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Wagon Master (1)
(John Ford, 1950)
1. Por razones que ignoramos los distribuidores españoles del momento no consideraron estrenar en salas este filme, quizás pensando que su carácter no respondía de forma clara a lo que el espectador español podía esperar de un western y a la ausencia de nombres prestigiosos que encabezaran su reparto. Hubo que esperar como tantas veces en las décadas de los años sesenta y setenta, hasta que TVE decidiera incluir un pase del mismo en el marco de un ciclo dedicado a su autor en la 2ª cadena, conocida popularmente como UHF, el 11 de noviembre de 1969. Posteriormente la película ha conocido tardías ediciones, alguna muy notable, en DVD bajo el título no demasiado apropiado de Caravana de paz.
La obra cinematográfica de John Martin Feeney (conocido en el mundillo cinematográfico como John Ford) no solo supone una de las cotas más altas (si no la más alta) del arte norteamericano del siglo XX sino que traza, al mismo tiempo, un mapa de acusados perfiles míticos en el que se refleja la epopeya de la colonización de un nuevo territorio, la construcción de un nuevo espacio nacional modelado bajo la imagen de una Tierra Prometida que es ocupada tras un largo periplo y múltiples avatares.
Puede sostenerse, aún a riesgo de simplificar demasiado el panorama, que existen dos tipos de cineastas: de un lado, los que cultivan un huerto pequeño y secreto que trabajan en profundidad agotando hasta el último centímetro de tierra fértil (de Robert Bresson a Víctor Erice, pasando por Yasujiro Ozu); de otro, los que se mueven en amplios territorios que cubren con una mirada de águila (desde Howard Hawks hasta Kenji Mizoguchi, sin desdeñar a Roberto Rossellini). Una percepción superficial colocaría a un cineasta como John Ford en la segunda de las categorías. Error, porque si hay en la historia del cine alguien capaz de reunir lo mejor de las dos sensibilidades arriba contrapuestas, éste no es otro que un Ford para el que la amplitud de planteamientos nunca fue en desdoro de la profundidad, ni la altura de su mirada se hizo en detrimento de la emoción, hasta el punto de que cualquiera de sus filmes vuelven verdadera la expresión del cine como emotion pictures.
En total, la dilatada obra cinematográfica de Ford, que se inaugura de la mano de su hermano Francis (al que encontraremos en Wagon Master tocando el bombo y sin pronunciar una sola palabra) para el que trabajará como actor en 1914, alcanzará en total una cifra de más de ciento cuarenta filmes dirigidos entre 1917 y 1965, muchos de ellos perdidos. Tal es así que de su primera década como director solo se conservan diez de sus casi sesenta largometrajes (cuarenta y tres de ellos westerns y veinticinco protagonizados por el mítico Harry Carey), entre los que se cuenta su primer éxito, el legendario El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924). Tras rodar en 1926 Tres hombres malos (Three Bad Men), abandona el genero hasta 1939 al que retornará con la película que abre uno de los periodos más creativos de su carrera, un nuevo filme del oeste llamado La diligencia (Stagecoach, 1939). Entre esta fecha y el final de la II Guerra Mundial se encadenan las obras maestras entre las que se cuentan obras esenciales de su canon como The Grapes of Wrath (1939), Young Mr. Lincoln (1939) o Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, 1941). Tras la guerra, el cine de Ford alcanzará sus cotas de madurez más altas. Pero esta es otra historia, algunos de cuyos aspectos afectan de lleno al cine los últimos años del maestro y de forma muy particular, al filme del que voy a ocuparme.
