y también culturales.
Densa materia que se analiza en este trabajo de historia, porque éste, según afirma el autor, es el libro de un historiador. Y a uno le gusta ver las maneras, los ademanes y los métodos de un historiador profesional, brillante además, en un libro de historia. No es el libro de un crítico, no es el libro de un erudito, no es el libro de un psicólogo, no es el libro de un antropólogo, no es el libro de un sociólogo, no es el libro de un filólogo. Hacía falta un libro así para desvelar el estilo y la intención de los pintores de batallas de la posguerra.
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