Botonera

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13.11.20

EL CORAZÓN ROJO DEL HIELO. ACERCA DE "EL MISTERIO SINFÓNICO DE LA NIEVE", DE MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ SAAVEDRA, SHANGRILA 2020

 


EL CORAZÓN ROJO DEL HIELO

(ACERCA DE EL MISTERIO SINFÓNICO DE LA NIEVE
DE MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ SAAVEDRA)

Pablo Perera Velamazán


Andrei Tarkovski. Una plegaria cinematográfica (Andrei A. Tarkovski, 2019) 



Raymond Chandler se pasó la vida mirando por la ventana. Una ventana alta, ciertamente, y a veces un poco siniestra, o indiscreta, sobre todo si se miraba desde fuera. Pero desde dentro era otra cosa. Desde donde miraba Chandler. Porque, mirando por su ventana, siempre estaba a la espera de llegar a ver algo diferente a lo que había aprendido a ver, como él mismo decía. Precisamente por ser una ventana alta, por estar a una inmediata distancia de la mirada de la calle, tal vez solo, a pesar de su altura, una leve inclinación, como cuando ladeamos ligeramente la cabeza para volver a ver, flotando en el aire, las motas de polvo, irisadas por la luz, invisibles. Podría haber sido, también, una ventana a ras de suelo, desde donde solo poder alcanzar a ver el color de los calcetines de la gente que pasa. Ni un poco más arriba, aunque nos inclinemos un poco. Y ver el mundo en paños menores. Merece la pena pasarse mucho tiempo mirando por la ventana. Sin duda. Es darse en un umbral donde una potencia que destituye libera todo lo que sucede a su propio paso.

Miguel Ángel Hernández Saavedra (MAHS, a partir de ahora) ha pasado mucho tiempo viviendo en una casa que se volcaba en una ventana. Era una ventana tan grande como un mundo que se va haciendo cercado por una inquietud a menudo intolerable, con colchones tirados por los suelos y los niños todavía gateando entre ellos, como si echaran de menos a Jean-Jacques, el gato rousseauniano. Era una ventana tan alta que parecía tocar el Oriente. “En mi ventana oriental”, escribe MAHS, asomándose por ella, mientras encendía una lámpara tornasolada comprada en un rastrillo. Sí, ese tipo de lámpara que te regalan las amantes que atesoran un jardín donde “crece un árbol de agua” que “calma la sed y la multiplica al instante”. Aprendió allí, con el tiempo, a despertarse en nieblas, mientras resuenan las cuerdas enfermizas del alma que se despereza. Ahora, después de todo, como si conservara en su corazón el poder anamnético de quien ya solo puede recordar al volver a ver, de regreso, se pasa el tiempo asomado en una esquina que se ha convertido en balcón, “una terraza oscura de interior”, eso sí, lleno de cachivaches. Pero ese balcón es una “diosera”, como el fuego de Heráclito. Un balcón, en el extremo de una ciudad del sur, “donde anidan golondrinas rococó/Adorables e invasivas/Volando”, unas golondrinas que “se paran/cuando las miras”. Cierto que en el poema aún se escucha el golpe de sus pequeñas alas sobre la pared encalada pintada de azul añil mientras buscan algún respiradero donde resguardarse. Respiradero que, por supuesto, no existe. 

Es bien conocido que cuando Heráclito se daba a conocer en la proximidad del fuego del hogar nunca puso las manos sobre el pan que se calienta, y que no lo hacía por temor a quemarse. Para eso estaban otras manos, a veces también las suyas. Él, a pesar de su cercanía, se retiraba en sus oscuros pensamientos mientras miraba, fascinado, cómo las llamas flambeaban en diferentes colores. En el corazón del mundo donde los panaderos cocinan sus panes, el filósofo se retira en Idea, como Descartes lo hizo en su estufa. También es cierto que en la proximidad acalorada con las cosas de aquí abajo, se corre el riesgo de quemarse, aunque no nos queramos mezclar con ellas. Es una estancia, el balcón, esa pequeña diosera para cuerpos demasiado grandes, una estancia peligrosa. Los niños gateantes han crecido demasiado. “Podrían haberse quedado un poco más chiquitos”, afirma MAHS a veces con un extraño acento. Del gato rousseauniano solo quedan los arañazos sin uñas en la pared encarnada de su ausencia. Es, sin duda, en aquel balcón, un sostenerse a distancia, pero ya no a la distancia de un mundo desde el cual ver todo el horizonte, como sucedía en la “ventana oriental”, esa ventana alta iluminada por la lámpara tornasolada de rastrillo. El balcón está volcado a la calle por donde todo el mundo pasa, día a día, sin descanso, acarreando sus vidas y sus caras indescifrables. No es una torre desde la cual poder divisar las estrellas de la noche. Sino un lugar, por ello peligroso, adonde llegan los olores de la cocina mezclados con los humos del asfalto, donde MAHS al cabo parece sentirse bien. Y mientras deja salir de sus labios anillos de humo casi prohibidos, a veces echa de menos esa distancia de ventana alta que, a pesar de todo, siempre lleva consigo, y piensa que tal vez se podría haber dedicado a ponerse a separar en medio de aquellas pequeñas nadas, con suma atención, esencias que solo puedan ser pensadas. Ese es el momento, en parte calculado, donde las cenizas se dejan caer sobre su pantalón y se lo dejan todo perdido. Hay, al fondo de la habitación que se abre al balcón, su diosera humeante, un retrato pintado de Heidegger, el filósofo, pintado por manos firmes que ya no puede tocar, que a menudo mira de reojo. Desde luego, MAHS nunca escribiría odas al olor del pan artesano, con la mirada incendiada por el fuego. Siempre ha comprado el pan en el Día de la esquina. Allí también venden, todos lo sabemos, pan artesano. Y se queda así, recostado sobre la barandilla del balcón, como Heráclito junto al fuego, como si solo mirara todo lo que pasa por la calle, tal vez imitando a menudo la pose de una actitud contemplativa y poética, volviendo a dibujar entre sus labios anillos de humo, la familiaridad extrañada de quien no quiere comprometerse en la práctica con las cosas de la vida. Pero solo es una pose, MAHS lo sabe bien, y le gusta mucho ensayarse una y otra vez en ella, sobre todo desde que se dejó crecer la barba canosa y se empezó a parecer, sin darse cuenta, a un pensador presocrático. Una pose es un modo de hacerse en el mundo, lo sabemos bien, y nunca dejaremos de colaborar con ella, nos gusta entrar en su mundo y hacer como si formáramos parte, sobre todo para saber hasta dónde nos llevan sus convencimientos. No en vano, MAHS