ÉTICA. NUEVOS HORIZONTES
DE LAS ACCIONES DEL JUGADOR Y LA MORAL
Miguel Sicart
Empecemos con una constante contemporánea: tras un tiroteos masivos en alguna escuela o universidad en Estados Unidos, la prensa se lanzará a buscar la relación que el terrorista tenga con los videojuegos. Desde la matanza de Columbine, los videojuegos se han convertido en uno de los objetivos preferidos de la prensa (¿sensacionalista?) a la hora de buscar explicaciones. Siguiendo la estela del rock, el cine, la televisión, el teatro y la poesía, los videojuegos se han convertido en un objetivo perfecto para eludir preguntas más complejas acerca de la sociedad y la cultura. Voces críticas, pero no necesariamente informadas, rápidamente nos explican cómo la interactividad de los videojuegos violentos “acostumbra” a sus jugadores a cometer actos horrendos, recompensándolos con puntos y dopamina y quién sabe qué más.
Nada de eso es cierto. No es siquiera sensacionalismo: son mentiras, opiniones conservadoras en boca de quienes no quieren entender que los videojuegos no son “el futuro” sino el presente de la cultura. No hay datos empíricos contrastables acerca de la correlación entre videojuegos violentos y actos violentos. La mayor parte de los estudios contemporáneos no encuentran una base científica para este pánico.
Estas acusaciones tienen dos aspectos negativos a tener en cuenta: primero, demuestran una ignorancia absoluta acerca de la diversidad creativa de la industria del videojuego. Estoy escribiendo estas líneas en la mejor semana de lanzamientos de videojuegos en la última década (del 16 al 20 de Septiembre de 2019): Mutazione, Untitled Goose Game, What the Golf, Sayonara Wild Hearts y Dear Reader, entre otros. Ninguno tiene un componente violento. Algunos son historias sobre ser diferente, otros son comedias, otros utilizan clásicos de la literatura para crear nuevas formas de interacción digital. La idea de que los videojuegos son violentos se basa en aceptar las premisas de un tipo de juegos muy popular, los de disparo en primera persona, como representativos de una forma artística. Al aceptar esa premisa falsa, los críticos de la violencia en los videojuegos ignoran la realidad cultural del videojuego. Segundo, la premisa de que jugar a videojuegos violentos tiene un efecto negativo en los usuarios desplaza la responsabilidad al usuario individual. Es siempre el videojuego, en abstracto, el que afecta al individuo, en particular. Esta línea de argumentación nos cierra la puerta a preguntas más complejas acerca del papel que tienen los videojuegos en nuestra cultura y en nuestra vida moral.
La metáfora de la violencia
Volvamos entonces a los videojuegos de disparos en primera persona, con los datos que no podemos discutir: hay un gran número de jugadores que disfrutan de videojuegos en los que adoptan la figura de un militar para aniquilar a fuerzas hostiles externas. Estos juegos recaudan millones de dólares, y forman comunidades de jugadores altamente comprometidas con sus productos. Todos estos argumentos son irrefutables. Hay razones culturales e históricas que justifican el uso de violencia en juegos, tanto analógicos como digitales. Johan Huizinga (1998) defendía que la actividad del juego consiste en una estructuración formal del conflicto en un contexto voluntario y separado del mundo real. Esto nos permite formular una pregunta más compleja acerca de la violencia en los videojuegos: ¿por qué en nuestra cultura occidental es tan popular el uso de metáforas militares y de violencia con armas de fuego para crear el conflicto artificial necesario para tantas formas del juego? [...]
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