NIEVE SOBRE LA ISLA DE FARÖ
LA NIEVE Y LA ISLA
Vuelvo a ver Pasión tras diez o doce años. El dato sería anecdótico si no fuera porque, en cierto modo, volver a ciertas películas nos hace posicionarnos como esos personajes del cine de Bergman que, de pronto, se quedan petrificados ante un espejo y acarician su carne teorizando sobre sus arrugas y los temblores que el tiempo ha cincelado sobre su piel. Las películas de Bergman –lo dijo Jeese Kalin2–, cuando funcionan, lo hacen en tanto superficie especular, y por eso tendrá el espectador que tomarse la molestia, a posteriori, de saber qué demonios se ha reflejado durante el tiempo del visionado.
Y veo la película, inevitablemente, en busca de la nieve.
Bergman no abusó de los paisajes nevados. Una visión apresurada podría mostrar que se manejaba mejor en las primaveras y los veranos de la adolescencia fantaseada de sus primeras películas, o incluso en los crepúsculos otoñales que inventaba la luz de Sven Nykivst –y que tiene, dicho sea de paso, uno de sus mejores trabajos en la película que hoy nos ocupa. Una explicación puramente práctica es que, como ha quedado consignado por sus biógrafos, Bergman ocupaba gran parte del otoño y del invierno en las jornadas maratonianas que le imponía la dirección de piezas para los teatros de Malmö o Estocolmo, mientras que solía reservar para los meses más cálidos sus rodajes cinematográficos. Hay, por supuesto, notables excepciones. Podría señalar el afilado lector que también rodó aquella terrible Suecia provincial y hermética de Los Comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962), un territorio extrañamente anonadado, balbuceante, poblado de ciudadanos congelados y enfermos y dominado por un Dios que dudaba de sí mismo mientras dejaba caer, como lágrimas o maldiciones, tormentas de nieve sobre sus fieles. También está la nieve celebratoria del primer capítulo de Fanny y Alexander (Fanny öch Alexander, 1982), la nieve de las navidades de la infancia, la familia, el teatro. Y por supuesto, la nieve que caía siempre fuera de plano y que aislaba a los protagonistas de En presencia del payaso (Larmar Och gör sig till, 1997). Nieve que, por cierto, Bergman vinculaba explícitamente con la última canción de la Winterreise de Schubert, Der Leiermann (El zanfoñero), ese desgarrador poema en el que un viejo músico –según interpretaciones como las de Ian Bostridge (2019)– se tambaleaba entre la nieve tocando su zanfona.
Sin embargo, y por empezar a trazar algunas ideas, si ese afilado lector alzara su vista hacia la trayectoria general del significante “isla” en la filmografía bergmaniana, podría concluir con nosotros que, por decirlo rápidamente, en 1970 algo se había congelado directamente en su fuerza escenográfica. Si en una película como Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953) la isla mostraba todavía ese rostro amable, acogedor, cálido y propio –el título mismo lo escribía– de las temporadas estivales y de la juventud, en Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961), los cuatro protagonistas comenzaban su andadura emergiendo de un mar ya estrictamente otoñal, difícilmente soportable. En La hora del lobo (Vargtimmen, 1968), los fuertes vendavales acompañaban las idas y venidas desesperadas de los protagonistas por la isla de Farö hasta que, finalmente, en Pasión, aparece la nieve [...]
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