dice poder escribir acerca de las estrellas desde su estrecho balcón, como si, a pesar de la luz amarillenta y mortecina de las farolas de su ciudad sureña que no pasa de las fronteras del centro, todavía se pudieran ver. Y nosotros le creemos y le seguimos, como los extraños vecinos que llamaron a la puerta de Heráclito. “En el asterismo de Orión, /viven dos estrellas más una. /Conforman una tríada, un doble sistema. /Mientras los astros enamorados se dan recíproca luz, / la otra los contempla, espectadora de un amor estelar.” Y nos quedamos encantados deletreando sílaba a sílaba la palabra as-te-ris-mo antes de llegar a Orión. Pero solo hasta el momento en que sus vagos deseos “atraviesan la atmósfera”, “armados con sonidos y vapores”, “con arpones de obsidiana”, y se agrupan en corrientes y mareas que parecen salpicar las barandillas de su balcón, como los malecones de hormigón de una playa artificial, y ya no nos señalan hacia ningún sentido donde resguardarnos bien calentitos (“se rebelan contra el sol, idea de Dios en cada dios/ que se alzó.”), sino a la herida que siempre nos escinde (“siendo El que Es: uno y el mismo, / contra lo divino.”). Feroz tautología que nosotros también somos.  Porque si le volvemos a mirar con una atención un poco desviada, como de soslayo, MAHS, con su barba canosa, no deja de parecerse también a Chandler, ese voyeur de las ventanas altas que ya hemos dicho. Y es ahí donde su pose contemplativa y poética se descompone, como si las carcajadas macarras de los chicos del patio no dejaran de afectarle. Chandler desde su ventana indiscreta no solo contemplaba a distancia, preso después de todo de un extravagante desinterés (“Tan lejos del cinturón de Orión, // donde hay tres estrellas.”), sino que, a través de ella, trataba de descifrar el orden oculto de un mundo que no oculta nada. Y su experiencia no puede dejar de ser una experimentación, una puesta a prueba del sistema ordenado de nuestras vidas para dar con aquello que saca de quicio ese supuesto orden y pone al descubierto, aunque sea solo un momento, pero con ello basta, “el cuerpo del crimen”, la inquietud originaria donde nuestros mundos se hacen y deshacen continuamente. “Si vive nadie está /a la altura de su propia idea”, escriba MAHS lentamente como sobre una tabla helada. “Soy un hombre libre”// Pueden nombrarme pero nadie/Nadie/Habla en mi nombre ni / Yo tan siquiera.” Porque contemplando el fuego de la dios era de su estrecho balcón a MAHS le podría haber invadido la angustia. Pero, no, la angustia es un estado de ánimo derivado de esa pose contemplativa y poética que, después de todo, es imposible, y solo hasta aquí estamos dispuestos a entrar en su juego. No, no, nada de angustia. MAHS mira de reojo de nuevo al retrato pintado de Heidegger, por esos ojos que ya no puede mirar. Y se deja llevar por un devenir inusitado que se contiene como el secreto más oculto de las ciencias del lenguaje. “No hay más fuego en la cera/Más niebla que la que arde/Miserable enamorado galopas// Descabalgas la infancia”. Y se recuerda cerrando la puerta de su dormitorio para no molestar a sus padres y quedándose a solas con su miedo, encendiendo la lámpara y leyendo una y otra vez un libro ilustrado sobre “Aníbal, el terror de Roma”. Adiós MAHS.

