9. REPRESENTACIONES PESE A TODO
Cuidado:
no se pierde sin castigo el pasado,
no se pisa en el aire.
Ida Vitale
[...]
Miradas
La representación no es el acto de «producir una forma visible, es el acto de dar un equivalente, una cosa que la palabra hace tanto como la fotografía» (Rancière 2010: 97) (41), y en ese equivalente hay siempre hendiduras y silencios, borrones, titubeos y elisiones, que el que escucha, que el que mira, que el que lee debe esforzarse en escrutar:
No se puede, pues, decir jamás: no hay nada que ver, no hay nada más que ver. Para saber dudar de lo que se ve, es necesario saber ver todavía, ver pese a todo. A pesar de la destrucción, de la desaparición de todas las cosas. Hay que saber mirar como mira un arqueólogo. Y es a través de una mirada semejante –una interrogación tal– sobre aquello que vemos que las cosas comienzan a mirarnos desde sus espacios sepultados y sus tiempos idos (Didi-Huberman 2014: 59).
41. «Una gran parte del arte representacional no es pictórico y, por tanto, no involucra en absoluto contenido representado visualmente. Pero para cada arte representacional hay una forma de contenido –y a veces varias− básica. En las artes pictóricas, este contenido se representa visualmente; en las artes puramente literarias, el contenido es lingüístico; en el teatro, el contenido lo conforman la imitación del habla, la acción y el escenario; y de modo similar con el resto de las artes» (Hopkins 2018: 76).
«La mirada es el poso del hombre», escribe Walter Benjamin en uno de sus adagios de Dirección única (1987: 69). «Yo quisiera una Historia de las Miradas», declara Roland Barthes en La cámara lúcida (1989: 44). Con ambos mottos se abre este libro.
No hay mirada sin historia y sin sujeto que la decante.
La mirada es, dice Derrida, «lo único que un sujeto no puede ver de sí mismo». Por eso es precisamente la cámara –fotográfica o cinematográfica– la única capaz de apresar ese instante en el que uno no puede verse viendo ni percibirse dando; esa situación de «heteronomía» en la que uno se da al otro allí donde no puede darse a sí mismo (Amelunxen; Wetzel 2008: 1/9).
La mirada gélida y autosuficiente en el rostro cincelado de Gemmeker, la «super-estrella» de Westerbork. «Con su cabello gris, impecablemente peinado», anota Etty Hillesum en una larga carta el 24 de agosto de 1943, un día en que el comandante ha decidido castigar con la deportación a 50 judíos, enfadado porque un muchacho amedrentado se había escondido en una tienda:
Este cabello gris, que contrasta con un rostro aún joven, hace soñar a inocentes muchachas de este campamento, incluso a las que no osan confesarlo abiertamente. Su rostro, en esta mañana de rabia, tiene el color apagado del hierro. Es un rostro que yo estoy lejos de poder descifrar, y que me hace pensar a veces en una pequeña cicatriz en donde el encono y la ausencia de alegría y sinceridad se mezclan indisolublemente. Y además tiene algo en su fisonomía que está a mitad de camino entre el cuidadoso aprendiz de peluquero y el cliente habitual de un café de artistas (Hillesum 2016: 150).
La mirada a cámara filmada por Breslauer en el momento mismo en que partía el tren de Westerbork al Este permite al espectador, conocedor del destino final de Settela, imaginar los instantes extremos que se avecinaban, ya que las imágenes nos permiten precisamente eso: «“imaginar” el pasado de un modo más vivo» (Burke 2001): 17). Los ojos sombríos y la media luna invertida de su boca nos punzan, nos lastiman. «El punctum de una foto es el azar que en ella me despunta»; es, concluirá Roland Barthes, «pinchazo […] y también casualidad» (1989: 59): un momento de contingencia y alteridad que, del mismo modo que el inconsciente óptico benjaminiano, funciona «como un gancho que atrae y afecta al observador posterior» (Hansen 2019: 263)
Seguir leyendo: