DE TUMBAS Y LÁMPARAS DE ACEITE
El capitán intrépido (Abel Gance, 1943)
El último barón de Cigognac es, muy a su pesar, la encarnación del romántico: no se sabe si más enamorado o más hambriento. Cuando asistimos a lo que iba a ser su epílogo, al fin convencido por su fiel criado, el barón accede a subir, con aire parsimonioso y ceremonial, los peldaños de la cripta familiar de su ruinoso castillo. De entre la humareda emerge su quijotesca figura, aún no es hora de morir. La tormenta arrecia en el exterior, los violines, los murciélagos y los juegos de sombras invitan a la cámara a permanecer a una prudencial distancia, solemnidad aprovechada para mirar desde los huecos de la escalera, morada de telarañas, agazapada detrás de siniestras columnas. De repente, el conjunto pierde su sentido dramático. El barón (Fernand Gravey) se muestra presto a encarar su destino al notar una llamada en el portón de entrada. Pudo haber sido el diablo, pero es un actor. El barón será, en su nueva vida, un comediante [...]
[Albel Gance], un director para el que no parece que fuese a haber nunca una siguiente película y hasta una próxima escena. Un cineasta que componía sin perspectiva de obra, de carrera o de tiempo. Inimitable y sin descendencia, amado por quienes lo conocieron y trabajaron con él y por los que tuvieron el privilegio de verlo en acción.
Por en apariencia ser una más de las versiones, y no la más famosa, de la obra de Théophile Gautier, es grato volver sobre El capitán intrépido porque plantea una serie de cuestiones sugerentes. Una de ellas es el paralelismo con el inminente ascenso de Jean Cocteau con La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946) y El águila de dos cabezas (L’aigle à deux têtes, 1948). Relación que puede ser útil para distinguir su ya por entonces desusada métrica. Gance es, al igual que muchos narradores que venían del cine mudo, preciso en extremo y mesurado en el ritmo narrativo entre escenas, pero un relámpago entre planos. Vertiginoso en su interior, sin detenerse en los hallazgos de puesta en escena conquistados, derrocha su genio a cada paso sin escatimar recursos, sin preocuparse por construir, por preparar el terreno, por señalar lo extraordinario como Cocteau. En sus manos, la economía narrativa no existe y hasta las transiciones quedan enaltecidas.
El director evita, no obstante, el barroquismo –un resultado, una tentación de imprimir y comprimir tanta inventiva a cada paso–, al recurrir a viejas armas como la ligereza y el desprecio de lo trascendental. Así consigue depender menos del trabajo de fotorafía y decoración. Solo David W. Griffith impresionó tantos acontecimientos extraordinarios o singulares, alimento de su imaginación, con tanta sencillez. Conectando con esto último y por evidente que resulte su voluntad de perdurar en cada una de sus imágenes, lo hace sin esgrimir la rima y la perfección del verso como elementos finalistas, sin aspirar a ninguna clase de armonía. La belleza de sus películas suele ser arrítmica, con constantes colisiones en la duración de los planos y en la amplitud de los encuadres. A menudo surge lo inesperado, interludios que parecen musicalizados en exceso (incluso arias operísticas) junto a llamativos silencios donde debía haber palabras y efectos de sonido. Discursos donde parecía bastar una elipsis o un fundido a negro. Rasgos que se pueden apreciar durante el primer duelo, en la misma clausura del filme o en los prolegómenos a escenas como la muerte del expresionista Matamore de turno, que parece extirpada de una obra de Serguéi M. Eisenstein [...]
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