Pero MAHS siempre vuelve. Y cuando lo hace, como en este caso, vestido de poeta, lo primero que hay que hacer es abrirle la boca para ver que se esconde debajo de la lengua. Como si fuéramos dentistas demasiado atentos. O probadores inexpertos del bocado de los caballos. Hay que hacerlo con todos los que se dicen poetas. Y lo primero que encontramos, pero es sobre la lengua, sobre su lengua, es un yo que se muere (“se me muere un yo sobre la lengua”), que se disuelve como una pastilla que no sirve para nada, mientras se sigue exigiendo “respeto en pozo aséptico”. Esto sí que da miedo, ese respeto que ahoga, y no la oscuridad al fondo de la habitación. Esa “fábrica de las obligaciones sin pausa”. O “el aburrimiento atroz de los años felices”. Hay que romper el azul que el pájaro ha interiorizado en su jaula, se escribe MAHS, como hacía en su dormitorio de niño, entregándose a devenires inusitados, siguiendo los pasos de Aníbal el cartaginense: “Todos mis caminos conducen a Cartago/ficción de las entrañas”. Pero, sigamos con su lengua, porque MAHS ya no se atreve a decir que su yo es otro. Y nos encontramos debajo de ella, cuando aún perdura el sabor un poco amargo donde se ha disuelto el yo, “cuatro gotas/cinco pétalos de agua”, “una rosa incautada”, “transparencias arbóreas/escudos y trampas”, todo aquello que se guarda del jardín de su amante. Que, tal vez, nunca tendría que haber dicho. (“Cuando toco su flor con mis labios/ Se desborda salada y dulce por dentro”). Sí, esa ficción de las entrañas es imposible. Y lo es, precisamente, porque las entrañas son demasiado pegajosas. A veces MAHS consigue liberarse de su húmedo insistir y, todavía vestido de poeta, se pregunta, como Tomás de Aquino, “si un hombre puede enseñar a un ángel”, y ensaya un canto, una divina comedia, que, al cabo, solo puede derrumbarse sobre sí misma – “le enseñas al ángel el camino de vuelta”. No, Aníbal no. No hay quien pueda con la ingeniería romana. Los poetas con sus poemas como bibelots bien envueltos son su mayor coartada. “No lo guardes en cenotafios de indiscutible/ solvencia técnica o resucitará en vano”, se dice MAHS. Mejor un pirata fenicio que es incapaz de sostenerse por mucho tiempo en su ficción, mientras se guarda bajo la lengua su tesoro, y se niega a abrir la boca, como un niño que esconde un chicle que ha masticado demasiado. MAHS ha llegado con su traje de poeta hecho unos jirones. Y nos vuelve a mostrar, como un auriga desquiciado por su caballo negro que trae consigo el humor y el hedor de las entrañas, pero también sus “rebaños dulces de viento”, su particular ciencia del lenguaje, como un mago patafísico: “El lenguaje reposa/ Donde/ Pisa leve y se duerme/ Se ensueña y se embriaga/El derrumbe.” Su derrumbe. Nuestro derrumbe. Adiós MAHS. 

