OTRA CANCIÓN SOBRE LA LLUVIA
El techo (Vittorio De Sica, 1956)
[...] La injusticia crítica hacia De Sica es tanta que extraña. Uno de los actores emblemáticos del cine italiano, un comediante en algún lugar entre Charles Chaplin y Henry Fonda. Un paso atrás y casi mejor actor dramático, no solo mirando hacia Madame de… (Max Ophüls, 1953) y El general de la Rovere (Il generale della Rovere, Roberto Rossellini, 1959), también hacia Roma, ciudad libre (Roma, città libera, Marcello Pagliero, 1946) y Dánae (La donna che venne del mare, Francesco De Robertis, 1957). Qué lástima que no se hubiera guardado alguna de esas impecables interpretaciones para su propias películas. Saludado como uno de los nuevos maestros europeos tras los estrenos de El limpiabotas (Sciuscià, 1946) y Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), para cuando llegó la todavía mejor El oro de Nápoles (L’oro di Napoli, 1954), el efecto de Te querré siempre, del que decía Jacques Rivette que debía caer a plomo sobre las cabezas de los cineastas, parecía haber alcanzado a la suya y a la de nadie más: un día se durmió como Rip van Winkle y despertó viejo para siempre.
La vigencia negativa de estos compartimentos, con lo poco que ha llovido desde los ditirambos de cuando importaba separar lo que hacía avanzar el cine de lo que no –qué tiempos aquellos en los que fue posible tal cosa y había evidencias de que algo, quizá mejor que lo conocido, estaba llegando–, es del todo desconcertante. Si en 1953 hubo ese atisbo que permitió imaginar la llegada de algo que iba a empequeñecer a Abel Gance, a Serguéi M. Eisenstein y a Josef von Sternberg, hacia 1960 the next big thing debía escalar un peldaño más, el que representaban los flamantes filmes de John Ford, Vincente Minnelli y Kenji Mizoguchi. A finales de esa década, cualquier revolución para alumbrar nuestro cine tenía, además, que franquear a Jean-Luc Godard, Yuliya Solntseva y Jean Rouch. ¿Es necesario seguir?
A un devoto de la comedia y del melodrama como De Sica, que ya lo era en los tiempos en los que estaba autorizada la fabulación como se puede comprobar en Nacida en viernes (Teresa venerdi, 1941) y Los niños nos miran (I bambini ci guardano, 1944), incluido indefectiblemente, como a quien empujan para subirse al tranvía, en la gran ola renovadora del cine europeo, no es de recibo aplicarle ningún celo taxidermista. Dándole la vuelta a un célebre razonamiento de Edmund Wilson y sin tomar a la ligera la penuria y el paupérrimo suspense de la película, es mejor estar viendo El techo que haberla visto. Algo que fue creado con tan poco egoísmo para ser ofrecido al público en su integridad, para que lo entendiera y lo sintiera, merecería la paciencia, la atención y la capacidad para entender que se presta a tantas obras áridas y opacas. Quizá la nobleza y el pudor sean los que se han muerto, pero me preocupa más lo que han arrebatado al filme la miopía y la desmemoria [...]
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