ES TAN DULCE LA MIEL DE LOS DIOSES
Manuel Merino
Fotografía de Oliver Maxwell Cooper publicada en
Autre ("The Great Search for Lady Day", 14 de enero de 2011)
¿Cómo pudo la noche convertirse en lamento?
E. Bishop
Siempre hay un momento impreciso en el que todo milagro se interrumpe para empezar a crecer como leyenda. La piedra que revienta el cristal transformando la plana transparencia en silencio; la liga que se desliza líquida por el muslo mientras vuelan los billetes que apresaba; el tazón de natillas con avena que en su caída ha salpicado todo; la misma muerte que interrumpe la cena mientras la radio continúa con su canción de amor, el corazón ya inútil como un himen quebrado. En algunos casos, saber con exactitud cuándo sucedió esa fractura es imposible. Pudo haber sido en el mismo instante en el que, para mostrar la desesperación como osadía, eligieron ese pedazo roto de ladrillo que ya vuela en el aire con toda su violencia, o aquel breve momento de vértigo y de duda al imaginar la tensión de un abrazo fingido. En su caso es posible pensar en dos instantes en apariencia tan diferentes como distanciados por años, aunque quizá ambos destellos fueran llamaradas feroces de un mismo infierno privado. Cuando su voz se abrió como una flor carnívora en una noche de calor profundamente espesa, o tras aquel primer vértigo de hielo incandescente que transformó una brizna de nieve en paraíso.
De ninguno de ellos ha quedado registro pero, anterior a ellos, hay una fotografía que muestra esa misma niña que todavía se esconde tras sus párpados tintados esta noche de un malva pernicioso, casi grises, derrumbados. En la sien muestra una magnolia más grande que su rostro, todo ojos inmensos, expectantes; el cuerpo enfundado en un retal mal hilvanado de satén. Ella misma podría hablar de ese olor que la inunda como un latigazo cuando se entrega a su blancura: una sacudida implacable que la niega con la misma intensidad con que se entrega a la obligación de seguir hasta acabar con todo. También con ellos y su propio temor a sus ausencias, hasta limpiar de la memoria sus trajes de matones a sueldo, sus empastes de oro, su intensidad fingida y esos anillos tan pesados que ella paga donde les gusta concentrar su poder. Aunque a quien ya está muy lejos, fuera de toda norma o residencia, alguien como ella que ya se siente expulsada hasta de los espejos, por vocación o constancia, poco importa saberlo, nada de todo eso podría impresionarle.
Ella necesita muy poco. Sin otro adorno que su propia leyenda y unos céntimos como todo ahorro, las caderas de la dama nunca echaron en falta acomodarse contra aquel piano blanco, porque sabían dejar bien claro su mensaje a cada paso. Por eso aún conservaba la costumbre de entrar a los locales por la puerta trasera. Ya quedó atrás aquel tiempo de hoteles de primera donde todavía la esperaban ramos de rosas con tarjetas dobladas de Welles, de Lester, de Sinatra; estuches con broches caros, brazaletes brillantes que son serpientes caprichosas, bombones con forma de corazón sobre almohadas de pluma [...]
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