Pero, antes, una postdata para niños todavía rousseunianos: “Decid sí a las potencias.”    
   
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Este es un camino posible, donde nos hemos ensayado, que se puede recorrer en el poemario de MAHS titulado El misterio sinfónico de la nieve. Dejamos a los recitadores de poemas otras vías por explorar. Nosotros preferimos hurgar dentro de la boca de los que se dicen poetas para ver que se esconden debajo de la lengua. A veces, es cierto, no hay nada. Pero con esto no basta. Nos incomoda todavía demasiado la palabra “poemario”. Aunque, a pesar de todo, la hemos utilizado. Podremos seguir utilizándola. Antes hemos de emplearnos en un paso más. Debemos poner sobre la mesa de disección, sin ninguna contemplación, su traje de poeta hecho jirones que antes hemos dicho. Para ver, al menos, dónde está MAHS cuando escribe poesía. 

“No soy un escritor, no soy un poeta”, decía Roger Journaud, “sobre todo no lo soy”. Declaración que MAHS podría suscribir sin problemas, mientras camina de puntillas por el mundo de la literatura organizada. Sobre todo, trata de no serlo, y no otra es la clave de esta declaración, porque se pone rojo de vergüenza cuando alguien le tacha como tal. Un filósofo que escribe poesía, un poeta que se dedicó a la filosofía, un filósofo que no tiene más remedio que escribir poesía. Es vergonzante, desde luego, que pudiera ser así en el caso de MAHS. Todo este intercambio de papeles no tiene ningún interés, porque, además, así las cosas, no habría ningún intercambio real. Aquí sí que nos despediríamos definitivamente de MAHS. Al margen de todo este juego banal con los géneros, hay escritores que nunca llegan a serlo que portan consigo una textualidad masiva, si es que se puede hablar así. Que habitan de principio en el espacio mental propio de la escritura, que es su sola condición, y que no tiene nada que ver, por supuesto, con que estén perdidos en espacios imaginarios. Cartago, recordemos, es una ficción de las entrañas. Este espacio mental que genera una textualidad masiva que MAHS, sin duda, siempre ha portado consigo, no conduce de principio a ninguna adscripción genérica. Es una textualidad masiva, hemos dicho. Un texto que atraviesa todos los géneros y que solo se decanta en la forma de una fábula o de un relato, de un ensayo o un poema, a costa de la decisión misma de quien es considerado, al cabo, como su autor, el escritor, o el poeta. Porque, además, en cualquier caso, en el proceso mismo de su darse en un género definido, poema o ensayo, relato o fábula, este texto masivo desde el que se escribe no deja nunca de perseguir al texto bien acotado, que todos quieren identificar, de rodearle, de cuestionarle, de acariciarle, de abrumarle. Es más que patente esta textualidad masiva en el poemario de MAHS. Y nos sigue incomodando la palabra poemario. De Mahler a Tarkovski, de Tarkovski a Tomás de Aquino, de Tomás de Aquino a Platón, Marco Aurelio o Ajmatova son incorporados en esta textualidad masiva. Pero también las alas de las golondrinas chocando en la pared de su balcón, o el jardín florido de su amante. Y no es que se escriba un poema sobre la música de Mahler o el cine de Tarkovski, opción de por sí absolutamente despreciable. Sino que es en su encuentro cómo se va construyendo el devenir irreparable de esta textualidad masiva donde reside su condición imposible de escritor. “Sobre todo, no lo soy”, escribiría MAHS junto a Journaud. Porque esta textualidad masiva, sin ningún interés literario, solo es tal si se da en la ausencia de forma de una prosa desencadenada que suelta sus perros negros, los perros negros de la prosa, que todo lo igualan, que todo lo frotan en el rasero de las palabras que tratan de decir, del fotograma detenido de Tarkovski a la lámpara comprada en el rastrillo, todo. Y estas, claro está, no son cualquier palabra, sino las palabras de ese cualquiera que es MAHS, cuya prosodia interna, en la tensión irresoluble entre una forma que no se reconoce en ningún modelo y un mundo que no se deja sobrevolar, no deja de seguirse escribiendo como si hablara un lenguaje común. “Yo no me debo al poema, sino al lenguaje”, MAHS declara así su consigna. “Si el lenguaje quería cantar, cantaba, si quería perderse en explicaciones se perdía…”. Así, y no de otra manera, es cómo se acota su textualidad masiva. Y, sin embargo, ahora, dice creer “que los seres humanos se deben a otros seres humanos, y alguna vez, con suerte, a sí mismos”, y que “la revolución es una cuestión de estilo”.


Los cazadores en la nieve (Peter Bruegel, 1565)

                                   
Después de todo, lo que nos concierne es un libro. Y no un género literario. El mínimo espacio definido para escribir que se da en ellos, los libros. Y siempre la frase, y nunca la palabra. Porque solo en la frase imprimida sobre la página del libro se mantiene la cadencia de la prosa del mundo desde donde fue ya escrita y todavía está por serlo. Como el músico de jazz que, con su trompeta, saxofón o guitarra, entre las armonías cambiantes de la pieza que los otros músicos tocan, comienza a recitar su fraseo, aunque algunos crean que está improvisando. MAHS recibió el encargo de este libro como una amenaza a corto plazo. Todo libro es una amenaza a corto plazo, aunque dure toda la vida o nunca llegue. MAHS no se lo esperaba. En verdad, nunca se espera. Como cuando el resto de los músicos le hacen una indicación con la mirada para que comience con su fraseo, y él no se lo espera, porque, tal vez, tiene la esperanza de que ese momento nunca llegue, aunque lo desee todo el tiempo y parezca estar preparándose para ello. Es fácil adivinar por qué en el ámbito de la literatura no se emplea este término de fraseo. Preferimos ahora no hacerlo. Le dieron eso, entonces, sin avisar, un mínimo espacio definido para escribir: un libro. ¿Y qué es lo que sucede, entonces, con esa textualidad masiva que le acompaña? ¿Desde dónde escribe MAHS su misterio sinfónico? Antes que nada, haciendo la página en blanco donde se escribirá el libro que estará por venir. Que no es fácil. Después, el fraseo. 