Mientras tanto solo añadiré que esa filmografía, que abarca una cincuentena de años de la historia del cine, traza un recorrido único a través de la historia de los Estados Unidos creando un espacio cinematográfico habitado tanto por personajes reales tan conocidos como Abraham Lincoln, Ulysses S. Grant, William Tecumseh Sherman, Philip Sheridan, Wyatt Earp o Douglas Mac Arthur, pero también por los casi ignorados (no para los verdaderos fordianos) Johnny Buckle, Marty Maher o Frank W. Weed, que acompañan a una pléyade de protagonistas imaginarios entre los que se cuentan el Doctor Bull pasando por el Juez Priest, Tom Joad, Ethan Edwards, Frank Skeffington o Tom Doniphon, hasta llegar a esa doctora Cartwright (Siete mujeres, 1965) que será la postrera encarnación, curiosamente femenina, del héroe fordiano. Personajes, todos ellos, que se confrontan de forma permanente con el mito, haciendo buena la frase que oímos en uno de sus films más célebres y que dice que cuando los hechos se convierten en leyenda lo que se imprime (se filma, en este caso) es la leyenda.
Como veremos la manera en que Ford aborda la historia de su país (a través de lo que podríamos denominar su transubstanciación mítica) se lleva a cabo en su cine mediante el despliegue de dos figuras que sintetizan, mejor que cualquier otra, esa idea. De un lado, tenemos la del viaje del este hacia el oeste, odisea primordial en la que se coagula toda la aventura de una colonización que se construye sobre el reverso oscuro de la eliminación del otro que poblaba estas tierras (2) y que conocerá, en la propia filmografía del maestro de Cape Elizabeth, una versión distópica en el trayecto en esa misma dirección que llevan a cabo los desposeídos de la Gran Depresión en The Grapes of Wrath. De otro, el drama de la fractura que enfrenta, en una guerra civil de una violencia inaudita, a un Norte sensible a los valores democráticos y donde se hace patente un capitalismo que se revela como económicamente avanzado, contra un Sur que intenta sobrevivir manteniendo los caducos principios aristocráticos a base de la explotación de una masa (la población negra) a la que se confinaba en el rango de lo animal. No deja de ser curioso que estos dos movimientos geográficos (del este al oeste y del norte contra el sur) tracen una especie de cruz sobre la geografía americana. Hasta el punto que no me parece exagerado sostener que esa cruz, ampliando un gesto reiterado en muchos de sus filmes, señala en Ford el osario sobre el que crece el proyecto nacional americano que tuvo en esos gestos inaugurales su auténtico crisol.
2. Aunque no sea el tema de estas páginas hay que hacer notar que Ford, en no pocos de sus filmes, mostró con terrible claridad este envés tenebroso. Baste pensar en una obra como Centauros del desierto (The Searchers, 1956).
Aunque conviene precisar que de los dos elementos que componen esa cruz uno es vivido fundamentalmente (el viaje hacia el oeste) como espacio de la expansión y constitución de la nación y el otro como una cicatriz (3) que atravesó en un momento dado el cuerpo social y cuyas huellas deben de ser borradas mediante la reabsorción de una comunidad (en este caso los estados que optaron por la Confederación) en el interior de otra más abierta e inclusiva. (4) De hecho existe un filme en la filmografía de Ford que pone en escena de forma muy expresiva esta idea de la cicatriz: se trata de Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959) en la que la incursión de la caballería nordista en el profundo sur para destruir los centros de aprovisionamiento del enemigo va mucho más allá de la descripción de un acontecimiento bélico para funcionar como gran metáfora de esa huella de difícil borrado (esa desolación que deja en su camino, bien a su pesar, el destacamento comandado por John Wayne) mediante la que la tragedia del enfrentamiento civil se inscribirá físicamente en forma de tierra quemada. (5) Pocos años después, en 1962, esta idea volverá, todavía con más fuerza, expresada en las imágenes de ese río de aguas de color sangre junto al que descansan los agotados contendientes de la batalla de Shiloh librada los días 6 y 7 de 1862 y considerada una de las más mortíferas de la contienda civil, en esa síntesis esencial del arte fordiano que es el pequeño (gran) sketch (“The Civil War”) incluido en ese mamotreto en Cinerama que se llamó La conquista del oeste (How the West Was Won [6]).
3. Recordemos, para fordianos de estricta observancia, otra doble figurativización de este tema, tal y como se manifiesta de forma visible en Centauros del desierto, a través de la cicatriz física que atraviesa el rostro del Jefe indio Scar (en inglés “Cicatriz”) y, de forma más interiorizada, en el desgarro moral que divide a su antagonista, Ethan Edwards, encarnado por John Wayne.
