Botonera

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10.12.20

III. "ANDRÉI TARKOVSKI Y LA CULTURA UNIVERSAL", Tamara Djermanovic / Olena Velykodna (coords.), Valencia: Shangrila 2020




ARTE Y MEMORIA: A PROPÓSITO DE SOLARIS
Rafael Argullol



Solaris


[...] Recuerdo cuando era pequeño que uno de los días más emocionantes de mi vida infantil fue el lanzamiento de Yuri Gagarin al espacio y las noticias que llegaban al respecto. Y cómo, en general, los diversos acontecimientos vinculados a la carrera espacial nos parecían excitantes y épicos.

En el giro entre los dos siglos, del XX al XXI, se perdió ese interés en el imaginario colectivo. Ahora mismo, si nosotros preguntamos aquí o en cualquier universidad o en cualquier instituto por los actuales héroes de la carrera espacial, nadie sabría decir un solo nombre. Pero en aquella época eran nombres que estaban en boca de todos. De alguna manera, la humanidad se fiaba mucho de la carrera espacial. Ahora se ha producido un cambio de paradigma científico y también de nuestras expectativas; la mirada expectante que se dirigía hacia el cosmos ahora se ha volcado al universo del cerebro, al universo genético. Nuestras esperanzas, e incluso nuestras conversaciones, giran más alrededor de lo que puede ser la revolución genética, la revolución neurológica, etcétera. No obstante, cuando Tarkovski planteó filmar Solaris, aún permanecía el impulso que habían lanzado a finales del siglo XIX las obras de ciencia ficción de Jules Verne. Es un impulso que nos venía a decir: “La salvación del hombre, la redención del hombre, pasa por el espacio”. Ahora no estamos nada seguros de que sea así, a pesar de que no faltan voces (últimamente ha habido algunas, como la de Stephen Hawkings) que insisten en que la única salvación física del hombre pasa por el universo cósmico. Pero aun así, ha ocurrido algo, diríamos, tremendo desde el punto de vista de la captación de la conciencia. Y es que las distancias se han hecho demasiado abismales. 

En la época de Jules Verne, y así sale en sus libros, prácticamente aún hay la creencia de que en Marte habitan marcianos, con los cuales más o menos en poco tiempo entraremos en contacto. 

Nosotros vivimos en un momento en que las distancias se han hecho tan abismales que nosotros estamos sumidos en este mismo abismo. Cuando se nos informa de nuestra situación en el cosmos como una periferia de la Vía Láctea, que es una pequeña galaxia contigua entre miles de millones de galaxias, a la fuerza se produce una autorreducción de nuestro papel en el cosmos. 

De hecho, nosotros somos la consecuencia de un proceso iniciado con el desmoronamiento de la Edad Media y con la revolución científica del Renacimiento; un proceso que llega hasta nuestros días y que, de alguna manera, está íntegramente presente en la película de Tarkovski. En este nuevo mundo, la condición del hombre es su inseguridad. 

Si, por el contrario, cogemos la Divina comedia –aunque unos pueden salvarse y otros condenarse en el cielo o en el infierno–, esta obra de Dante da una topografía exacta de los mundos y de los ultramundos. El hombre ahí sabe perfectamente cómo moverse. 

Cuando el mundo pasó del geocentrismo al heliocentrismo, la cosa empezó a complicarse, pero aún el Sol era el centro del mundo. Aún Copérnico podía hacer una especie de teología cosmológica de una gran coherencia –diríamos– metafísica y psicológica. Pero cuando ya se pasa del heliocentrismo a un universo o ilimitado o infinito, el papel del ser humano va perdiendo relevancia. Ha dejado de ser ya el centro de la Tierra o el centro del mundo para trasladarse a la periferia de las periferias. 

La cultura europea y la cultura occidental intentan reaccionar frente a esto a través de diversas formas. Una estrategia central en la cultura europea se explica a través la frase de Descartes Cogito, ergo sum (“Pienso, luego existo”). Ya que no podemos reivindicar ser el centro del universo, lo reivindicamos a través de nuestro pensamiento. El pensar es lo que nos hace sentirnos el centro del universo, ya que físicamente no lo podemos pretender. También hay otras estrategias. El hecho de que el animal humano sea el único que es capaz de percibir la belleza del mundo nos podría otorgar una centralidad que la situación física del cosmos no nos ofrece. 

Solaris está realizada en este doble contexto: por un lado, el contexto general de la humanidad posrenacentista, es decir, de la humanidad moderna, en el cual los absolutos de la Edad Media se han desvanecido por completo y en el cual físicamente somos la periferia de la periferia. Es un contexto en el que no se sabe si Dios ha muerto o simplemente ya no juega un papel central en el escenario; en todo caso, dejado atrás el mundo de los absolutos, nosotros vivimos en un exilio, en una periferia. Pero Solaris plantea otra pasión suscitada por lo que hemos llamado “carrera espacial”, o por lo que hemos llamado “exploración del espacio”. 

Es en este doble contexto donde se manifiesta toda la desolación del hombre moderno: posrenacentista, posnewtoniano, posteinsteniano (es decir, nosotros). La desolación de todos nosotros, con la sensación de desarraigo, de destierro. Y aquí, Solaris plantea la idea de que tal vez hallemos el camino de las estrellas, uno de los caminos que nos puede llevar a salvarnos, uno de los caminos que nos puede llevar a reunirnos. Por eso, en el relato de Lem, y aún de una manera más evidente en la película de Tarkovski, asistimos a una especie de continua tensión entre nuestra situación desolada y la búsqueda de una esperanza o, al menos, de una conexión con lo que pueda ser una esperanza [...]




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