Francis Bacon, el pintor, comenzaba así sus cuadros. Se ponía ante ello, lienzo puro sin imprimar, y dejaba que sobre él colapsaran todas las imágenes que anidaban por cientos en su cerebro. Que se estrellaran contra esa pared que nada puede guardar. Y se lanzaba sobre ella, con pasión y detenimiento, para dejarla en blanco, límpida y dispuesta para todo. Entonces, llegaba el momento de pintar. MAHS ha hecho algo parecido, y la serie de poemas centrales del libro que se presentan bajo su título, “Poema sinfónico de la nieve”, no narran otra cosa sino este proceso de desescombramiento de ese texto masivo que le acompaña, que nos acompaña, el hacerse de la página en blanco, para medir hasta qué punto se puede todavía escribir un poema. En la nieve que parece cantarse, aunque nada más lejos de lo que sucede en el libro de MAHS, está la clave de lo que queremos decir. Porque sobre la nieve no se canta, y sí así fuera saldríamos espantados, sino que es el medio desde donde es posible el canto, o su pretensión al menos, porque la nieve se convierte en hielo y allí ya no hay salida. Yves Bonnefoy abrió el cofre de la nieve con sus manos enguantadas en su pequeño libro Principio y fin de la nieve, e hizo del poema, a costa del poema mismo, un medio donde volver a encontrarse con el darse efímero del mundo. No ocurre así en el libro de MAHS. La nieve que cae en sus poemas lo es al modo en cómo Bacon hace del lienzo de su mirada poblada de imágenes el blanco desde el cual todavía llegar a pintar algo. Esa nieve que cae “copiosamente sobre el refectorio”. Esa nieve que cae “copiosamente dentro del auditorio”. Y la nieve que se hace hielo, y lo congela todo: “Allí descansa un gigante que no hizo bien las cosas. / El hielo lo preserva de la víscera del tiempo / con olor a pescado.” Y lo silencia todo, como un lienzo en blanco: “No sabe la experiencia qué hacer con el silencio / ni sabe el silencio cómo hacerse oír; muñecos / de rabia y duende desgraciado se apelotonan. // Se apelotonan sinceros sobre la pista de hielo.” Y no podemos dejar de pensar, presos también de nuestra textualidad desbocada, en la pista de hielo, observada por los cazadores, pintada por Brueghel y que tanto le gustaba contemplar a Tarkovski, solo que mientras que el autor ruso no dejaba de escribir con su cámara sobre el lienzo de Bruegel, recobrando el movimiento de los patinadores que la pintura había eternizado, la mirada de MAHS se queda paralizada ante ese imponente silencio nevado. Bajo esa espesa capa de hielo no se escucha el crepitar de la nieve que tanto le gustaba escuchar a Bonnefoy. Pero este es el punto preciso donde el trabajo por el poema puede comenzar.

Y dejemos que caigan a plomo sobre estas páginas, como si reiniciáramos una vez más ese comienzo, los dos mejores versos del libro de MAHS: 
                                     
El corazón rojo del hielo moteado por mor de la sangre
de la vulva de un alce pariendo sobre la nieve.

Porque es ahí, entre estos dos versos, cómo se puede atender a cómo llega el poema en medio de ese silencio que nadie sabe qué hacer con él. Y el poema llega, y se escribe, ha sido posible escribir el poema, pero llega muerto, y MAHS lo sabe, y nosotros lo sabemos. Los poemarios están llenos de poemas muertos. Por eso, no nos agrada la palabra poemario.
 
El poema nace muerto, rojo sobre blanco
La cría preciosa del alce. Debes acariciarlo; 
Al animal hecho un poema, tan muerto y bonito.

Sí, se debe acariciar el poema, como al animal que nace muerto, para devolverle a la vida, aunque muchos de los animales recién nacidos, por mucho que les acaricies, no vuelven a una vida donde nunca han estado. Porque, si no es así, “resucitará en vano/como si la vida no le hubiera pasado/sencilla y brutal, reino indivisible/que no admite heredero”. Quedarán encerrados en estériles cenotafios de solvencia técnica. Y es cuando los patinadores, en medio todavía del silencio, pueden volver a patinar alrededor de ese corazón rojo donde el hielo acoge un latido, y que tanto persiguen los cazadores. “Despacio, /lejos de las preguntas, el corazón rojo del hielo.”


