PRÓLOGO
ARGENTO, PEDRAZA, LA MIRADA
Luis Pérez Ochando
[...] El exceso de Suspiria es contagioso: puedes caer presa de su embrujo. Luciano Tovoli era un realista convencido; pero tras hablar con Dario sobre el proyecto se convirtió al expresionismo. Quiso poner color al delirio y embadurnar los rostros de las actrices con pintura blanca, roja, verde, azul. El padre de Argento, productor del filme, quiso darle la patada al escuchar tal disparate; pero Tovoli finalmente se quedó con ellos. En Suspiria, él y Argento conspiraron con los músicos de Goblin para crear un paisaje sensitivo, casi abstracto, centelleante, como un mar cuyas olas refulgen de escarlata y azur. No es posible silenciar a sus sirenas o permanecer impasible a su tormenta.
Martin Scorsese comentó en cierta ocasión su deseo de ver en bucle las películas de Mario Bava, no en una sola pantalla, sino repartidas en cada estancia de su casa, de manera que él pudiera transitarlas, creando un itinerario sensorial, una atmósfera sin historia. Recorriendo estas habitaciones, nos sentiríamos como participantes del carnaval en el palacio sitiado por la peste en La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe, con cada aposento pintado de un color: el primero, azul; el segundo, púrpura: el tercero, verde; “los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura”. Y, reinando sobre todos ellos, la muerte roja, el gusano vencedor.
Dario Argento, que también admiraba a Edgar Allan Poe y a Mario Bava, creó un panorama similar en las estancias y pasadizos de la tanzakademie de Friburgo, donde transcurre Suspiria, donde habita la Mater Suspiriorum. Recorrerlos es perderse en un laberinto primigenio, hecho de colores y ruidos, de suspiros. El habla no existe todavía: escuchamos solamente el grito; solamente los suspiros. Es preciso recalcar la dimensión puramente sensorial del cine de Argento y, más concretamente, de Suspiria, su irreductibilidad a los esquemas de la psicología o la causalidad narrativa. No. Este no es el reino de la palabra. Es el reino, interior y secreto, del seno materno, de la madre primigenia anterior a la razón y al alba de los tiempos. Como fetos suspendidos en el sueño, contemplamos a través de un útero traslúcido los fulgores de un mundo reducido a color y ruido; sentimos que podríamos tocarlos con solo alargar los dedos.
[...]
La prosa de Pilar Pedraza comparte un terreno común con el cine de Argento. En el tono malsano de La pequeña pasión (1990) resuenan ecos de Suspiria: los gusanos anuncian la llegada de la muerte, un murciélago golpea repetidamente la ventana, desesperado por entrar, hasta manchar de sangre el cristal. Algo hay de las brujas de Argento en el culto femenino y secreto de Paisaje con reptiles (1997). La fase del rubí (1987) no solo comparte con Inferno su estructura episódica, con capítulos como atracciones visuales, sino también su fascinación por el mal, su mirada hacia lo prohibido. No en vano, la mujer malvada ocupa incontables páginas en las reflexiones pedrazianas (Espectra, Máquinas de amar, Brujas, sapos y aquelarres) y otro de los ensayos cinematográficos de Pedraza, Agustí Villaronga, se centra en otro director igualmente atraído por la perversidad.
Sin embargo, es en Suspiria e Inferno donde Pedraza encuentra las figuras que mejor encajan en su mitología personal: las Madres del Mal, titanes terribles y monstruosos, vestigios de un tiempo anterior al nuestro. La Trilogía de las Madres se sitúa en un mundo en el que los antiguos dioses sobreviven confinados en mansiones encantadas, soñando, y aguardando su regreso en carros tirados por panteras. Es también el mundo de Malpertuis, de Jean Ray, otra de las obras fetiche de Pedraza; es el mundo del Orfeo (Orphée, 1950) de Jean Cocteau —a quien Pedraza dedica también una monografía—, un mundo en el que basta zambullirse en un espejo para entrar en el reino de los muertos. Sin embargo, las Madres de Argento son, sobre todo, arcanos de lo oculto y lo inconsciente, una Hécate triple bajo cuya égida exploramos los abismos interiores.
A ella nos encomendamos ahora, cuando Suspiria no existe todavía; en este instante en el que Argento extiende los dedos hacia la pantalla, acaso con temor de ser absorbido por ella; en este instante en el que comienzas a leer antes de que el libro haya empezado. Cuando termine el filme, habrás salido del incendio a la tormenta, del fuego al agua. Quizá no descubras demasiado sobre la casa o sobre el origen de las Madres; pero la pregunta que Suspiria y Argento realmente te dirigen es si tienes el valor para mirar y para ver lo que hay ante tus ojos: un filme que te devuelve el reflejo de tus sueños.
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La prosa de Pilar Pedraza comparte un terreno común con el cine de Argento. En el tono malsano de La pequeña pasión (1990) resuenan ecos de Suspiria: los gusanos anuncian la llegada de la muerte, un murciélago golpea repetidamente la ventana, desesperado por entrar, hasta manchar de sangre el cristal. Algo hay de las brujas de Argento en el culto femenino y secreto de Paisaje con reptiles (1997). La fase del rubí (1987) no solo comparte con Inferno su estructura episódica, con capítulos como atracciones visuales, sino también su fascinación por el mal, su mirada hacia lo prohibido. No en vano, la mujer malvada ocupa incontables páginas en las reflexiones pedrazianas (Espectra, Máquinas de amar, Brujas, sapos y aquelarres) y otro de los ensayos cinematográficos de Pedraza, Agustí Villaronga, se centra en otro director igualmente atraído por la perversidad.
Sin embargo, es en Suspiria e Inferno donde Pedraza encuentra las figuras que mejor encajan en su mitología personal: las Madres del Mal, titanes terribles y monstruosos, vestigios de un tiempo anterior al nuestro. La Trilogía de las Madres se sitúa en un mundo en el que los antiguos dioses sobreviven confinados en mansiones encantadas, soñando, y aguardando su regreso en carros tirados por panteras. Es también el mundo de Malpertuis, de Jean Ray, otra de las obras fetiche de Pedraza; es el mundo del Orfeo (Orphée, 1950) de Jean Cocteau —a quien Pedraza dedica también una monografía—, un mundo en el que basta zambullirse en un espejo para entrar en el reino de los muertos. Sin embargo, las Madres de Argento son, sobre todo, arcanos de lo oculto y lo inconsciente, una Hécate triple bajo cuya égida exploramos los abismos interiores.
A ella nos encomendamos ahora, cuando Suspiria no existe todavía; en este instante en el que Argento extiende los dedos hacia la pantalla, acaso con temor de ser absorbido por ella; en este instante en el que comienzas a leer antes de que el libro haya empezado. Cuando termine el filme, habrás salido del incendio a la tormenta, del fuego al agua. Quizá no descubras demasiado sobre la casa o sobre el origen de las Madres; pero la pregunta que Suspiria y Argento realmente te dirigen es si tienes el valor para mirar y para ver lo que hay ante tus ojos: un filme que te devuelve el reflejo de tus sueños.
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