4. Sencillos ejemplos de la pervivencia de este enfrentamiento en el futuro inmediato de la nación y la necesidad de suturar la herida los encontramos en obras tan esenciales como La diligencia (1939), Fort Apache (1947), La legión invencible (1949), Rio Grande (1950) o la ya citada Centauros del desierto (1956).
5. El hecho de que estemos ante la transcripción de un acontecimiento real de la Guerra de Secesión permite apreciar de primera mano, en este caso, cómo en Ford la realidad y la metáfora, lo concreto y el mito, conviven sin estorbarse.
6. Este filme forma un curioso díptico con otra de las grandes obras maestras del corpus fordiano, La batalla de Midway (The Battle of Midway, 1943) y su lapidario corolario Torpedo Squadron 8. Puede sostenerse sin exageración que si exprimiéramos como un limón la totalidad del cine de John Ford, el depurado resultado se parecería sobremanera a cualquiera de estas pequeñas joyas cinematográficas.
Jean-Marie Straub, uno de los más directos herederos cinematográficos de Ford, ha formulado con gran precisión el papel que puede jugar la apelación al mito en relación entre el artista y el espectador contemporáneo y a la manera en que es utilizado por algunos grandes cineastas:
“El mito no es algo arbitrario, sino un vivero de símbolos al cual pertenece una sustancia particular de significaciones que sólo él puede exponer. Cuando repetimos un nombre propio, un gesto, un prodigio mítico, estamos expresando en media línea, en algunas sílabas, un hecho sintético y comprimido, una médula de realidad que vivifica y nutre a todo un organismo de pasión, de condición humana, a todo un complejo conceptual. Y, además, si ese nombre, ese gesto nos es familiar desde la infancia, desde la escuela, mejor aún. La inquietud es más verdadera y más cortante cuando subvierte una materia familiar. Sabemos que la manera más segura –y la más rápida– de sorprenderse es fijar la inmovilidad siempre en el mismo objeto. Un buen día, nos parecerá que ese objeto –milagro– no lo hemos visto nunca”.
Toda la obra de Ford pivota, por añadidura, sobre la tensión entre lo individual y lo colectivo. Algo que se expresa, de manera magistral, en un plano (a un cineasta como Ford suele bastarle una sola imagen) perteneciente a una obra maestra de su periodo mudo: Tres hombres malos (1926). En un solo encuadre fijo, el destino individual de los personajes es confrontado con una gesta colectiva: el destino particular de Dan (George O’Brien), Bull (Tom Santschi) o Lee (Olive Borden) solo cobra su verdadero sentido si se lo considera sobre el fondo que le proporcionan los acontecimientos colectivos, en este caso la carrera por la tierra que tuvo lugar en Dakota en 1876 destinada a facilitar a centenares de colonos tierras cultivables. Mientras los personajes se entregan a los ritos particulares que formalizan y sustentan su identidad (en este caso un entierro) tras ellos comienza la gran carrera. En Ford lo individual no existe sin lo colectivo, lo primero se baña en lo segundo. Con un acento adicional que nos recuerda que nada se conquista sin pagar un precio y que la tierra, esa tierra que un personaje del filme declara más valiosa que el oro, exige sacrificios rituales. No hace falta decirlo: la obra de Ford está atravesada por este tipo de ceremonias tanto fúnebres (funerales [7]) como alegres (bodas, reuniones familiares aderezadas con canciones y bailes) en la medida en que en ellas se expresa mejor que en cualquier otro lado esa idea de la cohesión grupal, esa inmersión del individuo en la colectividad [...]
7. El inventario (incompleto) nos lleva a través de obras como Peregrinos (Pilgrimage, 1933), Judge Priest (1934), La mascota del regimiento (We Willie Winkie, 1937), Young Mr. Lincoln (1939), December 7th (1943), The Battle of Midway (1943), They Were Expendable (1945), La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1952), Centauros del desierto (The Searchers, 1956) o La conquista del oeste (How the West Was Won, 1962).
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