COLMENAS DE PLATA Y PAPEL:
LA MIRADA PEQUEÑA DE VÍCTOR ERICE
Mª Teresa García-Abad García
1. Introducción: “Los niños del largo estupor”
Lejos de ser un asunto menor, la consideración de la infancia como noción cultural relevante se inscribe en un proceso complejo que da lugar a cambios de paradigma sustanciales en nuestros modos de representación. Ya Charles Perrault en su Parallèle des anciens et des modernes relacionaba la infancia del arte con la de humanidad y en el ámbito de la literatura, según señala Cabo Aseguinolaza, se trata de un concepto de “pleno calado teórico”, indisociable de la evolución del clasicismo a la modernidad, “o si se quiere, con la de la episteme fundada en la analogía y la identidad que prevalece hasta el Barroco”. (1) La obra de Giambattista Vico ilustra asimismo dicha quiebra en donde la infancia forma parte esencial del cuerpo teórico apoyado en el estudio de la conciliación de elementos heterogéneos, de diferentes formas de expresión en torno al hecho poético y de un nuevo modo de inscripción de la tradición clásica: “Y siempre la introducción frente a la linealidad más rígida de un principio regresivo; esto es, la presencia del pasado como elemento sustancial tanto del presente como, acaso de modo más relevante, del futuro”. (2)
1. “Más que la presencia de personajes infantiles, por ejemplo, importa valorar en qué medida la infancia actúa como una noción orientadora e incluso fundamentadora de la literatura. O, al menos, de una cierta forma de entenderla”. Véase CABO ASEGUINOLAZA, Fernando, Infancia y modernidad literaria, Madrid: Biblioteca Nueva, 2001, pp.32-39.
2. CABO ASEGUINOLAZA, Fernando, op. cit., p.46.
La publicación del Emilio, o de la educación (1762), de Rousseau, cierra la terna donde el motivo de la infancia como elemento básico del conocimiento y de la literatura adopta la forma de tratado filosófico e historia novelada, de forma casi simultánea a la “revolution in sensibility” y a una revitalización de lo romántico. (3)
3. Véase XIAOJIE, Cai, La infancia en la obra de Ana María Matute, Salamanca: Universidad de Salamanca, 2012, p.131. Linda Pollock, Mark Heberle y otros han insistido en la relevancia de “a concept of childhood” desde al menos el siglo XVI, basándose en los textos desatendidos de diarios, autobiografías, manuales escolares y de doctrina religiosa. Desde entonces la infancia, además de un motivo temático relevante en la práctica literaria, constituye según ha señalado CABO ASEGUINOLAZA (op. cit.), una expresión cultural de primer orden donde se indaga en el tema de la inocencia y su pérdida frente a entornos hostiles como un proceso vital de gran relevancia con títulos y autores que ocupan la memoria de cualquier lector: Jane Eyre (1847), de Charlotte Brönte; Oliver Twist (1838), de Charles Dickens; La vie de Henry Brulard (1835), de Stendhal; East Lynne (1864), de Mrs. Henry Wood; Alicia en el país de las maravillas (1865), de Lewis Carroll; The Mighty Atom (1896) y Boy (1900), de Marie Corelli o Peter Pan (1904), de J. M. Barrie.
La extraordinaria abundancia de la voz narrativa infantil en las literaturas modernas, bien sea desde una perspectiva inocente o demoníaca, trae a la focalización una “forma de enajenación” necesaria para tratar de lo íntimo y de lo propio, tiene la capacidad de constituirse en recurso de la expresión de lo identitario y de hacerlo desde la paradoja del lenguaje miticopoético. (4)
4. Erice entiende la expresión poética en el cine como una vuelta a los orígenes: “La poesía surge en la pantalla de una forma no buscada de antemano, imprevista, suspendiendo la representación o la progresión de la historia, para dar lugar a uno de esos momentos donde el lenguaje es, simultáneamente flecha y herida. Flecha capaz de romper el velo –la ilusión– de la realidad; herida que nos toca el corazón porque acierta a mostrar lo que no se percibe a primera vista, pero que alguna vez, como en un sueño perdido –el de nuestra vida anterior–, hemos vislumbrado. En esos momentos epifánicos el cine se desprende de todo su exceso de competencias y servidumbres, escapa gloriosamente de la novela (la narración), el teatro (la representación), o el periodismo (la actualidad), para retornar al tiempo de los orígenes. O lo que es igual: para ser únicamente ojo que ve, vida que vive, revelación”. Véase LATORRE, Jorge, Tres décadas de “El espíritu de la colmena” (Víctor Erice), Pamplona: EUNSA, 2006, p.88.
Delibes, autor de La sombra del ciprés es alargada (1948), El camino (1950), Las ratas (1961) o El príncipe destronado (1973), consideraba la edad de la inocencia la etapa de la vida del ser humano más gratificante en la que explorar “un estado espiritual […] donde el desengaño, la mezquindad y la muerte todavía no tienen sitio. Por otra parte, todos los problemas humanos pueden plantearse a escala infantil y de esa manera obran un patético relieve, un acento dramático, que imprimen a la obra una mayor fuerza, una más acentuada eficacia que si fueran planteadas en el mundo de los adultos”. (5)
5. Véase XIAOJIE, Cai, op. cit., pp.131-153.
Juan Goytisolo, Ana María Matute o Rafael Sánchez Ferlosio en el ámbito de las letras hispánicas de la posguerra se suman a la tradición que parte de Lázaro de Tormes y el Buscón hasta convertir en rasgo generacional su interés por los niños como víctimas del conflicto con su propia sensibilidad e inocencia. La autora de Los Abel (1948), Fiesta al Noroeste (1953), Pequeño teatro (1954), Los hijos muertos (1958) y Los soldados lloran de noche (1964) da testimonio en primera persona de esta pulsión común cuando afirma: “La guerra civil española, no solo fue un impacto decisivo para mi vida de escritora, sino que, me atrevo a suponer, para la mayoría de los escritores españoles de mi generación. Fuimos, pues, unos niños fundamentalmente asombrados. Los niños del largo estupor, que podría decirse. Bruscamente, se nos reveló en toda su crudeza aquel mundo que se nos escamoteaba, que se nos relegaba y ocultaba”. (6)
6. XIAOJIE, Cai, op. cit., p.153.
2. El espíritu de la colmena: “mirar desde detrás de los ojos”
Ángel Fernández-Santos en La mirada encendida recuerda las circunstancias en las que se forja el proyecto de la película a finales de marzo de 1972, sumido en una gran crisis profesional y personal para la que busca una salida: “Y así estaba yo, encerrado física y moralmente ante unas cuartillas llenas de palabras que indagaban en las resonancias de mi niñez, cuando una mañana sonó el teléfono y, no sé por qué, pues no contestaba a ninguna llamada, descolgué el auricular. Era Víctor Erice”. (7) [...]
7. Véase FERNÁNDEZ-SANTOS, Ángel, La mirada encendida. Escritos sobre cine, Madrid: Debate, 2007, p.601.
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