My Winnipeg (Guy Maddin,  2007)

                             
 “La poesía es la ciencia de los amaneceres en guerra”, insiste MAHS, recordando su despertar en aquella ventana alta. Es “un cuerpo a cuerpo en las palabras antes de caer abatidos/sobre la impresión de una huella concebida en la nieve”.  Porque siempre se llega después de la batalla, y he aquí el problema, cuando el poema está ya nacido, como un pobre animal que necesita ser reanimado. Los poemarios están llenos de animales muertos, como los museos de Historia Natural. Por eso no nos agradan los poemarios. Pero hay que saber estar en este después. Dejemos de nuevo actuar en este sentido a nuestro textualismo irredento, aunque sea solo para poder llegar a leer de verdad, como si los acariciáramos, otros tres versos de MAHS. Guy Maddin, el cineasta canadiense, en My Winnipeg, una película donde se narra a sí mismo en relación con su ciudad natal, nos señaló también qué hacer de nosotros en un paraíso helado donde los hombres y las mujeres patinan en medio de un gran silencio. Sobreactuándose a sí mismo, y a toda su familia, por medio de actores que podrían haber sido sus padres, y MAHS no deja de sobreactuarse también en su poemario, con imágenes de archivo de la propia ciudad, que su voz desencantada relee persiguiendo todo aquello que se resiste al archivo, solo puede volver a ese paraíso de su infancia cuando lo está ya abandonando medio dormido, sonámbulo, junto a la ventanilla del vagón de un tren. Winnipeg es un paraíso casi siempre nevado. Y Maddin, como MAHS, se graba caminando mientras deja sus huellas sobre la nieve, como si respirara fuerte. Y no deja de preguntarse en qué sentido la felicidad es posible, aquí, o allí. Y recuerda, entre las imágenes de su archivo, aquella nevada de fin de mundo, como las que Bonnefoy vivió en su estancia en Massachusetts, que desbocó a los caballos guardados en los establos del hipódromo que se desplomó, y que, en su huida frenética, quedaron atrapados en la nieve helada y se quedaron convertidos, como fósiles tempranos, en estatuas heladas de sí mismos, que, al cabo, los ciudadanos de Winnipeg, al comienzo de la primavera, siempre iban a visitar como si fueran un parque temático. Cinco caballos helados. Y es justo ahí, junto a esos caballos que, en medio de la nieve, dejan asomar su vida helada, donde muchas parejas fotografían su amor, observa Maddin, como si estuvieran paseando en medio de un delicado jardín, obviando la furia de la muerte, que se encuentra con la única imagen posible de la felicidad en Winnipeg, que su cámara graba como si la acariciara. “Arrecia la lluvia trasnochada del amor”, observa MAHS, dejándose mojar por ella sin ningún paraguas que le proteja. Esa “muerte que vida calcula calentando los hielos / hasta contemplar las puntas de las astas / del paso transalpino de los años”. Y dejamos que ambas imágenes coincidan para ver que nos vienen a traer. Nos lo trae, como la pareja de Maddin que roza su amor contra la testuz helada del caballo antediluviano, una niña tropical en la nieve que protagoniza el final de su misterio. Mientras unos jueces, como los que asienten sin decir nada el trabajo del agrimensor kafkiano, señalan lo que debe quedar del poema acariciado antes de convertirse en parte de un poemario. “Lo que los jueces esperan no son llantos sino /restos de vida al fin / en el callado origen de la lengua, / voces del secreto que los animales guardan, / rubores de plantas en luz copuladas.” Ante ello, la niña tropical se acuesta sobre la huella, “copiosamente desnuda / con el cielo dentro del pecho”, como el niño de Tarkovski más allá de todo sacrificio. Y “muere, escribe o dormita”, apunta MAHS. Escribir tal vez solo sea acostarse sobre el pavimento frío, la mejilla contra la piedra, escuchar tal vez, soñar, dormir en todo caso el más pesado de los sueños. La niña tropical, sí,

Parece la semilla de un arbolito
Acunada en su tumba.




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